—En verdad, señora —dijo—, ¿tanto os he asustado?
—No, señor; pero sabéis que las cosas nos hacen más o menos impresión, según la disposición de ánimo en que nos encontramos.
Villefort hizo un esfuerzo para sonreírse.
—Y entonces, ya comprendéis —dijo—; basta una suposición, una…
—Sí, sí —dijo Montecristo—, creedme, si queréis, estoy persuadido de que se ha cometido un crimen en esta casa.
—Cuidado —dijo la señora de Villefort—, mirad que tenemos aquí al procurador del rey.
—¡Oh! —dijo Montecristo—, tanto mejor, y me aprovecho de esta circunstancia para hacer mi declaración.
—¿Vuestra declaración…? —dijo.
—Sí, y en presencia de testigos.
—Todo eso es muy interesante —dijo Debray—, y si hay crimen, vamos a hacer admirablemente la digestión.
—Hay crimen —dijo Montecristo—. Venid por aquí, señores; venid, señor de Villefort; venid y os haré la declaración.
Montecristo se cogió del brazo de Villefort, y al mismo tiempo que estrechaba con el suyo el de la señora Danglars, condujo al procurador del rey debajo del plátano, donde la sombra era más densa, Todos los demás convidados les siguieron.
—Mirad —dijo Montecristo—, aquí, en este mismo sitio —y daba con el pie contra la tierra—, aquí, para rejuvenecer estos árboles muy viejos ya, mandé que levantasen la tierra para que echasen estiércol; mis trabajadores, mientras estaban cavando, desenterraron un cofre, o más bien los pedazos de un cofre, que contenía un niño recién nacido; yo creo que esto no es ilusión.
Montecristo sintió crisparse sobre el suyo el brazo de la señora Danglars y estremecerse el de Villefort.
—Un niño recién nacido —repitió Debray—, ¡diablos!, eso es más serio de lo que yo creía.
—Ya veis —dijo Château-Renaud— que no me equivocaba cuando decía hace poco que las casas tenían un alma y un rostro como los hombres, y que llevan en su fisonomía un reflejo de sus entrañas. La casa estaba triste porque tenía remordimientos y tenía remordimientos porque ocultaba un crimen.
—¡Oh! ¿Quién puede asegurar que se trate de un crimen? —repuso Villefort haciendo el último esfuerzo.
—¡Cómo! ¿Un niño enterrado vivo en un jardín, no es un crimen? —exclamó Montecristo—. ¿Cómo llamáis a esa acción, señor procurador del rey?
—Pero ¿quién dice que haya sido enterrado vivo?
—Si estaba muerto, ¿para qué lo habían de enterrar aquí? Este jardín no ha sido nunca cementerio.
—¿Qué castigo tienen en este país los infanticidas? —preguntó el mayor Cavalcanti.
—¡Oh!, se les corta la cabeza —respondió Danglars.
—¡Ah!, se les corta la cabeza —repitió Cavalcanti.
—Ya lo creo… ¿no es verdad, señor de Villefort? —dijo Montecristo.
—Sí, señor conde —respondió éste con un acento que nada tenía de humano.
Comprendiendo Montecristo que ya habían sufrido bastante las dos personas para quienes había preparado esta escena, y no queriendo llevarla más lejos:
—¡Señores —dijo—, nos hemos olvidado de tomar el café!
Y condujo a sus invitados a una mesa colocada en medio de una alameda.
—En verdad, señor conde —dijo la señora Danglars—, me avergüenzo de confesar mi debilidad; pero todas estas espantosas historias me han trastornado mucho; dejadme sentar y descansar un momento, os lo ruego.
Y cayó sobre un asiento.
Montecristo la saludó y se aproximó a la señora de Villefort.
—Creo que la señora Danglars tiene necesidad otra vez de vuestro pomo —dijo.
Pero antes de que la señora de Villefort se hubiese acercado a su amiga, el procurador del rey había dicho ya, al oído de la señora Danglars.
—Es necesario que os hable.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Dónde?
—En el tribunal, si queréis, que es el sitio más seguro.
—No faltaré.
En aquel instante se acercó la señora de Villefort.
—Gracias, querida amiga —dijo la señora Danglars procurando sonreírse—, no es nada, y me siento mucho mejor.
I
ba oscureciendo; la señora de Villefort había manifestado deseos de volver a París, lo cual no se atrevió a hacer la señora Danglars, a pesar del malestar que sufría.
Al oír el deseo de su mujer, el señor de Villefort se apresuró a dar la orden de partida; ofreció un lugar en su carretela a la señora Danglars, a fin de que la cuidase su mujer. En cuanto al señor Danglars, absorto en una conversación industrial de las más interesantes con el señor Cavalcanti, no prestaba ninguna atención a lo que pasaba.
Montecristo, al pedir el pomo a la señora de Villefort, notó que el señor de Villefort se había aproximado a la señora Danglars, y guiado por la situación, adivinó lo que había dicho, aunque Villefort habló tan bajo que apenas la señora Danglars pudo oírlo. Dejó partir a Morrel, a Debray y a Château-Renaud a caballo, y subir a las dos señoras a la carretela de Villefort; por su parte Danglars, cada vez más encantado con Cavalcanti padre, le invitó a que subiese con él en su cupé.
En cuanto al hijo Cavalcanti se acercó a su tílburi que le aguardaba delante de la puerta, y cuyo caballo tenía del bocado un
groom
levantado sobre las puntas de sus pies y que afectaba las maneras inglesas.
Durante lá comida, Andrés no había hablado mucho, porque era un joven inteligente, y había experimentado naturalmente el temor de decir alguna tontería en medio de aquellos invitados ricos y poderosos, entre los cuales sus ojos no veían con gusto a un procurador del rey.
Había simpatizado con Danglars, que después de haber lanzado una mirada escudriñadora al padre y al hijo, pensó que el padre sería algún nabab que había venido a París para perfeccionar la educación de su hijo. Había contemplado con indecible complacencia el enorme diamante que brillaba en el dedo pequeño del mayor, porque éste, a fuer de hombre prudente y experimentado, temiendo que sucediese algún accidente a sus billetes de banco, los había convertido enseguida en un objeto de valor.
Después de la comida, bajo pretexto de industria y de viaje, preguntó al padre y al hijo acerca de su modo de vivir, y el padre y el hijo, prevenidos de que era en casa de Danglars donde debía serles abierto, al uno su crédito de cuarenta y ocho mil francos, y al otro su crédito anual de cincuenta mil libras, estuvieron muy amables y simpáticos con Danglars.
Había algo que de un modo especial aumentó la consideración, casi diremos la veneración de Danglars, hacia Cavalcanti. Este, fiel al principio de Horacio,
nihil admirari
, se había contentado, como se ha visto, con dar una prueba de su ciencia, diciendo en qué lago se pescaban las famosas lampreas. Había comido además su parte sin decir una sola palabra. Danglars dedujo de esto que esta especie de suntuosidades eran familiares al ilustre descendiente de los Cavalcanti, el cual se alimentaría en Luca de truchas que mandaría traer de Suiza y de langostas que le enviarían de Bretaña por medio de procedimientos semejantes a aquellos de que se había servido el conde para hacer traer lampreas del lago Fusaro, y esturiones del Volga.
Así, pues, fueron acogidas con gran satisfacción las palabras de Cavalcanti:
—Mañana, caballero, tendré el honor de haceros uña visita y hablaremos de negocios.
—Y yo, caballero —respondió Danglars—, os agradeceré sumamente esa visita.
Después de esto, propuso a Cavalcanti, si esto no le privaba del placer de estar al lado de su hijo, volverle a conducir al
Hotel des Princes
.
A lo cual Cavalcanti respondió que de algún tiempo a aquella parte su hijo llevaba la vida de joven soltero; que, por consiguiente, tenía sus caballos y su carruaje, y que no habiendo venido juntos, no veía ninguna dificultad en que se fuesen separados. El mayor subió, pues, al carruaje de Danglars, y el banquero se sentó a su lado, cada vez más encantado de las ideas de orden y de economía de aquel hombre, que destinaba sin embargo a su hijo cincuenta mil francos al año. Por lo que a Andrés se refiere, empezó a darse tono, riñendo a su
groom
, porque en lugar de venirle a buscar al pie de la escalera, le esperaba a la puerta de entrada, lo cual le había causado la molestia de andar treinta pasos más para buscar su tílbury. El
groom
recibió el sermón con humildad, cogió, para contener el caballo que pateaba de impaciencia, el bocado con la mano izquierda, entregó con la mano derecha las riendas a Andrés, que las tomó y apoyó ligeramente su bota charolada sobre el estribo.
En aquel momento sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.
El joven se volvió, creyendo que Danglars y Montecristo se habían olvidado de decirle alguna cosa, y venían a decírselo en el momento de partir.
Sin embargo, en lugar del uno o del otro, vio un rostro extraño, tostado por el sol, rodeado de una barba espesa, ojos brillantes, y una sonrisa burlona, que movía unos labios gruesos que dejaban ver dos filas de dientes blancos, unidos y salientes como los de un lobo o un chacal.
Un pañuelo de cuadros encarnados cubría aquella cabeza de cabellos canos y crespos, un chaquetón grasiento y desgarrado cubría aquel cuerpo delgado y huesoso; en fin, la mano que se apoyó sobre el hombro de Andrés, y que fue lo primero que vio el joven, le pareció de una dimensión gigantesca.
Si reconoció el joven esta fisonomía a la luz de las farolas de su tílbury, o se admiró solamente del terrible aspecto de este interlocutor, no podemos decirlo; el caso es que se estremeció y retrocedió vivamente.
—¿Qué queréis? —dijo.
—Disculpad, caballero —respondió el hombre llevando la mano a su pañuelo encarnado—; os incomodo tal vez, pero tengo que hablaros.
—No se pide limosna por la noche —dijo el
groom
haciendo un movimiento para desembarazar a su amo de este importuno.
—Yo no pido limosna, señorito —dijo el hombre desconocido al lacayo, fijándole una mirada tan irónica y una sonrisa tan espantosa que éste se apartó—; deseo tan sólo decir dos palabras a vuestro amo, que me encargó de una comisión hace quince días.
—Veamos —dijo Andrés a su vez levantando la voz para que el lacayo no notase su turbación—; ¿qué queréis? Despachad pronto.
—Quisiera… quisiera… —dijo en voz baja el hombre del pañuelo encarnado—, que me ahorraseis el trabajo de tener que volver a pie a Paris. Estoy cansado y como no he comido tan bien como tú, apenas puedo tenerme en pie.
El joven se estremeció ante semejante familiaridad.
—Pero, en fin —dijo—, veamos, ¿qué queréis de mí?
—¡Y bien!, quiero que me dejes subir en tu lindo carruaje y que me conduzcas a París.
Andrés palideció, pero no respondió.
—¡Oh!, sí, sí —dijo el hombre del pañuelo encarnado metiendo sus manos en los bolsillos y mirando al joven con ojos provocadores—; se me ha ocurrido esta idea, ¿lo has oído, querido Benedetto?
Al oír este nombre el joven reflexionó sin duda, porque se acercó al
groom
y le dijo:
—Este hombre ha sido, en efecto, encargado por mí de una comisión cuyo resultado me tiene que contar. Id a pie hasta la barrera; allí tomaréis un cabriolé, de este modo no iréis a pie hasta casa.
El lacayo se alejó sorprendido.
—Dejadme al menos acercarme a la sombra —dijo Andrés.
—¡Oh!, en cuanto a eso, yo voy a conducirte a un sitio bueno —repuso el hombre del pañuelo encarnado.
Y cogió por el bocado al caballo, conduciendo el tílbury a un sitio donde, en efecto, nadie podía presenciar el honor que le hacía Andrés.
—¡Oh!, no vayas a creer que esto lo hago por tener la gloria de ir en un lindo carruaje, no, lo hago solamente porque estoy agobiado de fatiga, y luego, porque tengo que decirte dos palabras.
—Veamos; subid —dijo el joven.
Lástima que no fuera de día, porque hubiera sido un espectáculo curioso el ver a este pordiosero sentado sobre los almohadones del tílbury junto al joven y elegante conductor del carruaje.
Andrés llevó su caballo al trote largo hasta la última casa del pueblo sin hablar con su compañero, quien, por su parte, se sonreía y guardaba silencio, como encantado de pasearse en un carruaje tan cómodo y elegante.
Una vez fuera de Auteuil, Andrés miró en derredor para asegurarse sin duda de que no podían verlos ni oírlos, y entonces, deteniendo su caballo y cruzando los brazos delante del hombre del pañuelo encarnado:
—Veamos —le dijo—, ¿por qué venís a turbarme en mi tranquilidad?
—Y tú, muchacho, ¿por qué desconfías de mí?
—¿Y por qué decís que yo desconfío de vos?
—¿Por qué…?, ¡diablo!, nos separamos en el puerto de Var, me dices que vas a viajar por el Piamonte y por Toscana, y en vez de hacerlo así, lo vienes a París.
—¿Y qué tenéis que ver con eso?
—¿Yo?, nada…; al contrario, confío en que me servirá de mucho.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Andrés—, ¿es decir, que especuláis o pensáis especular conmigo?
—¡Bueno! ¡Así me gusta, al grano, al grano!
—Pues no lo creáis, señor Caderousse, os lo advierto.
—¡Oh!, no lo enfades, chiquillo, tú bien debes saber lo que es la desgracia; la desgracia hace a los hombres celosos. Yo lo creía recorriendo el Piamonte y la Toscana, obligado a servir de
facchino
o de
cicerone
para poder comer; lo compadezco en el fondo de mi corazón, es decir, ¡te compadecía como lo hubiera hecho con mi hijo! Bien sabes, Benedetto, que yo lo he llamado siempre mi hijo y que lo he tratado como tal, y que…
—¡Adelante, adelante…!
—Paciencia, amiguito, que nadie nos persigue.
—Paciencia tengo; veamos…, acabad.
—Pues, señor, lo veo, cuando menos lo pensaba, atravesar la barrera de Bonshommes con un
groom
, con un tílbury, ¡con un traje precioso…! Dime, chico, has descubierto alguna mina o…
—En fin, como decíais, confesáis que estáis celoso…
—No, estoy satisfecho, tan satisfecho que he querido darte mi enhorabuena, chiquillo; pero, como no estaba tan bien vestido como tú, no he querido comprometerte…
—¡Vaya manera de tomar precauciones! —dijo Andrés—, ¡os acercáis a mí delante de mi criado!
—¿Y qué quieres, hijo mío? Me acerco a ti cuando puedo echarte la mano, tienes un caballo muy vivo, un tílbury muy ligero, tú eres naturalmente escurridizo como una anguila; si lo me llegas a escapar esta noche, tal vez no lo hubiera encontrado nunca.