El Conde de Montecristo (46 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Como ya lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir todas las noticias posibles de su extraño y maravilloso anfitrión. Volvióse, pues, a un marinero que durante este diálogo se ocupaba en desplumar las perdices con mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía.

—No os inquietéis por eso —dijo el marinero—, porque conozco la embarcación que tripulan.

—¿Es buena?

—Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo.

—¿Es muy grande?

—De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho, un yate, pero construido de manera que en todo tiempo anda por el mar.

—¿Dónde lo han construido?

—Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés.

—¿Y cómo un jefe de contrabandistas —prosiguió Franz— se atreve a construir en Génova un yate con destino a su comercio?

—Yo no he dicho que él sea contrabandista —respondió el marinero.

—No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho.

—Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno.

—Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es entonces?

—Un señor muy rico que viaja por placer.

«Vamos —pensaba Franz—, con ser las relaciones diferentes, se hace más y más misterioso el personaje».

—¿Cuál es su nombre?

—Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero yo dudo que ése sea su nombre verdadero.

—¿Simbad el Marino?

—Sí.

—¿Y dónde habita ese señor?

—En el mar.

—¿De qué pueblo es?

—No lo sé.

—¿Le habéis visto?

—Algunas veces.

—¿Qué clase de hombre es?

—Vuestra excelencia juzgará por sí mismo.

—¿Y dónde va a recibirme?

—Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló.

—Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no habéis tenido nunca la curiosidad de dar con ese palacio encantado?

—Así es, excelencia —repuso el marino—, y más de una vez, pero siempre fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin encontrar la menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave, sino con una palabra mágica!

—Vamos, esto es un cuento de las
Mil y una noches
—murmuró Franz.

—Su excelencia os aguarda —dijo detrás de él una voz, que reconoció por la del centinela.

Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la tripulación del yate.

Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había dirigido la palabra. Vendáronle los ojos sin decir nada, pero con una escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese ninguna indiscreción. Luego hiciéronle jurar que no trataría de destaparse. Franz juró. Hecho esto le cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado por el centinela.

Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la cabra, que pasaba por delante del vivaque. Hiciéronle después dar como cincuenta pasos, evidentemente de la parte por donde prohibieron a Gaetano que anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera comprendió pronto que entraba en un subterráneo, y a los pocos segundos de marcha oyó un estallido y parecióle que cambiara otra vez la atmósfera, poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último, resbalaron sobre una muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de silencio, hasta que dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:

—Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo.

Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse cara a cara con un hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje tunecino, o para que se comprenda mejor, con un casquete Colorado con borla de seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones largos y anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y pantuflas amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y sujeto en él un yatagán pequeño y corvo.

El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta degenerar en lívido. Sus ojos vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus dientes, blancos como perlas, resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía un hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar después el color de los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con las manos y los pies muy pequeños, como los meridionales. Pero lo que admiró a Franz, que había tenido por sueño las exageraciones de Gaetano, fue la suntuosidad de los muebles.

Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de oro. A un lado se veía una especie de diván coronado por un trofeo de armas arabescas con vainas de plata sobredorada incrustadas de pedrería. Pendía del techo una lámpara de cristal de Venecia, preciosísima por su forma y su color, y cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies. Colgaban grandes cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz, y de la otra que daba paso a una habitación magníficamente iluminada al parecer.

El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinándole con la misma atención con que él lo examinaba todo, y sin perderle un punto de vista.

—Caballero —le dijo al fin—. Os pido mil veces que me dispenséis las precauciones tomadas para introduciros aquí, pero como esta isla está casi desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día me la encontraría sin duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por la pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de poder separarme del mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no esperaríais encontrar aquí, esto es, una cena regular y una cama bastante buena.

—A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme dis culpas —repuso Franz—. Siempre he visto que se vendaba los ojos a todos los que van a entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en
Los Hugonotes
, y en verdad que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las maravillas de las
Mil y una noches
.

—¡Ay! Tengo que deciros como Lúculo: «A esperar yo vuestra visita, hubiera hecho algunos preparativos». En fin, tal como es mi choza, tal como es mi colación, las pongo a vuestra disposición. ¿Estamos ya servidos, Alí?

Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apareciendo un negro nubio, tan negro como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el cual hizo a su amo una seña, que indicaba que podía pasar al comedor.

—Ahora —dijo el desconocido a Franz—, no sé si seréis de mi opinión, pero me parece que nada hay más desagradable que estar dos o tres horas hablando sin saber los interlocutores sus nombres respectivos. Y cuenta que yo respeto demasiado las leyes de la hospitalidad para que os pregunte vuestro nombre ni vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda dirigiros la palabra. Para proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que acostumbran a llamarme Simbad el Marino.

—Por mi parte debo deciros que como ya no me falta para estar en la misma situación de Aladino sino poseer la famosa lámpara maravillosa, no encuentro dificultad alguna en que me llaméis Aladino interinamente. Me siento tentado a creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con lo que esta nueva ficción prolongará mis quimeras.

—Pues bien, señor Aladino —dijo el anfitrión—, habéis oído que podíamos pasar a la mesa, ¿no es verdad? Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde servidor pasa delante para enseñaros el camino.

Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del joven.

Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era espléndido. Seguro ya de este punto tan importante, dirigió sus miradas a otra parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa de abandonar, era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos extremos de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con cestones en la cabeza, que contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia, granadas de Málaga, naranjas de las islas Baleares, albérchigos franceses y dátiles de Túnez.

En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí
a la gelatina
, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana.

Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba.

Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía perfectamente, recibió Simbad por ello muchas alabanzas de su convidado.

—Sí —contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena—, sí, es un pobre diablo que me quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho, al parecer, me lo agradece bastante.

Se acercó Alí a su dueño, cogióle una mano y se la besó.

—¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo hicisteis esa bella acción? —le dijo Franz.

—¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar —respondió Simbad el Marino—. Según parece, ese pillastre había rondado el serrallo del bey de Túnez más de cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque el bey le sentenció a cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el segundo y la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi servicio, por lo que esperé a que le hubiesen cortado la lengua para ir a proponer al bey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta de dos cañones que me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló, tanto deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero yo le di sobre la escopeta un cuchillo inglés de monte, con el cual había yo mellado el yatagán de su alteza, y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la cabeza, aunque a condición de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que el infiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en seguida en la cala, y no hay medio de hacerle salir de allí hasta que no se haya perdido de vista la tercera parte del mundo.

Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué debería pensar de la frialdad horrible con que su anfitrión acababa de contarle aquella cruel historia.

Luego, cambiando de tema, dijo:

—¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuyo nombre lleváis?

—Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo cumplir —dijo sonriendo el desconocido—. Muchos tengo hechos como éste, que espero en Dios que se cumplan.

Aunque Simbad pronunció estas palabras con la mayor sangre fría, sus ojos despidieron un fulgor extraño de ferocidad.

—¿Habéis sufrido mucho, caballero? —le dijo Franz.

Simbad se estremeció y le miró fijamente.

—¿Por qué lo sospecháis? —le preguntó.

—Por todo —contestó Franz. Por vuestra voz, por vuestras mira das, por vuestra palidez, y hasta por esta clase de vida que lleváis.

—¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que haya gozado un hombre! ¡Una vida de pachá! Soy el rey del mundo. Me agrada un sitio, permanezco en él; me desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y como ellos tengo alas. A una señal me obedecen todos los que me rodean. En ocasiones me entretengo en burlar a la policía de los hombres, quitándole un bandido que busca o un criminal que persigue. Además, tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin papelotes ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar algún proyecto gigantesco!

—Una venganza, por ejemplo —dijo Franz.

El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón humano.

—¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? —le preguntó.

—Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad, tienen que arreglar cuentas con ella —repuso Franz.

—Pues bien —repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extraña que sólo dejaba entrever sus dientes blancos y afilados—. Pues bien, no acertáis. Tal como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un día iré a París a hacer sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul.

—¿Será la primera vez que hagáis ese viaje?

—¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que no he tenido la culpa de tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré.

—¿Y pensáis hacerlo pronto?

—Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy inciertas.

—Quisiera estar allí cuando vos vayáis, para pagaros en la manera que me fuese posible esta hospitalidad tan generosa que me dais en la isla de Montecristo.

—Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación —repuso Simbad—, si no tuviera que guardar el incógnito en París.

La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente los honores a ella, el marino apenas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las estatuas.

Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse.

—¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? —le preguntó éste.

—Os lo confieso.

—Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosia que Hebe servía a Júpiter.

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