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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (115 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después entró Villefort.

—Caballero —dijo la señora de Saint-Merán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de faltar tiempo—, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?

—Sí, señora —respondió Villefort—, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.

—¿Vuestro yerno es el señor Franz d’Epinay?

—Sí, señora.

—¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?

—Ese mismo.

—¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?

—Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre —dijo Villefort—; el señor d’Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al menos.

—¿Es un buen partido?

—Bajo todos los conceptos.

—¿El joven…?

—Goza de general consideración.

—¿Es decoroso?

—Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.

Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.

—¡Y bien!, caballero —dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint-Merán—, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.

—¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! —exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.

—Yo sé lo que me digo —repuso la marquesa—; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.

—¡Ah!, señora —dijo Villefort—, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había perdido a la suya?

—Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.

Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.

—Se hará como deseáis, señora —dijo Villefort—, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d’Epinay a París…

—Mamá —dijo Valentina—, las murmuraciones, el luto reciente…, ¿queréis, en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?

—Hija mía —interrumpió vivamente la abuela—, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.

—¡Siempre esa idea de muerte!, señora —replicó Villefort.

—¡Siempre…! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero conocerle, en fin, sí! —prosiguió la anciana con una expresión espantosa—, para venir a buscarle desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.

—Señora —dijo Villefort—, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que casi rayan en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.

—¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! —dijo Valentina.

—Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.

Valentina lanzó un grito.

—Era la fiebre que os agitaba —dijo Villefort.

—Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.

—¡Oh, abuelita, era un sueño!

—No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.

—¿Pero no visteis a nadie?

—Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?

—¡Oh, señora! —dijo Villefort aterrado—, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar…

—¡Jamás, jamás, jamás! —dijo la marquesa—. ¿Cuándo vuelve el señor d’Epinay?

—Le estamos esperando de un momento a otro.

—Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos. Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.

—¡Oh, madre mía! —murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela—; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!

—¡Un médico! —dijo la abuela encogiéndose de hombros—, no sufro; tengo sed.

—¿Qué bebéis, abuelita?

—Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.

Esta llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.

La marquesa se bebió la naranjada.

En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:

—¡Un notario! ¡Un notario!

El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.

La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la señora de Saint-Merán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.

Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de Château-Renaud; pero Morrel era de origen plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de Saint-Merán para con todos los que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces todo se habría perdido.

Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint-Merán dormía con un sueño agitado y febril.

En este momento anunciaron al notario.

Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint-Merán se incorporó en la cama.

—¡El notario! —dijo—, ¡que venga! ¡Venga!

El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.

—Vete, Valentina —dijo la señora de Saint-Merán—, y déjame con el señor.

—Pero, madre mía…

—Anda, anda.

La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.

En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.

Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la vida de su hija.

—¡Oh! —dijo Valentina—, querido señor de Avrigny, os esperábamos con impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?

Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.

El señor de Avrigny se sonrió tristemente.

—Luisa, muy bien —dijo—; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según creo —dijo—. No será vuestro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra imaginación a los placeres del campo.

Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.

—No —dijo—, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha sucedido.

—No sé nada —respondió el señor Avrigny.

—¡Ay! —dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas—, ¡mi abuelo ha muerto!

—¿El señor de Saint-Merán?

—Sí.

—¿De repente?

—De un ataque de apoplejía fulminante.

—¿De una apoplejía? —repitió el médico.

—Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.

—¿Dónde está?

—En su cuarto, con el notario.

—¿Y el señor Noirtier?

—Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.

—Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?

—Sí —dijo Valentina suspirando—, él me ama mucho.

—¿Quién no os amaría?

Valentina se sonrió tristemente.

—¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?

—Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.

—Es singular —dijo el doctor—, yo no sabía que la señora de Saint-Merán estuviera sujeta a esas alucinaciones.

—Es la primera vez que la he visto así —dijo Valentina—, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.

—Vamos a ver —dijo el señor de Avrigny—, me parece muy extraño todo lo que me estáis diciendo.

El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.

—Subid —dijo al doctor.

—¿Y vos?

—¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y como decís, yo misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.

El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.

No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.

Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.

Entonces esta voz llegó más claramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.

Capítulo
XX
La promesa

E
ra Morrel, en efecto, que, desde la víspera, no vivía ya; con ese instinto particular de los amantes y de las madres, había adivinado que, a consecuencia de la vuelta de la señora de Saint-Merán y de la muerte del marqués, iba a ocurrir algo en casa de Villefort que afectaría a su amor.

Como se verá, sus presentimientos se habían realizado, y ya no era una simple inquietud lo que le llevó tan preocupado y tembloroso a la valla.

Pero Valentina no estaba prevenida de la visita de Morrel; no era aquella la hora en que solía venir, y fue una pura casualidad, o si se quiere mejor, una feliz simpatía la que le condujo al jardín.

En cuanto se presentó en él, Morrel la llamó; ella corrió a la valla.

—¿Vos a esta hora? —dijo.

—Sí, pobre amiga mía —respondió Morrel—; vengo a traer y a buscar malas noticias.

—¡Esta es la casa de la desgracia! —dijo Valentina—; hablad, Maximiliano; pero os aseguro que la cantidad de dolores es bastante crecida.

—Escuchadme, querida Valentina —dijo Morrel procurando contener su emoción para poderse explicar—, os lo suplico, porque todo lo que voy a decir es solemne: ¿cuándo piensan casaros?

—Escuchad —dijo a su vez Valentina—, no quiero ocultaros nada, Maximiliano. Esta mañana se ha hablado de mi boda, y mi abuela, con la que contaba yo como un poderoso aliado, no solamente se ha declarado a su favor, sino que la desea hasta tal punto, que en cuanto llegue el señor d’Epinay será firmado el contrato.

Un suspiro ahogado exhalóse del pecho del joven, y la miró tristemente.

—¡Ay! —dijo en voz baja—, terrible es oír decir tranquilamente a la mujer que se ama: el momento de vuestro suplicio está fijado, será dentro de algunas horas. Pero no importa, es menester que sea así, y por mi parte no pondré la menor resistencia. ¡Pues bien!, puesto que, según decís, no se espera más que al señor d’Epinay para firmar el contrato, puesto que vais a ser suya al otro día de su llegada, mañana lo seréis, porque ha llegado a París esta mañana.

Valentina lanzó un grito.

—Me hallaba yo en casa de Montecristo hace una hora —dijo Morrel—; hablábamos, él del dolor de vuestra casa, y yo del vuestro, cuando de repente paró un carruaje en el patio. Escuchad: hasta entonces no creía yo en los presentimientos, Valentina; mas ahora conviene que crea en ellos; al ruido del carruaje me estremecí; pronto se oyeron pasos en la escalera; los retumbantes pasos de la estatua del comendador no asustaron tanto a don Juan como me aterraron a mí éstos. Al fin se abrió la puerta, y Alberto de Morcef entró primero, y ya iba yo a dudar de mí mismo, iba a creer que me había equivocado, cuando entró detrás de él un joven, a quien el conde saludó, exclamando:

—¡Ah, señor Franz d’Epinay!

Reuní todas mis fuerzas y todo mi valor para contenerme. Me puse pálido, encarnado; pero seguramente me quedé con la sonrisa en los labios; cinco minutos después salí sin haber oído una palabra de lo que había pasado; ¡estaba loco!

Valentina murmuró:

—¡Pobre Maximiliano!

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