—Te ruego una vez más que lo dejes.
—En realidad —siguió, dotando a la frase de más gravedad—, lo que Jean-Claude había escrito ni siquiera se podía cantar.
Charpentier cerró los ojos.
—¿Qué quieres conseguir? —preguntó sin abrirlos.
—¿Cómo?
—¿Adónde quieres llegar?
—También han estado a punto de matarme a mí. Sólo trato de…
—¿A ti? —se sorprendió el compositor, saliendo por primera vez de su letargo—. ¿Qué estás diciendo?
—Acababa de encontrar las partituras cuando llegó alguien que también las buscaba.
Charpentier negó con la cabeza y escondió el rostro entre sus manos temblorosas. Su pecho vibró durante unos segundos, como si estuviese resistiendo las ganas de llorar.
—Jean-Claude no era como tú.
—¿A qué viene eso ahora?
En el rostro del compositor se esbozó una mueca parecida a una sonrisa.
—Él decía que cada minuto que pasaba alejado de su violín le acercaba a la muerte. Su vida era tocar, y desde que despertaba sólo pensaba en aferrarse al astil, pegar la mejilla a la mentonera, rozar con el arco la primera cuerda y alcanzar el éxtasis.
—Aprendimos juntos —balbuceó Matthieu.
No sabía por qué su tío le atacaba por aquel flanco.
—En tu caso la música no es el fin. Ambos sabemos que tienes el don, pero utilizas tu genio para alcanzar otros objetivos diferentes.
—Pero…
—Es lo que has elegido. Dejémoslo ya.
Matthieu no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Cómo podéis hablarme de esto después de lo que ha ocurrido?
—Vete.
—Tío, yo…
—Quiero estar solo.
Matthieu se levantó indignado y salió sin mirar atrás. Estaba harto de él. ¿Para qué perder el tiempo con alguien semejante? Ni siquiera en aquel momento era capaz de separarse del maestro inconmovible, del gran compositor arrogante y ensimismado en su propio genio que no veía más allá de sus creaciones.
Charpentier le contempló mientras se alejaba por el corredor. Escuchaba sus pasos arrastrados y algo se desgarraba en su interior. ¿Cómo podía echar de su lado a su sobrino amado sin desvelarle que se comportaba así para protegerle?
Esperó a que Matthieu abandonara el palacete. Entonces giró la cabeza hacia la puerta entreabierta de una pequeña despensa situada junto al fogón.
—Puedes salir —dijo—. Se ha ido.
Al momento emergió una sombra. Fue tomando forma a medida que se acercaba a la luz del candil que quemaba aceite a los pies del compositor. Era un hombre de mediana edad y porte distinguido. Vestía con discreción, pero el terciopelo y la seda de sus ropajes denotaban su condición noble.
—Has hecho bien —declaró con un marcado acento inglés.
—¿Cómo puedes decir eso? —se lamentó Charpentier, agachando la cabeza—. Es mi sobrino, mi querido niño. Acaba de perder a su hermano y me he comportado como si no me importase. No se merece esto…
—¡Bajo ningún concepto debe enterarse de nuestro proyecto! ¿Lo has oído? Ya cometí un error dejando entrar a Jean-Claude…
—Jamás me perdonaré haberle metido en esto. —Una vez más se llevó las manos a la cara, mal sentado como estaba en el suelo de la cocina—. ¡Dios mío, juro que creí que sería bueno para él!
—No ha sido culpa tuya —corrigió el otro con cierta condescendencia—. Sólo Dios sabe dónde estará la fisura. Precisamente por eso debes seguir manteniendo a Matthieu al margen.
—Esperemos que Evans aguante.
—Pobre hombre… En su caso fui yo quien lo empujó hasta aquí. No sé cómo logró arrastrarse hasta la calle después de que los atacantes le dieran por muerto, con el vientre desgarrado. Ya me he dado cuenta de que no le has dicho a Matthieu que sigue vivo.
—Prefiero que no lo sepa. Quizá así deje de entrometerse.
—Bien hecho.
El inglés se apoyó en la pared y perdió un instante la mirada en los rescoldos incandescentes de la chimenea.
—¿De verdad no tienes ni idea acerca de quién está detrás de esto? —le preguntó Charpentier.
—Cualquier alquimista que conociera la existencia de la melodía original mataría por tener su partitura. Lo que no acabo de entender es cómo han llegado a enterarse de que estabas tratando de transcribirla y de que Jean-Claude te ayudaba. ¿Crees que el marinero habrá hablado?
—Apostaría a que no.
—Yo tampoco creo que haya sido él. Le pago mucho más de lo que podría ganar en toda una vida de travesías.
—¿Deberíamos ir a verle?
—Envíale una nota explicándole todo lo que ha ocurrido para que se mantenga oculto, pero no te acerques a su casa.
No quiero que te sigan hasta él. Quien haya contratado a esos asesinos se dará cuenta pronto de que el experimento no resulta con ninguna de las partituras que ha robado y volverá a por más. ¡Maldita sea! —exclamó de pronto—. ¡Es triste depender de un marinero zarrapastroso para un proyecto semejante!
—¿Qué harás tú?
—Volveré a Inglaterra de inmediato. Sería un verdadero desastre que alguien me relacionase con esto.
—Nadie sabe que estás aquí, y dudo que alguien en toda Francia fuese capaz de reconocerte sólo por tu rostro.
—Nunca se sabe.
—Entonces, ¿no vas a pasar por el hospital para ver a Evans antes de irte?
—No puedo arriesgarme. Lo han llevado al Hotel Dieu, frente a Notre Dame, y ya sabes lo concurrido que está. —Desplegó los brazos de repente, adoptando una forzada pose teatral—. Imagina lo que diría la gente sobre mí: el gran Isaac Newton mezclado en una serie de asesinatos por una fantasía alquímica…
Isaac Newton. Aquel nombre seguía impresionando al compositor cada vez que lo escuchaba. Habían mantenido largas conversaciones desde que los presentó el doctor Evans, pero Charpentier aún estaba fascinado por el hecho de compartir con el afamado científico un proyecto alquímico de tanta envergadura. Sus coetáneos le consideraban uno de los mayores genios de la Humanidad y, por qué no, el más afortunado, ya que sólo se puede descubrir una vez el sistema que rige el mundo. Pero detrás del hombre de ciencia que estaba revolucionando las matemáticas, la óptica y la mecánica a partir de su teoría sobre la gravitación universal, se escondía el último de los grandes magos. Isaac Newton era un alquimista enfermizo y un teólogo herético, dos obsesiones que le hacían buscar desde hacía años, en la soledad de su laboratorio secreto, los indicios místicos que Dios habría diseminado por el mundo para que algún día el ser humano compartiese con él su infinito conocimiento.
—No creo que nada pueda perjudicarte a estas alturas —dijo el compositor, algo más relajado—. Eres la encarnación viva de la ciencia.
Newton negó con la cabeza. Había escrito innumerables tratados alquímicos que, de haber salido a la luz, le habrían supuesto no sólo ser repudiado por la comunidad científica sino una segura condena a muerte. Por ello los firmaba con el seudónimo de I
eova Sanctus Unus,
que representaba tanto un lema antitrinitario —Jehová Único Santo—, como un anagrama de su propio nombre latinizado —Isaacus Neuutonus—. Se dirigió a Charpentier con el rictus de desagrado que le era característico.
—Nadie en este mundo sabe que he escrito muchísimas más palabras sobre alquimia que sobre cualquier otra de las ciencias que me han traído la fama. Nadie —remarcó—, salvo mi fiel amigo Evans, conoce las actividades prohibidas que vengo desarrollando desde hace décadas en mi laboratorio. Sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta. ¡Si en Cambridge se enterasen de la existencia de uno solo de mis experimentos alquímicos me quitarían la cátedra!
Charpentier tomó aire pero no dijo nada. No tenía fuerzas para discutir. ¿Cómo podía aquel hombre temer por su cátedra cuando acababan de asesinar a un muchacho y estaba a punto de morir la única persona del mundo en la que confiaba?
—Esperaremos a que las cosas se calmen y después culminaremos el experimento —continuó Newton—. Ahora limítate a seguir tu vida con normalidad. Deja que los asesinos crean que tras la muerte de tu sobrino has decidido alejarte de la melodía. Que crean que todo ha terminado.
—Es la verdad.
—¿Qué quieres decir?
—Que no quiero seguir con esto.
Newton se agachó y le miró a los ojos con aire persuasivo.
—No te ocurrirá nada. Quienquiera que sea el autor de estos crímenes sin duda sabe que sin ti nunca habrá partitura.
—No temo por mí…
—¡Piensa en lo que conseguiremos el día que por fin transcribas la melodía correcta! —insistió—. Nuestro logro supondrá un antes y un después para toda la Humanidad…
—No puedo hacerlo —insistió Charpentier.
El científico se levantó y caminó unos pasos en círculo por la cocina con las manos a la espalda.
—No me obligues a prescindir de ti —le suplicó de repente, dejando de lado su arrogancia—. Cuando Evans me comunicó que habías aceptado trabajar con nosotros supe que por fin todos los astros se habían alineado. ¡Teníamos la fuente de la melodía y la persona capaz de transcribirla! ¡Mi genio y el tuyo unidos en el proyecto supremo! Quizá dentro de un tiempo…
Ahora fue Charpentier quien le miró fijamente.
—Debes entenderlo: ha muerto una parte de mí. Ya siempre estaré incompleto.
El científico respiró hondo.
—Prométeme que al menos lo pensarás. Escríbeme a Inglaterra dentro de unos días.
El compositor no quiso contestar. Newton se enfundó en una capa que había dejado cuidadosamente doblada sobre la mesa donde se amasaba el pan y se encaminó hacia la puerta.
—¡Espera!
—¿Qué ocurre?
Charpentier introdujo la mano en el interior de su jubón y sacó un papel doblado.
—Llévatelo.
—¿Qué es?
—El epigrama.
Se refería a un jeroglífico alquímico copiado en un pergamino.
—Pero…
—Lo he leído mil veces y no he logrado extraer de él un solo significado coherente. Llévatelo, por favor. No quiero cerca de mí nada que esté relacionado con la muerte de mi sobrino.
Newton le miró fijamente.
—Me equivoqué al creer que este jeroglífico guardaba algún secreto relacionado con la melodía. Son sólo frases, una detrás de otra. Mera poesía.
—No te engañes —le replicó Charpentier—. Jean-Claude escribió más de cien partituras. Si no te hubieses dejado algo por el camino, alguna de ellas tendría que haber servido.
—No haré otra cosa sino esperar tu carta —se limitó a decir el científico—. Sé que seguiremos juntos hasta el final. Así al menos darás sentido a la muerte de tu sobrino.
Dio media vuelta sin coger el papel y abandonó el palacete de la duquesa de Guise por la misma puerta de servicio por la que había entrado una hora antes. Cruzó el amplio jardín trasero sin detenerse y subió a un carruaje que le esperaba en un rincón tan oscuro como los cuatro caballos que, galopando durante toda la noche, habrían de llevarle a puerto a tiempo de subirse al primer barco que cruzara el Canal.
T
ras separarse de su tío en la cocina del palacete, Matthieu se encaminó a la escuela de música. Casi siempre llevaba consigo su violín, pero el día anterior, sabiendo que dejaría de lado sus ensayos para estar con Virginie, lo había dejado allí. La ira se estaba apoderando de él y necesitaba sentir cuanto antes el instrumento entre sus dedos, bien fuera para tocarlo o para estrellarlo contra la pared y herirse con sus astillas.
Aún era noche cerrada cuando llegó al edificio que albergaba la escuela. Estaba engalanado en el frente con relieves de ángeles, más propios de una capilla. Llamó a la puerta principal pero no abrió nadie. Levantó la vista hacia las ventanas del piso superior donde vivía la pareja de bretones que se encargaba de su mantenimiento. No había luz. Saltó la verja del patio para entrar por la puerta trasera. El perro salió disparado de su casucha de tablas. Tras soltar unos ladridos broncos le reconoció y le mordisqueó la manga salpicándole de babas. Por un momento el joven músico se sintió bien. Permaneció un rato arrodillado en el jardín, abrazado al cuello de aquel gigante que olía a barro.
Una vez dentro encendió una lámpara de aceite y fue directo a buscar el violín. Abrió la vitrina en la que lo había guardado y lo contempló unos instantes con cierta adoración. Pasó resina por la cinta y lo afinó con cuidado. Siempre lo destensaba cuando terminaba de tocar. Lo colocó con suavidad sobre el hombro y pegó el mentón a la madera. Respiró hondo. Las crines no llegaron a rozar las cuerdas. Aún no estaba preparado.
Cogió la lámpara y echó a andar por el interior del edificio tratando de relajarse. Se asomó a la sala en la que su maestro de cámara impartía las clases. Dos sillas vacías, partituras carentes de alma sobre la mesa, meras notas concebidas para lograr una técnica mejor. Siguió avanzando por el corredor. Se detuvo frente a la puerta de la estancia que ocupaba el maestro Lully cuando aparecía por la escuela. Ningún alumno entraba allí salvo que hubiese sido llamado, algo que no solía significar nada bueno. Asió la manilla de forma inconsciente y comprobó que no estaba cerrada con llave. A medida que la descendía, un escalofrío ascendía por su columna. Sin pensarlo ya estaba dentro.
Le sorprendió la ornamentación, propia de un gabinete de Versalles. La mesa del maestro se alzaba en el centro sobre cuatro patas curvas. La talla del sillón era igualmente delicada. Al fondo había una chimenea y, sobre ella, una reproducción del cuadro de Mercurio en su carro tirado por dos gallos idéntica al original que decoraba una de las cámaras del rey.
Se acercó a la mesa y examinó un paquete de hojas cosidas entre sí con una nota encima que tan sólo decía: «Monsieur Lully».
—El nuevo libreto… —susurró con fascinación.
Era el texto definitivo de
Amadís de Gaula,
la versión para ópera recién corregida por el poeta Quinault. Se sintió emocionado por tenerla en sus manos; ni siquiera el maestro Lully la habría leído aún.
Como le había dicho Nathalie cuando se encontraron a la salida de Saint-Louis, el rey quería presentar la obra en la fiesta que se celebraría catorce días después en los jardines de Versalles, aprovechando la recepción de los embajadores de Siam a la que también acudirían otras delegaciones extranjeras. Hacía tiempo que Luis XIV ansiaba escuchar una ópera francesa que eclipsase la ópera italiana que había invadido Europa y todos estaban nerviosos con aquella representación.