Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta. Dijo:
—Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado…?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino; vos, señor de Château-Renaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?
—¿Qué clase de pescados son? —preguntó Danglars.
—Aquí tenéis a Château-Renaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno —respondió Montecristo—; y el mayor Cavalcanti, que es italiano, os dirá el del otro.
—Este —dijo Château-Renaud— creo que es un esturión.
—Perfectamente.
—Y éste —dijo Cavalcanti— es, si no me engaño, una lamprea.
—Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.
—¡Oh! —dijo Château-Renaud—, los esturiones se pescan solamente en el Volga.
—¡Oh! —dijo Cavalcanti—, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.
—¡Imposible! —exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.
—¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte —dijo Montecristo—. Yo soy como Nerón,
cupitor impossibilium
; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.
—¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?
—¡Oh! ¡Dios mío…!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?
—Mucho lo dudo al menos —respondió sonriéndose.
—Bautista —dijo Montecristo—, haced que traigan el otro esturión y la otra lamprea, ya sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.
Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.
Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.
—¿Y por qué habéis traído dos de cada especie…? —preguntó Danglars.
—Porque uno podía morirse —respondió sencillamente Montecristo.
—Sois un hombre maravilloso —dijo Danglars—. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una buena fortuna.
—Y sobre todo tener ideas —dijo la señora Danglars.
—¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos, les despreciaban muertos.
—Sí —dijo Debray—; pero de Ostia a Roma no hay más de seis a siete leguas.
—¡Ah!, ¡es cierto! —dijo Montecristo—; pero ¿en qué consistiría el mérito si mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada…?
Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.
—Todo es admirable —dijo Château-Renaud—; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?
—A fe mía, todo lo más —respondió Montecristo.
—¡Pues bien…!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.
—¿Qué queréis…?, me gusta el follaje y la sombra —dijo Montecristo.
—En efecto —dijo la señora de Villefort—, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.
—Sí, señora —dijo Montecristo—; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.
—En cuatro días —dijo Morrel—, ¡qué prodigio…!
—En efecto —dijo Château-Renaud—, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de Saint-Merán la puso en venta hará dos o tres años.
—El señor de Saint-Merán —dijo la señora de Villefort—; ¿pero esta casa pertenecía al señor de Saint-Merán antes de haberla comprado vos?
—Así parece —respondió Montecristo.
—¡Cómo que así parece…! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?
—No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.
—Al menos hace diez años que no se habitaba —dijo Château-Renaud—, y era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que sino hubiese pertenecido al suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido cometido algún nefasto crimen.
Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.
Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había seguido a las palabras de Château-Renaud:
—Es extraño —dijo—, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría recibido algún regalillo.
—Es probable —murmuró Villefort esforzándose en sonreír—; pero creed que yo no pienso del mismo modo que vos. El señor de Saint-Merán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado…
Esta vez fue Morrel quien palideció.
—Había una alcoba sobre todo —prosiguió Montecristo—, ¡ah, Dios mío…!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.
—¿Por qué? —preguntó Debray—, ¿por qué decís que era dramática?
—¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? —dijo Montecristo—; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.
Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.
Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados…
—¿Habéis oído? —dijo al fin la señora Danglars.
—Es preciso ir, no hay medio de evadirnos —respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.
Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio. Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.
Empezaron, en efecto, a recorrer las habitaciones amuebladas a la oriental con divanes y almohadones, camas, pipas y armas, y los salones alfombrados, los cuadros más hermosos, cuadros de los antiguos pintores; las piezas forradas de telas de la China, de caprichosos colores, de fantásticos dibujos, de maravillosos tejidos; al fin llegaron a la famosa alcoba.
Nada tenía de particular, a no ser que, aunque declinase el día, no estaba iluminada, y había permanecido intacta, cuando todas las demás habitaciones habían sido adornadas de nuevo.
Estas dos causas eran suficientes para darle un aspecto lúgubre.
—¡Oh! —exclamó la señora Villefort—, en efecto, esto es espantoso.
La señora Danglars procuró articular algunas palabras que nadie oyó.
Hiciéronse muchas observaciones, cuyo resultado fue que, en efecto, la alcoba forrada de damasco encarnado tenía un aspecto siniestro.
—¡Oh!, mirad —dijo Montecristo—, mirad qué bien colocada está esta cama, envuelta en un tono sombrío; y esos dos retratos al pastel, cuyos colores ha apagado la humedad, ¿no parecen decir con sus labios descoloridos que vieron algo horrible?
Villefort palideció; la señora Danglars cayó sobre una silla que estaba colocada junto a la chimenea.
—¡Oh! —dijo la señora de Villefort sonriendo—, ¿tenéis valor para sentaros sobre esa silla donde tal vez ha sido cometido el crimen?
La señora Danglars se levantó vivamente.
—Pues no es esto todo —dijo Montecristo.
—¿Hay más aún? —preguntó Debray, a quien la emoción de la señora Danglars no pasó inadvertida.
—¡Ah!, sí, ¿qué hay? —preguntó Danglars—; porque hasta ahora no veo nada de particular. ¿Y vos, qué pensáis de esto, señor Cavalcanti?
—¡Ah! —dijo éste—, nosotros tenemos en Pisa la torre de Ugolino, en Ferrara la prisión de Tasso, y en Rímini la alcoba de Francesca y de Paolo.
—Pero no tenéis esa pequeña escalera —dijo Montecristo abriendo una puerta perfectamente disimulada en la pared—: miradla, y decidme, ¿qué os parece?
—¡Siniestra, en verdad! —dijo Château-Renaud riendo.
—El caso es —dijo Debray—, que yo no sé si el vino de Quios produce la melancolía, pero todo lo veo triste en esta casa.
En cuanto a Morrel, desde que se habló de la dote de Valentina, se quedó triste, pensativo, y no pronunció una palabra más.
—¿No os imagináis —dijo Montecristo— a un Otelo o a un abate de Ganges cualquiera, descendiendo a pasos lentos, en una noche sombría y tempestuosa, esta escalera con alguna lúgubre carga que trata de sustraer a las miradas de los hombres, ya que no lo pudo hacer a las de Dios?
La señora Danglars casi se desmayó en los brazos de Villefort, que también se vio obligado a apoyarse en la pared.
—¡Ah! ¡Dios mío!, señora —exclamó Debray—, ¿qué os ocurre? ¡Cuán pálida estáis!
—Nada más sencillo —respondió la señora de Villefort—; porque el conde nos cuenta historias espantosas con la única intención de hacernos morir de miedo.
—Sí…, sí —dijo Villefort—; en efecto, conde, asustáis a estas señoras.
—¿Qué os ocurre? —dijo en voz baja Debray a la señora Danglars.
—Nada, nada —respondió ésta haciendo un esfuerzo—, tengo necesidad de aire y nada más.
—¿Queréis bajar al jardín? —preguntó Debray ofreciendo su brazo a la señora Danglars y adelantándose hacia la escalera falsa.
—No —dijo—, no; prefiero estar aquí.
—En verdad, señora —dijo Montecristo—, ¿es verdadero ese terror?
—No, señor —dijo la señora Danglars—; pero es que tenéis una manera de contar las cosas, que da a la ilusión un aspecto de realidad.
—¡Oh! ¡Dios mío!, sí —dijo Montecristo—, y todo eso depende de la imaginación; y si no, ¿por qué no nos habíamos de representar esta habitación como la alcoba de una honrada madre de familia? Esta cama con sus matices de púrpura, como una casa visitada por la diosa Lucina, y esta escalera misteriosa, el camino por donde, despacio, y para no turbar el sueño reparador de la paciente, pasa el médico o la nodriza, o el mismo padre, llevando en sus brazos al niño que duerme…
Esta vez la señora Danglars, en lugar de tranquilizarse al oír esta dulce descripción, lanzó un gemido y se desmayó completamente.
—La señora Danglars está enferma… —murmuró Villefort—, tal vez será preciso transportarla a su carruaje.
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—, ¡y yo que he olvidado mi pomo!
—Yo tengo aquí el mío —dijo la señora de Villefort.
Y dio a Montecristo un pomo de un licor rojo, parecido a aquel cuya bienhechora influencia ejerció sobre Eduardo, administrado por el conde.
—¡Ah! —dijo Montecristo, recibiéndolo de las manos de la señora de Villefort.
—Sí —murmuró ésta—, lo he probado siguiendo vuestras instrucciones.
—Perfectamente.
Transportaron a la señora Danglars a la alcoba contigua, Montecristo dejó caer sobre sus labios una gota de licor rojo, que la hizo volver en sí.
—¡Oh! —dijo—, ¡qué sueño tan horrible!
Villefort le apretó con fuerza el brazo, para hacerle comprender que no había soñado, Buscaron al señor Danglars, que, poco sensible a las impresiones poéticas, había bajado al jardín, y hablaba con el señor Cavalcanti padre, de un proyecto de ferrocarril de Liorna a Florencia.
Montecristo parecía desesperado; dio el brazo a la señora Danglars y la llevó al jardín, donde encontraron al señor Danglars tomando el café entre los dos Cavalcanti.