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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (22 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Edmundo bajó la cabeza para no revelar a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años pare salir por todo triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de altura, pare hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse obligado, si se escape de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante pare que cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco pare llevar esta resignación hasta el suicidio.

Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vida con tanta energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba pare esta operación increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:

—Ya encontré lo que buscabais.

Faria se conmovió.

—¿Vos? —exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración—. Veamos, ¿qué encontrasteis?

—El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?

—A lo sumo.

—Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No hablo de paciencia, vos me habéis probado ya la vuestra, y yo os probaré la mía.

—Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son mis ánimos —respondió el abate—, y qué use puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice, me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser condenado.

—Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? —le preguntó Dantés—. ¿O es que os reconocéis culpable desde que me habéis encontrado?

—No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas sino con las cosas, pero según vuestro plan, tendré que habérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.

—¡Cómo! —le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa— ¡pudiendo escaparos, renunciaríais por semejante escrúpulo!

—Y vos —repuso Faria—, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y habéis huido disfrazado con su traje?

—Porque nunca se me ocurrió tal cosa.

—No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no se os ocurrió tal cosa —replicó el anciano—. Nuestro mismo instinto nos advierte que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de la línea del deber. El tigre que se alimenta de sangre, y cuyo destino es bañarse en sangre, sólo necesita que le indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra ella y la destroza. Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no creáis que son las leyes sociales las que le prohíben el asesinato, no, que son las leyes de la Naturaleza.

Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación de las ideas que habían pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma, porque hay ideas que brotan del cerebro e ideas que brotan del corazón.

—Además —añadió Faria—, en los doce años que llevo de calabozo, he recordado las fugas célebres, y aunque pocas, las que ha coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y ésas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión, y si se presenta aprovechémosla.

—A vos os ha sido fácil esperar —dijo Dantés suspirando—. Vuestra continua tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanza para consolaros.

—Tened presente que no me ocupaba sólo en eso —dijo el abate.

—Pues ¿qué hacíais?

—Escribir o estudiar.

—¿Os dan papel, tinta y plumas?

—No, pero yo me lo he hecho.

—¡Vos hacéis papel, tinta y plumas! —exclamó Dantés.

—Sí.

Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo que le decía. Faria notó esta ligera duda y le dijo:

—Cuando vengáis a mí cuarto, os enseñaré una obra completa, resultado de todos los pensamientos, reflexiones e indagaciones de toda mi vida. La había imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces yo no sospechaba siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo del castillo de If. Intitúlase mi libro
Tratado sobre la posibilidad de una sola monarquía italiana
. Formará un volumen en cuarto muy abultado.

—¿Y la habéis escrito…?

—En dos camisas. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y compacto como el pergamino.

—¿Sois también químico?

—Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.

—Pero para esa obra habréis necesitado algunos apuntes históricos. ¿Tenéis libros?

—En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet. Solamente os cito los más importantes.

—¿Sabéis muchos idiomas?

—Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.

—¿Lo estáis estudiando? —dijo Dantés.

—Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y con esto me basta.

Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en descubierto en algún punto y continuó:

—Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan voluminosa?

—He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pescadillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.

—Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? —dijo Dantés.

—En otro tiempo —contestó Faria— había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes de mi venida, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los escribo con mi sangre.

—Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? —le preguntó Dantés.

—Cuando queráis —respondió Faria.

—¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! —exclamó el joven.

—Pues seguidme —dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés le siguió.

Capítulo
XVII
El calabozo del abate Faria

D
espués de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un hombre.

El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.

—Bueno —dijo el abate—, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas.

Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.

—Observad —le dijo Faria— ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.

Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.

—Veamos —dijo al abate—. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.

Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.

El abate le preguntó:

—¿Qué queréis ver primero?

—Enseñadme vuestra obra sobre Italia.

Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.

—Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

—Sí —respondió Dantés—, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.

—Vedlas —dijo Faria.

Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y como el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.

—¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? —le preguntó Faria—. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

—En cuanto a la tinta —dijo Faria—, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.

—Pero lo que más me admira —dijo Dantés— es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.

—Disponía también de las noches —respondió el abate.

—¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?

—No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

—¿De qué modo?

—De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.

Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

—Pero ¿y el fuego?

—He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.

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