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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (23 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

—Y esto no es todo —prosiguió Faria—, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

—¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?

—Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

—Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?

—No, que yo las cosía.

—¿Con qué?

—Con esta aguja.

Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

—Sí —prosiguió Faria—, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.

Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

—¿En qué pensáis? —le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.

—Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?

—Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

—Yo no sé nada —contestó Dantés humillado por su ignorancia—, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!

El abate se sonrió.

—¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?

—Sí.

—Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?

—La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.

—Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

—Sin embargo —repuso Dantés—, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

—¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

—Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

—Veamos, contadme vuestra historia —dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

—Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

—A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

—No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.

»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán del
Faraón
?

—Sí.

—¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del
Faraón
? ¿Podía interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del
Faraón
?

—No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

—Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

—Danglars.

—¿Cuál era su empleo a bordo?

—Sobrecargo.

—Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?

—No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.

—Bien. Decidme ahora ¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?

—No, porque estábamos solos.

—¿Pudo oír alguien la conversación?

—Sí, porque la puerta estaba abierta y aún… esperad… sí… sí… Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Leclerc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

—Bien —murmuró el abate—, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?

—Nadie.

—¿Y os entregaron una misiva?

—Sí, el gran mariscal.

—¿Qué hicisteis con ella?

—La guardé en mi cartera.

—¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?

—Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.

—Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.

—Sí.

—Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?

—La tuve en la mano.

—Cuando abordasteis de nuevo al
Faraón
, ¿pudieron ver todos que llevabais una carta?

—Sí.

—¿Y Danglars también lo vio?

—También.

—Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?

—¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

—Repetídmelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

—Así decía textualmente:

Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del
Faraón
, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del
Faraón
.

El abate se encogió de hombros.

—Eso está claro como la luz del día —dijo—, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.

—¿Lo creéis así? —exclamó Edmundo—. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!

—¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?

—Cursiva, y muy hermosa.

—¿Y la del anónimo?

—Inclinada a la izquierda.

El abate se sonrió:

—Una letra desfigurada, ¿no es verdad?

—Muy correcta era para desfigurada.

—Esperad —dijo.

Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia. Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:

—¡Oh! ¡Es asombroso! —exclamó—. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!

—Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa —prosiguió el abate.

—¿Cuál?

—Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.

—¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!

—Continuemos.

—¡Oh!, sí, sí.

—Pasemos a mi segunda pregunta.

—Os escucho.

—¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?

—Sí, a un joven que la amaba.

—¿Su nombre?

—Fernando.

—Ese es un nombre español.

—Era catalán.

—¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?

—No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.

—Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.

—Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación —indicó Edmundo.

—¿No se los habíais contado a nadie?

—A nadie.

—¿Ni a vuestra novia?

—Ni a mi novia.

—Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.

—¡Oh!, ahora estoy seguro.

—Esperad un poco… ¿Conocía Danglars a Fernando?

—No… sí… ahora me acuerdo…

—¿Qué?

—La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado.

—¿Estaban solos?

—No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó…, un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho… Esperad, esperad… ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero…, papel y pluma… —murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente—. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!

—¿Queréis aún saber más? —le dijo el abate, sonriendo.

—Sí, sí; puesto que veis claro en todo, y todo lo adivináis, quiero saber por qué no he sido interrogado más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.

—¡Oh!, eso es más difícil —dijo el abate—. La policía tiene misterios casi imposibles de penetrar. Lo averiguado hasta ahora en eso de vuestros dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendréis que darme informes más exactos.

—Preguntadme, pues, porque a decir verdad, más claro veis vos en mis asuntos que yo mismo.

—¿Quién os tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?

—El sustituto.

—¿Era joven o viejo?

—Joven, como de veintisiete a veintiocho años.

—No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición —dijo el abate—. ¿Que tal se portó con vos?

—Más bien amable que severo.

—¿Se lo contasteis todo?

—Todo.

—¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?

—Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.

—¿Vuestra desgracia?

—Sí.

—¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?

—Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.

—¿Cuál?

—Quemó el único documento que podía comprometerme.

—¿Qué documento? ¿La denuncia?

—No, la carta.

—¿Estáis seguro?

—Lo vi con mis propios ojos.

—La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.

—¡Me hacéis estremecer! —dijo Dantés—. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?

—Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque decís que quemó la carta?

—Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la destruyo».

—Muy sublime es esa conducta para ser natural.

—¿De veras?

—Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?

—Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13, en París.

—¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?

—Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.

—¡Noirtier! ¡Noirtier! —murmuró el abate—. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que habéis hablado?

—Villefort es su apellido.

El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.

—¿De qué os reís?

—¿Veis ese rayo de luz? —le preguntó Faria.

—Sí.

—Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era muy bondadoso el magistrado?

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