El Conde de Montecristo (45 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Una hora habría transcurrido desde la puesta del sol, cuando Franz creyó percibir a un cuarto de milla a la derecha una sombra confusa, aunque era imposible el distinguirla bien, y temiendo que se le burlasen los marinos si tomaba por tierra firme algunas nubes flotantes, no dijo ni una palabra, pero de pronto apareció en la orilla un resplandor muy grande. La tierra parecía una nube, pero el fuego no era un meteoro.

—¿Qué luz es aquélla? —inquirió.

—¡Chist! —dijo el patrón—. Es una lumbre.

—Pero ¿no decíais que la isla estaba deshabitada?

—Dije que no tiene población fija, pero dije también que es un nido de contrabandistas.

—¿Y de piratas?

—Y de piratas —añadió Gaetano repitiendo las palabras de Franz—. Por eso di orden de que pasáramos más allá de la isla, y ya lo veis, la lumbre cae detrás de nosotros.

—Pero ese fuego —prosiguió Franz— me parece más bien un motivo de seguridad que de inquietud. No lo hubieran encendido gentes que temiesen ser descubiertas.

—¡Oh!, eso nada quiere decir —repuso Gaetano—. Si pudieseis reconocer en medio de la oscuridad la situación de la isla, veríais que es tal, que el fuego no se descubre desde la costa ni desde la Pianosa, sino desde alta mar solamente.

—Conque, según eso, ¿teméis que sea de mal agüero?

—Es preciso orientarse —repuso Gaetano fijando los ojos en aquella estrella terrestre.

—¿Y cómo?

—Vais a verlo.

A estas palabras habló Gaetano en voz baja a sus compañeros, y después de cinco minutos de discusión, ejecutaron en silencio una maniobra, con la cual viró el barco de bordo como por ensalmo. Volvieron entonces a tomar el camino que habían traído, y algunos segundos después desapareció el resplandor, sin duda a causa de las alteraciones topográficas. El piloto dio entonces nueva dirección al barquillo, que se acercó a la isla visiblemente, no distando más de cincuenta pasos. Amainó Gaetano y quedó el barco inmóvil. Esto se había ejecutado con el mayor silencio, y hasta sin pronunciar una palabra, sobre todo desde el cambio de dirección.

Gaetano, que había propuesto la expedición, tomó a su cargo la responsabilidad. Los cuatro marineros no le perdían de vista, puestos al remo y en disposición de usarlos con todas sus fuerzas, lo que no era difícil, gracias a la oscuridad. Con esa sangre fría que ya le conocemos, Franz aprestaba sus armas (que eran dos escopetas de dos cañones y una carabina), las cargaba y les ponía el seguro.

En este intervalo el patrón se había quitado su marsellés y su camisa, y asegurándose los pantalones en las caderas, sin quitarse los zapatos ni medias, que no los usaba, se puso un dedo sobre la boca, como dando a entender que guardasen profundo silencio, se deslizó al mar, nadando hacia la orilla con tanta precaución, que era imposible oír el menor ruido. Sólo con ayuda de la fosfórica estela que dejaba en el agua, se podía observar su camino. Esta estela pronto desapareció. Era evidente que el patrón había llegado a la orilla. Todos los del barco permanecieron inmóviles por espacio de media hora, al cabo de la cual vieron aparecer junto a la orilla la misma estela luminosa en dirección a ellos. Un instante después Gaetano estaba en la barca.

—¿Y bien? —le preguntaron Franz y cuatro marineros al mismo tiempo.

—Son —dijo— contrabandistas españoles, aunque hay también con ellos dos bandidos corsos.

—¿Y qué hacen esos dos bandidos corsos con los contrabandistas españoles?

—¡Toma, excelencia! —repuso Gaetano con aire de sublime caridad—, es preciso ayudarse los unos a los otros. Los bandidos se ven perseguidos con bastante frecuencia en tierra por los gendarmes o los carabineros, y entonces encuentran una barca tripulada por buenos camaradas como nosotros, a quienes pedir hospitalidad, y de quienes recibirla en su mansión flotante. ¿Quién niega protección a un pobre hombre que se ve perseguido? Le recibimos a bordo, y para mayor seguridad nos metemos en alta mar. Esto no nos cuesta nada, y le salva la vida, o la libertad por lo menos, a uno de nuestros semejantes, que el día de mañana en pago del servicio que le hemos hecho, nos indica un buen sitio para desembarcar sin que nos molesten los curiosos.

—¡Ah! ¡Ya! ¿De modo que vos mismo tenéis también algo de contrabandista, mi querido Gaetano? —le dijo Franz.

—¿Qué queréis, excelencia? —contestó con una sonrisa imposible de describir—, bueno es saber algo de todo, porque lo primero es vivir.

—Luego ¿conocéis a esa gente que ahora habita en Montecristo?

—Así, así. Los marinos somos como los francmasones, que nos reconocemos unos a otros por ciertas señales.

—¿Y creéis que no ofrece peligro nuestro desembarco?

—Ninguno. Los contrabandistas no son ladrones.

—Pero esos bandidos corsos… —murmuró Franz calculando de antemano todas las posibilidades.

—¡Vaya por Dios! —dijo Gaetano—. Ellos no tienen la culpa de ser bandidos, sino la autoridad.

—¿Qué decís?

—Desde luego. Les persiguen por haber hecho una piel, y nada más. ¡Como si el vengarse no fuera en Córcega lo más natural del mundo!

—¿Qué entendéis por haber hecho
una piel
? ¿Haber asesinado a un hombre? —dijo Franz prosiguiendo sus pesquisas.

—Haber matado a un enemigo, que es muy diferente —respondió el patrón.

—Pues bien —añadió el joven—. Vamos a pedir hospitalidad a esos contrabandistas y a esos bandidos. ¿Creéis que nos la concederán?

—De seguro.

—¿Cuántos son?

—Cuatro, excelencia, y con los dos bandidos, seis.

—Justamente el mismo número nuestro; somos seis para seis, por si esos señores se nos pusieran foscos y tuviéramos que traerlos a razones. Por última vez, vamos a Montecristo.

—Corriente, excelencia, pero nos permitiréis tomar algunas otras precauciones.

—Desde luego, amigo mío. Sed sabio como Néstor, y astuto como Ulises. Hago más que permitíroslo, os lo aconsejo.

—Pues entonces, ¡silencio! —murmuró Gaetano.

Todos se callaron.

Para un hombre observador como Franz, todas las cosas tienen su verdadero punto de vista. Esta situación, sin ser peligrosa, no carecía de cierta gravedad. Hallábase en las tinieblas más profundas, en medio del mar, rodeado de marineros que no le conocían, que no tenían ningún motivo para tenerle afecto, que sabían que llevaba en el cinto algunos miles de francos, y que muchas veces habían examinado, si no con envidia, con curiosidad al menos sus armas, que eran muy hermosas.

Por otra parte, iba a arribar, sin más ayuda que aquellos hombres, a una isla que, a pesar de su nombre religioso, no le prometía al parecer otra hospitalidad que la del Calvario a Cristo, gracias a los bandidos y a los contrabandistas. Después, la historia de aquellas barcas agujereadas en el fondo, que de día la creyó exagerada, parecióle verosímil de noche. Fluctuando, pues, entre este doble peligro, quizás imaginario, no abandonaba su mano el fusil, ni sus ojos se apartaban de aquellos hombres.

Entretanto, los marineros habían izado otra vez sus velas y vuelto a emprender su marcha. En medio de las tinieblas, a las cuales estaba ya un tanto acostumbrado, distinguía Franz el gigante de granito que la barca costeaba, y pasando en fin el ángulo saliente de una peña, pudo ver la lumbre más encendida que nunca, y sentadas a su alrededor cinco o seis personas.

El resplandor del fuego iluminaba una distancia de cien pasos mar adentro, por lo menos. Costeó Gaetano la luz, procurando que su barco no saliese un punto de la sombra, y cuando logró situarse enfrente de la lumbre, lanzóse atrevidamente al círculo formado por el reflejo, entonando una canción de pescadores, y haciéndole el coro sus compañeros. Al oír el primer verso de la canción habíanse levantado los que se calentaban, aproximándose al desembarcadero con los ojos fijos en la barca, cuya fuerza e intenciones se esforzaban indudablemente en adivinar. Pronto demostraron que el examen les satisfacía, yendo a sentarse junto a la lumbre, en que asaban un cabrito entero, a excepción de uno, que se quedó de pie en la orilla. Cuando la barca hubo llegado a unos veinte pasos de la orilla, el que estaba de pie hizo maquinalmente con su carabina el ademán de un centinela ante la fuerza armada, y gritó en dialecto sardo:

—¿Quién vive?

Franz preparó fríamente sus dos tiros.

Gaetano cruzó con aquel hombre algunas palabras, que el viajero no pudo comprender, pero que sin duda se referían a él.

—¿Quiere vuestra excelencia dar su nombre o guardar el incógnito? —le preguntó el patrón.

—No quiero que mi nombre suene para nada —contestó Franz—. Decidle que soy un francés que viaja por gusto.

Así que Gaetano hubo transmitido esta respuesta, dio una orden el centinela a uno de los hombres que estaban sentados a la lumbre, el cual se levantó acto seguido y desapareció entre las rocas.

Hubo un instante de silencio. Cada uno pensaba en sus propias cosas. Franz en su desembarco, los marineros en sus velas, los contrabandistas en su cabra, pero a pesar de este aparente descuido, se observaban unos a otros.

De repente, el hombre que se había separado de la lumbre apareció, en opuesta dirección, haciendo con la cabeza una señal al centinela, que volviéndose hacia el barco se contentó con pronunciar estas palabras:


S’accommodi
.

El s’accommodi italiano es imposible de traducir, porque significa al mismo tiempo: venid, entrad, sed bienvenido, estáis en vuestra casa, todo es vuestro. Se parece a aquella frase turca de Molière que tanto admiraba el paleto caballero (
le bourgeois gentilhomme
) por el sinnúmero de cosas que significaba.

Los marineros no se lo hicieron repetir y a los cuatro golpes de remo tocó la barca en la orilla. Saltó Gaetano el primero, volviendo a hablar brevemente con el centinela en voz baja; saltaron los marineros unos tras otros, hasta que le tocó a Franz hacer lo mismo.

Llevaba éste al hombro uno de los fusiles, Gaetano el otro, y un marinero su carabina, pero como su traje era una mezcolanza del de los artistas y del de los dandys, no inspiró ninguna sospecha.

Tras amarrar el barco a la orilla dieron algunos pasos en busca de una especie de vivaque donde se colocaron, pero sin duda el punto adonde se dirigían no era del gusto del que hizo el papel de centinela, porque gritó a Gaetano:

—Por ahí no.

Balbuceó una disculpa Gaetano, y sin insistir dirigióse a la parte opuesta, mientras dos marineros iban a encender en la hoguera antorchas para alumbrar el camino.

Anduvieron como unos treinta pasos y se detuvieron en una pequeña explanada de rocas, en que habían labrado como unos asientos, que querían parecer garitas, donde el centinela pudiera sentarse. En torno crecían en algunos trozos de tierra vegetal encinas enanas y mirtos de ramaje espeso. Por un montón de cenizas, que vio al bajar al suelo una antorcha, comprendió Franz que no era el primero que reconociese la excelencia de aquel sitio, y que debía de ser una de las guaridas habituales de los nómadas visitantes de la isla de Montecristo.

Ya había dejado de estar en alarma y en acecho. Desde que puso el pie en tierra, desde que se dio cuenta de las disposiciones, si no amistosas, indiferentes de sus huéspedes, desapareció toda su desconfianza, cambiándose en apetito con el olor de la cabra que asaban en la cercana lumbre.

Dijo algunas palabras acerca de este nuevo incidente a Gaetano, que le respondió que nada era más sencillo que comer, para quien trajese como ellos en su barco, pan, vino, seis perdices, y un buen fuego para asarlas.

—Además —añadió—, si tanto incita a vuestra excelencia el olor de la cabra, puedo ofrecer a los vecinos dos de nuestras aves por un pedazo de su asado.

—Sí, sí, Gaetano —contestó el joven—. Haced, que parecéis en verdad nacido para tratar esta clase de negocios.

Entretanto los marineros habían arrancado un buen montón de musgo, y con mirtos y encina verde encendieron una buena lumbre.

Franz, impaciente, esperaba a su negociador, olfateando la cabra, cuando aquél apareció con aire pensativo.

—Ea, ¿qué hay de nuevo? —le preguntó—. ¿Rechazan nuestra oferta?

—Al contrario —dijo Gaetano—. Su jefe, a quien han dicho que sois un joven francés, os invita a cenar.

—¡Caramba! —exclamó Franz—. ¡Qué hombre tan civilizado debe de ser ese jefe! No tengo motivos para negarme, tanto más cuanto que le llevo mi parte de bucólica.

—¡Oh!, no es eso: Tiene para cenar y aun algo más. Es que pone a vuestra entrada en su casa una condición muy singular.

—¡En su casa! ¿Ha construido una casa aquí?

—No; pero no deja por eso de tener, según se asegura, al menos, un albergue bastante cómodo.

—¿Conocéis, pues, a ese jefe?

—Por haber oído hablar de él.

—¿Bien o mal?

—De las dos maneras.

—¡Diablo! ¿Y cuál es su condición?

—Que os dejéis vendar los ojos, y que no os quitéis la venda hasta que él mismo os lo diga.

Franz sondeó cuanto le fue posible la mirada de Gaetano para conocer lo que ocultaba esta proposición.

—¡Ah! —respondió el marinero adivinando su idea—. ¡Bien sé yo que merece reflexionarse!

—¿Qué haríais vos en mi lugar? —inquirió el joven.

—Como nada tengo que perder, iría.

—¿No rechazaríais el ofrecimiento?

—No, aunque no fuera más que por curiosidad.

—¿Hay algo curioso en casa de ese jefe?

—Escuchad —dijo Gaetano bajando la voz—. Yo no sé si es cierto lo que dicen… Y se detuvo, mirando a su alrededor, por si lo escuchaban.

—¿Qué dicen?

—Dicen que ese jefe vive en una gruta que deja muy atrás al palacio Pitti.

—¡Soñáis! —exclamó Franz volviendo a sentarse.

—No es sueño —contestó el patrón—, sino realidad. Cama, el piloto del
San Fernando
, entró un día, y salió maravillado, diciendo que sólo en los cuentos de las hadas hay tales tesoros. Franz dijo:

—¿Sabéis que con esas palabras me haríais descender a las cavernas de Alí-Babá?

—Digo lo que me dicen, excelencia.

—¿De modo que me aconsejáis que acepte?

—No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante ocasión.

Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico no querría robarle a él, que sólo llevaba algunos miles de francos, y como, además, entre todo esto veía en perspectiva una cena excelente, se decidió. Gaetano fue a llevar su respuesta.

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