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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El compositor de tormentas (17 page)

BOOK: El compositor de tormentas
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—El marinero ha muerto —se limitó a decir.

—¿Qué?

—No te preocupes…

—¿Cómo que no me preocupe? ¿Qué haremos ahora? ¿Cómo convenceréis al rey de…?

—Deja que hable con él —le cortó, y no dijeron una palabra más hasta que llegaron a Versalles.

Matthieu eludió el torrente de imágenes que le asaltó al divisar la verja exterior. La Orangerie, el
Amadís de Gaula,
los guardias, Nathalie, el mismísimo Rey Sol mandándole encarcelar… El carruaje cruzó el inmenso Patio de Armas que separaba las caballerizas del Patio Real y se detuvo frente al vestíbulo de la Gran Escalera de los Embajadores. Dos lacayos le acompañaron a una pequeña estancia y le proveyeron de ropa limpia y de una palangana para que se asease. Desde allí ascendieron directamente al salón de Venus. Matthieu enmudeció al entrar. Nunca en su vida había imaginado que pudiera existir una estancia tan lujosa. Le pareció estar vagando por una galaxia en la que resplandecían los soles de oro que adornaban puertas y paredes. El salón estaba poblado de estatuas y bustos de perfecta manufactura. Una serie de columnas de mármol marrón entreverado sostenían la enorme bóveda en la que la diosa del amor se solazaba con sus súbditos. Se acercó a una de las mesas que, dispuestas por toda la sala, esperaban la velada de los cortesanos repletas de frutas frescas y escarchadas, café, licores y mazapanes. Llevaba días sin comer, pero dio media vuelta sin tocarlos. Charpentier le contemplaba callado.

Cuando le anunciaron que el compositor y su sobrino habían llegado, el rey se dirigió con impaciencia a una estancia a la que llamaban el Gabinete de Curiosidades y Objetos Raros. Había pensado que, dado el carácter secreto de la reunión, debía apartarse de los salones que utilizaba a diario para las recepciones oficiales. Tras discutirlo con el ministro Louvois se decantó por aquella salita en la que exponía las piezas más variopintas traídas de todos los confines del mundo: jarrones, gemas, armas decoradas por orfebres otomanos, marfiles o incensarios de Asia.

—¿Acaso esa melodía africana no es el objeto más extraño y preciado que podría albergar este palacio? —le dijo a su consejero mientras se colocaba en una posición estudiada para recibir a los dos músicos.

Louvois también guardaba una actitud altiva con la que trataba de darse importancia. A una palmada suya, los guardias abrieron las puertas.

Charpentier hizo una reverencia desde el mismo umbral.

—Majestad…

Matthieu, a su lado, se moría de ganas de mirar al rey pero, siguiendo las instrucciones de su tío, mantenía los ojos pegados a la reluciente tarima del gabinete.

—¿Qué te ha ocurrido? —comenzó preguntando el rey tras advertir el lamentable aspecto del compositor.

—Han asesinado al marinero, sire.

—¿El que sabía de memoria la melodía? —prorrumpió el ministro.

Asintió.

—Fui a advertirle de que los asesinos de mi sobrino Jean-Claude lo habían localizado, pero no tuvo tiempo de huir.

—¿Conseguiste identificarlos?

—Dos de ellos han muerto y nadie sabe quiénes son. El tercero… —Recordó su voz y se le hizo un nudo en la garganta—. Tampoco lo había visto antes.

El rey habría querido abalanzarse sobre su consejero. Había pasado la noche imaginando ser el dueño de la joya alquímica con la misma candidez que lleva a los niños a pensar que pueden adentrarse en los cuentos de Perrault. Pero no se permitió explotar. Ello habría dejado patente la impotencia que sentía. Controló el temblor que se apoderaba de él y habló con desgana fingida.

—Parece que no hay nada que os retenga aquí. Podéis marcharos.

—Pero…

—Es una lástima —continuó, ocultando tras un amanerado desinterés la frustración que le producía ver cómo se esfumaba nota a nota la melodía original mucho antes de que hubiera llegado a escucharla—. Ya que mi ponderado Lully no consigue darme una ópera francesa con la que dejar boquiabiertos a los arrogantes italianos, me habría encantado someter a todos los ejércitos de Europa con la melodía de esa sacerdotisa. El ministro me contó que las tribus de Madagascar caen rendidas al escucharla… Me atraía la idea de terminar con las guerras gracias a la música. —Concluyó la frase con un suspiro afectado—. ¡Y al inspector general de Finanzas también le habría gustado!

Tras décadas de conquistas, la ambición sin límites del Rey Sol estaba llevando al país a una situación insostenible. El valor del luis de oro caía año tras año y sus lujosas vajillas veían cerca el momento de pasar por la fundición. Pero a Charpentier, el tozudo y repudiado compositor, no le importaban las finanzas de la Corona sino la vida de Matthieu y del resto de su familia, y no estaba dispuesto a perder la oportunidad de contar con el apoyo real para ayudarlos. Se enfrentó a los ojos del soberano como no acostumbraba hacerlo nadie.

—Majestad, conocemos el lugar donde se conserva la melodía —expuso tal y como había ensayado palabra por palabra.

—¿Qué insinúas?

—Si vuestra majestad enviase a Fort Dauphin a alguien capaz de…

—Hace diez años que no queda nadie en Fort Dauphin.

—Lo sé, pero vuestra majestad podría incluir un verdadero músico en la próxima expedición que parta hacia las Indias y disponer que haga una escala en Madagascar. Que el músico escuche la melodía y la aprenda como es debido. Estoy convencido de que el marinero jamás llegó a interpretarla bien, que estábamos trabajando a partir de un material viciado. Cuando ese músico regrese a Francia me reuniré con él y escribiré mil partituras si es necesario, pero os aseguro que, entonces sí, daré con la correcta.

—Estimado e ingenuo Charpentier —condescendió el soberano—, no podemos desembarcar a un pobre músico en territorio hostil y pretender que aguante con vida hasta encontrar a ese reyezuelo indígena. Y, aunque así fuera, ¿cómo conseguiría que la sacerdotisa cante para él?

—Sois el Rey Sol —improvisó Charpentier con fortuna—. ¿Acaso hay algo que os esté vetado?

El soberano sabía que el plan del compositor se desplomaba por su propia simpleza, pero no fue capaz de negar de plano aquella aduladora afirmación.

—Mmm…

—Me instalaré en una celda de palacio y escribiré día y noche —aprovechó para insistir en tono de súplica—. Majestad, pensad que cuando yo termine mi labor vos caminaréis por el paraíso.

Mientras el rey se debatía entre liberarse de aquel sueño para evitar más reveses o sumirse en una larga espera que, al fin y al cabo, tampoco le aseguraba un final feliz, el enrevesado cerebro de Louvois comenzó a pergeñar un plan relacionado con la inexpugnable Madagascar cuyo mero planteamiento ya le excitaba.

—Majestad —le dijo al oído—, permitidme que os interrumpa.

—Habla.

—Si no le parece mal a vuestra majestad preferiría…

Señaló con discreción a Charpentier y a Matthieu.

—Salid —ordenó el rey.

A una nueva palmada aparecieron dos guardias. El compositor intuyó que no todo estaba perdido. Cogió del brazo a su sobrino y abandonaron el gabinete sin rechistar. Louvois empezó a hablar con cierta agitación en cuanto se cerró la puerta.

—Majestad, sé que pensáis que el plan de Charpentier es infantil, pero creo que nos ha dado la clave no sólo para conseguir la partitura, sino, al mismo tiempo, para conquistar por fin esa isla.

Al rey se le abrieron los ojos de par en par durante un instante.

—Explícate.

—Aprovechemos que ese sanguinario nuevo rey de los anosy se ha enfrentado a su padre y convirtámoslo en nuestro aliado —propuso.

—¿Sugieres que Francia se alíe con un salvaje?

—Sólo hasta que consigamos nuestros objetivos.

Aquello le gustó.

—Sigue.

—Sabemos que el usurpador Ambovombe se ha impuesto a los clanes gracias a la fascinación que produce el canto de su protegida, lo que le ha permitido ampliar su dominio a todo el sur de la isla. Pero le resultará difícil mantener su posición sin pólvora y armas. Apenas tienen un puñado de mosquetes que han conseguido contrabandeando con algunos marineros de la Compañía y con los piratas que pueblan la costa oriental. Hagamos un trato con él. Dotémosle de un verdadero arsenal a base de pequeños envíos que iremos introduciendo en cada uno de nuestros barcos a cambio de que nos permita desarrollar nuestra actividad comercial. De este modo nos adelantaríamos a ingleses y holandeses y… —le miró con audacia, volviendo al origen de la reunión— gracias a nuestra amistad con él estaremos en disposición de acceder a la melodía de la sacerdotisa.

—Es un plan bien ideado, pero imposible de llevar a la práctica —resolvió el rey con vehemencia.

—Majestad, he pensado en todo…

—¿También en cómo introducir una expedición en el poblado del usurpador? Para cerrar un tratado de semejante envergadura primero hay que llegar hasta él y discutir las condiciones, y no creo que ninguno de nuestros capitanes esté dispuesto a adentrarse en Madagascar con un puñado de hombres después de lo que ocurrió en Fort Dauphin. Te digo lo mismo que a Charpentier: ¡desde que nos expulsaron del bastión, los anosy han mandado al infierno a todo aquel que ha puesto un pie en la isla! Ambovombe no es un diplomático europeo. Jamás llegaría a escuchar nuestra propuesta.

Louvois sonrió.

—Suponed que nos presentásemos allí haciéndole creer que el único fin de la expedición es llevarle un presente como muestra de respeto ante su creciente poder.

—¿Mostrarle yo respeto? —estalló el soberano con indignación—. ¿A un salvaje? ¿Qué clase de consejero eres? Mi querido Colbert —clamó al cielo, refiriéndose a su anterior hombre de confianza—, ¿por qué me has abandonado?

—Dejadme seguir, sire —le pidió Louvois sin amilanarse, convencido del acierto de su proposición.

El rey advirtió seguridad en sus ojos.

—¿En qué clase de presente estás pensando? ¿Qué podría sorprenderle tanto como para que al instante no terminase con la vida de mis emisarios?

—Aquí es donde entra en juego la idea de Charpentier —retomó satisfecho—: entreguémosle como ofrenda a un músico de vuestra corte.

—¿Un músico?

—Uno de los mejores, capaz de tocar con maestría las más bellas melodías de nuestros compositores. ¿Qué mejor regalo podríamos hacerle a un reyezuelo indígena que tras haber sucumbido al canto de una sacerdotisa ha llegado a convertirla en su diosa, en su fetiche? Demostrémosle que vuestro reino es el paradigma de la música, de la belleza en sí misma, que vuestra majestad tiñe con el brillo del sol todo cuanto toca.

El rey no sabía si le fascinaba más la idea del ministro o sus lisonjeras palabras.

—Como ya dijo Platón —recitó complacido—, cuando las formas de la música cambian, las leyes fundamentales del Estado cambian con ellas. Sería como introducir en ese reino africano el germen del arte europeo…

—Sería la excusa perfecta para tener acceso a su corte de salvajes —repuso Louvois—. Una vez allí, cuando la música haya establecido el vínculo de confianza que precisamos, nuestro capitán podrá negociar con tranquilidad el tratado de apoyo militar mientras el músico se dedica a encontrar el modo de transcribir la melodía de la sacerdotisa. Ése es mi doble plan.

—¡Es más que un plan —saltó el soberano—, es arte en sí mismo! ¡La música nos abrirá las puertas de Madagascar! ¡Olvidemos los cañones y los mosquetes y utilicemos los violines para la gloria de Francia! Colonizaré esa isla… y la melodía será mía —susurró con avaricia.

Louvois sonrió complacido.

—Entonces…

—Habrá que encontrar un capitán con suficiente arrojo y experiencia como para afrontar una misión de tal calibre —caviló el rey.

—Eso tampoco supondrá un problema. Tengo a vuestro hombre.

—¿En quién estás pensando?

—En el capitán La Bouche —le informó Louvois en tono malicioso.

—Es la persona idónea… —murmuró el rey, pensativo.

—Le haré venir esta misma noche.

—¡Haz entrar a Charpentier! —ordenó el soberano con júbilo.

—Majestad, creo que no convendría comentar con ellos los detalles de…

—No hace falta que me lo digas. Los intereses económicos de Francia no les incumben a los artistas —resolvió el soberano con una media sonrisa—. ¡Hablemos de música!

Charpentier y Matthieu entraron de nuevo en el Gabinete de Curiosidades y Objetos Raros. Sus rostros reflejaban toda la ansiedad que padecían. El rey se recreó haciéndolos esperar unos segundos más.

—Está bien —concedió por fin.

—¿Está bien? —dudó Charpentier. La emoción le hizo volverse un instante hacia Matthieu—. ¿Aprueba vuestra majestad la expedición?

—En cierto modo. Apruebo enviar un músico a Madagascar pero…

—¿Pero? —se sorprendió Louvois.

No habían hablado de ningún «pero».

—Serás tú quien vaya —dijo, señalando al compositor.

—¿Cómo? —saltó éste.

—¿Charpentier? —exclamó Louvois.

—Yo no…

—¿Osas contradecirme? —gritó el rey con ese aire altivo que adoraba—. Ya basta de falsos músicos borrachos. ¿Y para qué arriesgarme con otro violinista del montón que pueda no ser lo suficientemente sutil como para aprenderse la melodía con garantía? Tú mismo irás a Madagascar, conquistarás con tu música el corazón de piedra de ese salvaje, escucharás el canto de la sacerdotisa y copiarás
in situ
la partitura para mí.

El rey se regodeaba en su propio acierto. Louvois no cabía en sí de gozo. Enviar a Charpentier en persona era la culminación del plan.

Matthieu esperaba con estupor la respuesta de su tío.

—Majestad, jamás os replicaría, pero habéis de saber que yo no puedo hacer ese viaje.

El rey lo miró con desprecio.

—Te creía hecho de otra pasta. ¡Afronta tu sino con dignidad, por Dios!

—Haría cualquier cosa por ayudar a mi sobrino, y puede creerme vuestra majestad si digo que en este momento de mi vida lo último que temo son los peligros que entraña la expedición. Pero, si me embarco, los asesinos de Jean-Claude sabrán que los estoy engañando…

—¿A qué te refieres con «engañando»?

—Hay algo más que todavía no he contado a vuestra majestad.

—¿Y a qué esperas? —se enfureció el soberano.

Matthieu se volvió hacia su tío.

—¿Qué ocurre?

Charpentier dejó caer la mirada.

—Me amenazaron con… —Se detuvo un instante—. Matarán a mi hermano y a su esposa si no consigo la melodía para ellos.

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