—Le he encontrado en el boulevard, viniendo yo hacia aquí. Creo que estará de viaje, porque iba a casa de su banquero —dijo Beauchamp.
—¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? —preguntó Château-Renaud a Debray.
—Creo que sí —respondió el secretario íntimo con alguna turbación—. Pero el conde de Montecristo no es sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.
—¡Morrel! ¿Acaso la conocía? —preguntó Château-Renaud.
—Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.
—No importa, hubiera debido venir —dijo Debray—. ¿De qué hablaré esta noche? Este entierro es la noticia del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obligado a hacer su discurso al lagrimoso y triste primo.
Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro de justicia y de Cultos.
Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había encontrado a Montecristo que se dirigía a casa de Danglars, calle de la Chaussée d’Antin.
Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el patio, y le salió al encuentro con una fisonomía triste, pero afable.
—Y bien, conde —le dijo alargándole la mano—, ¿venís a condoleros conmigo? En verdad que la desgracia está en mi casa a tal punto, que cuando entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría yo deseado mal a esos pobres Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio:
Al que desea mal a otro, a ése le sucede
.
Era un poco orgulloso para un hombre salido de la nada como yo, pero jamás le deseé mal alguno, y después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que yo, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!, conde, las personas de nuestra generación… Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún… Las personas de mi tiempo no son felices este año; testigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el señor de Villefort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdiendo toda su familia de un modo extraño. Morcef, deshonrado y muerto; yo, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y después…
—¿Después, qué? —preguntó el conde.
—¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?
—¿Alguna nueva desgracia?
—Mi hija…
—¿La señorita Danglars?
—Eugenia nos abandona.
—¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?
—La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer ni hijos!
—¿Lo creéis?
—¡Ah! ¡Dios mío!
—Y decíais que la señorita Danglars…
—No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese miserable, y me ha pedido permiso para viajar.
—¿Y se marchó?
—La otra noche.
—¿Con la señora Danglars?
—No, con una parienta… Pero no por eso dejamos de perder a mi querida Eugenia, porque yo que conozco su carácter, dudo que quiera regresar a Francia.
—¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales para otro cualquier pobre diablo, cuya fortuna fuese solamente su hija, pero soportables para un millonario. Por más que sobre esto digan los filósofos, los hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro cualquiera si admitís la virtud de este bálsamo soberano, vos, el rey de la hacienda, el punto de intersección de todos los poderes.
Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba en serio.
—Sí —dijo—, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolarme, porque soy rico.
—Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las Pirámides. Quisieran demolerlas, pero no se atreven; si se atreviesen, no podrían.
Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.
—Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cinco bonos, tenía ya firmados dos, ¿me permitís que concluya los otros tres?
—Concluid, mi querido barón, concluid.
Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oyó la pluma del banquero, y mientras tanto Montecristo miraba las doradas molduras del techo.
—¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? —dijo el conde.
—No —respondió Danglars sonriendo—; son bonos al portador sobre el Banco de Francia. Mirad, señor conde, vos que sois el emperador de la hacienda, como yo soy el rey, ¿habéis visto pedazos de papel de este tamaño y que valga cada uno un millón?
Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pedazos de papel que le presentaba orgullosamente el banquero, y leyó:
El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y sobre los fondos por mí depositados, la cantidad de un millón de francos, valor en cuenta.
Barón Danglars.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco —dijo Montecristo—, ¡cinco millones! ¡Demonio! ¡Y cómo vais, señor Creso!
—Ved de qué modo hago yo mis negocios —dijo Danglars.
—Es maravilloso, y sobre todo si, como no dudo, esa suma se paga al contado.
—Se pagará —dijo Danglars.
—Es algo magnífico tener semejante crédito. En verdad, sólo en Francia sé ven estas cosas, cien miserables pedazos de papel valer cinco millones, es preciso verlo para creerlo.
—¿Dudáis?
—No.
—Es que decís eso con un acento… Haced una cosa, daos el placer de acompañar a mi dependiente al Banco, y le veréis salir con bonos sobre el tesoro por igual cantidad.
—No —dijo Montecristo doblando los cinco billetes—, el asunto es demasiado curioso, y quiero hacer yo mismo la experiencia. Mi crédito en vuestra casa era de seis millones. He tornado novecientos mil francos. Tomo vuestros cinco billetes, que creo pagables solamente con la vista de vuestra firma, y he aquí un recibo general de seis millones que regulariza vuestra cuenta. Lo había preparado de antemano, porque es preciso deciros que tengo hoy gran necesidad de dinero.
Y con una mano metió los billetes en su bolsillo y con la otra alargó su recibo al banquero.
Un rayo que hubiese caído a los pies de Danglars no le hubiera causado mayor espanto.
—¡Qué! —balbuceó—, señor conde, ¿tomáis ese dinero? Pero dispensad, es dinero que debo a los hospicios, y he ofrecido pagarlo hoy por la mañana.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, no importa. No tengo empeño precisamente en que me paguéis con esos billetes, dadme otros valores. Solamente por curiosidad tomé éstos, para poder decir en el mundo que sin aviso alguno, sin pedirme cinco minutos de tiempo, la casa Danglars me había pagado cinco millones al contado. ¡Habría algo notable! Pero tomad vuestros valores, dadme otros.
Y presentó los cinco billetes a Danglars, que, lívido, alargó el brazo para recogerlos, como el buitre alarga la garra por entre los hierros de la jaula para detener la carne que le quitan. De repente mudó de modo de pensar, hizo un esfuerzo violento y se contuvo.
En seguida la sonrisa dibujóse poco a poco en sus labios.
—Después de todo —dijo—, vuestro recibo es dinero.
—¡Oh!, Dios mío. ¡Sí!, y si estuvieseis en Roma, la casa de Thomson y French no os pondría la menor dificultad en pagaros con un recibo mío.
—Perdonad, señor conde, perdonad.
—¿Puedo, pues, guardar este dinero?
—Sí, guardadlo —dijo Danglars enjugando el sudor de su frente.
—Bien; pero reflexionad. Si os arrepentís, todavía estáis a tiempo.
—No —dijo Danglars—; guardad mis firmas, pero, como sabéis, nadie es tan amigo de formalidades como el hombre de negocios. Destinaba esa suma a los hospicios, y hubiera creído robarles no dándoles precisamente ésa. ¡Como si un escudo no valiese tanto como otro! ¡Dispensadme!
Y empezó a reír estrepitosamente.
—Ya estáis dispensado —respondió amablemente el conde de Montecristo.
Y colocó los billetes en su cartera.
—Pero —dijo Danglars—, tenemos aún una cantidad de cien mil francos.
—¡Oh!, bagatelas —dijo Montecristo—. El corretaje debe ascender poco más o menos a esa suma. Guardadla y estamos en paz.
—Conde —dijo Danglars—, ¿habláis en serio?
—Jamás me chanceo con los banqueros —dijo el conde con una seriedad que rayaba en impertinencia.
Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:
—El señor de Boville, receptor general de hospitales.
—¡Por vida mía! —dijo Montecristo—, parece que llegué a tiempo para gozar de vuestras firmas. Se las disputan.
Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo.
El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguardaba en el salón y fue introducido inmediatamente en el despacho del banquero.
El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el receptor de hospitales.
Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediatamente al banco.
Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.
No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.
—Buenos días —dijo—, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.
—Habéis adivinado, señor barón —dijo el señor de Boville—, los hospitales acuden a veros en mi persona. Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.
—¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! —respondió Danglars, prolongando la broma—, ¡pobres niños!
—Pues heme aquí en su nombre —dijo Boville—. ¿Recibisteis mi carta de ayer?
—Sí.
—Pues aquí tenéis mi recibo.
—Mi querido Boville —dijo el banquero—, vuestras viudas y vuestros huérfanos tendrán, si queréis, la bondad de aguardar veinticuatro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí ahora…, ¿le habéis visto?
—Sí, ¿y qué?
—El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones. —¿Cómo es eso?
—Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French, de Roma. Ha venido a pedirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el banco, donde tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días —añadió Danglars sonriéndose— no digo lo contrario.
—Vamos, pues —exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad—, ¡cinco millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!
—Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.
—¡Cinco millones!
—Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad. El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:
Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.
—¡Luego es cierto! —exclamó.
—¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?
—Sí —dijo el señor de Boville—, hice una vez un negocio de doscientos mil francos en ella, pero no la había vuelto a oír nombrar.
—Es una de las mejores casas de Europa —dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa de tomar de manos del señor Boville.
—¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal conde de Montecristo?
—No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje. El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.
—Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.
—¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los meses.
—Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Morcef y su hijo.
—¿Qué ejemplo?
—Han dado toda su fortuna a los hospicios.
—¿Qué fortuna?
—La suya, la del difunto general Morcef.
—¿Y con qué razón?
—Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserablemente.
—¿Y de qué van a vivir?
—La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.
—¡Toma!, ¡toma! —dijo Danglars—, eso sí que son escrúpulos.
—Ayer hice registrar el acta de donación.
—¿Y cuánto poseían?
—No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.
—Con mucho gusto —dijo el banquero con la mayor naturalidad—. ¿Ese dinero os urge mucho?
—Sí, el arqueo se efectúa mañana.
—Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arqueo?
—A las dos.
—Enviad a las doce —dijo Danglars con amable sonrisa.
El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.
—Pero, ahora que recuerdo, haced más.
—¿Qué queréis que haga?
—El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán al instante.
—¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?
—Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo. El receptor dio un salto atrás.
—¡Porvida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a…?
—He creído por un momento, perdonadme —dijo el banquero con una imprudencia sin igual—, he creído que tendríais algún pequeño déficit que llenar.
—¡Ah! —dijo Boville.
—Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.
—Gracias a Dios, no.
—Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?
—Sí; hasta mañana, pero sin falta.
—¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avisado.
—Vendré yo mismo.
—Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.
Y se estrecharon la mano.
—A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene lugar?
—No —dijo el banquero—, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.