El Conde de Montecristo (41 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Morrel se sonrió con tristeza.

—Bien sabéis, caballero —contestó—, que en el comercio no hay amigos, sino socios.

—Es cierto —murmuró el inglés—. ¿Luego no tenéis más que una esperanza?

—Una sola.

—¿Que es la última?

—La última.

—De suerte que si os sale defraudada…

—¡Estoy perdido, caballero, completamente perdido!

—Cuando yo me dirigía a vuestra casa, entraba un buque en el puerto.

—Ya lo sé. Un joven que me ha permanecido fiel, a pesar de mi desgracia, pasa mucha parte del día en un mirador de esta casa, con la idea de poder traerme alguna buena noticia. Por él me enteré de que había llegado ese navío.

—¿Y no es el vuestro?

—No, es
La Gironda
, buque bordelés, que viene también de la India, como el mío.

—Tal vez haya visto al
Faraón
y os traiga noticias suyas.

—¿Queréis que os diga una cosa, caballero? Casi tanto temo saber noticias de mi bergantín, como estar en incertidumbre… la incertidumbre encierra algo de esperanza.

Luego añadió el señor Morrel con voz sorda:

—Esta tardanza no es natural.
El Faraón
salió de Calcuta el 5 de febrero, hace más de un mes que debía haber llegado.

—¿Qué es eso? —dijo el inglés aplicando el oído—. ¿Qué es ese barullo?

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? —exclamó Morrel, palideciendo.

En efecto, en la escalera se oía un ruido extraordinario, gentes que iban y venían y hasta lamentos y suspiros. Levantóse Morrel para abrir la puerta, pero le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su sillón. Los dos hombres estaban frente a frente. Morrel temblando de pies a cabeza, el extranjero mirándole con profunda compasión. Aunque había cesado el ruido, Morrel al parecer aguardaba alguna cosa. En efecto, el ruido debía tener su causa y además un resultado. Al extranjero le pareció oír que subían muy quedito la escalera, y que los pasos, que eran como de muchas personas, se paraban en el descansillo.

Alguien introdujo una llave en la cerradura de la primera puerta, cuyos goznes se oyeron rechinar.

—Sólo dos personas tienen la llave de esa puerta: Cocles y Julia —murmuró el naviero.

Al mismo tiempo abrióse la segunda puerta, apareciendo la joven, pálida y bañada en llanto. Morrel se levantó temblando de su asiento, teniendo que apoyarse en el brazo de su sillón para no caer. Quería preguntar, pero le faltaba la voz.

—¡Oh, padre mío! —dijo la joven juntando las dos manos—, perdonad a vuestra hija el ser portadora de una triste nueva.

Morrel palideció intensamente y Julia se echó en sus brazos.

—¡Oh, padre mío! ¡Padre mío! —murmuraba—. ¡Valor!

—¿De modo que
El Faraón
se ha perdido? —balbuceó Morrel.

La joven no respondió, pero con la cabeza, que reclinaba en el seno de su padre, hizo una señal afirmativa.

—¿Y la tripulación? —inquirió Morrel.

—Se ha salvado —respondió la joven—. La ha salvado el navío bordelés que acaba de llegar.

El bueno del señor Morrel levantó las manos al cielo, con un sublime ademán de gratitud y resignación.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. Al menos sólo me herís a mí con este golpe.

No obstante su impasibilidad, el inglés se sintió afectado por la escena; una lágrima humedeció sus ojos.

—Entrad —añadió Morrel—, entrad, pues me presumo que estáis todos a la puerta.

En efecto, pronunciadas apenas estas palabras, apareció sollozando la señora Morrel, seguida de Manuel. En el fondo de la antecámara se percibían las rudas facciones de siete a ocho marineros medio desnudos.

La vista de estos hombres hizo estremecerse al inglés. Dio un paso como para salirles al encuentro, pero se detuvo, ocultándose, por el contrario, en el rincón más oscuro del gabinete. La señora Morrel fue a sentarse en el sillón, cogiendo una de las manos de su marido, mientras Julia reclinaba la cabeza sobre el pecho de su padre. Manuel se había quedado en medio de la estancia, como lazo que uniese a la familia de Morrel y a los marineros de la puerta.

—¿Cómo sucedió? —preguntó el naviero.

—Acercaos, Penelón —dijo el joven—, y contadnos cómo ocurrió la desgracia.

Un marinero viejo, tostado por el sol del ecuador, adelantóse dando vueltas entre sus manos a los restos de su sombrero.

—Buenos días, señor Morrel —dijo, como si hubiera salido de Marsella la víspera o si llegase de Aix o de Tolón.

—Buenos días, amigo —contestó Morrel, no pudiendo menos de sonreírse, a pesar de sus lágrimas—. Pero ¿dónde está el capitán?

—Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

—Está bien… Hablad ahora, Penelón.

Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

—Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?».

»Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

—¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

—Yo también opino lo mismo —me respondió el capitán—, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto… ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!

»Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

—Bueno —dijo el capitán—, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

—Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

—¿Qué es eso, compadre Penelón? —me dijo el capitán—. ¿Por qué mueves la cabeza?

—Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

—Me parece que tienes razón, perro viejo —me contestó—; vamos a tener una bocanada de aire.

—¡Ah, capitán! —le respondí—. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

»Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón. Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.

—¡Cada cual a su puesto! —gritó el capitán—. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!

—Poco era eso aún para aquellos sitios —dijo el inglés—. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

—Hicimos otra cosa, caballero —le contestó con algún respeto—. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

—Muy viejo era el buque para atreverse a tanto —dijo el inglés.

—Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

—Penelón, viejo mío —me dijo el capitán—, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

—Dile el timón, bajé en efecto… ya había tres pies de agua… Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! —aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

»¡Ah! —dije al cabo de cuatro horas de trabajo—, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.

—¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? —me dijo el capitán—. Espera, espera un poco.

—Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

—Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

—Bien hecho —dijo el inglés.

—Nada hay que reanime tanto como las buenas razones —prosiguió el marinero—, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco…, ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

—Vamos —dijo el capitán—, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha, ¡pronto!

—Habéis de saber, mi amo —dijo Penelón—, nosotros queríamos mucho al
Faraón
, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto!». No se engañaba el pobre
Faraón
. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

»En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

»El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

»Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último…, ¡adiós, mundo…! ¡Prrrrrrum…! ¡Adiós,
Faraón
!

»En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber…, como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a
La Gironda
. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

—Bien, amigos míos —dijo el señor Morrel—, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?

—¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

—Al contrario, hablemos —repuso el naviero con una triste sonrisa.

—Pues bien se nos deben tres meses —añadió Penelón.

—Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos —prosiguió Morrel—, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de gratificación, pero estos tiempos son muy malos, amigos míos, y no me pertenece el poco dinero que me queda. Perdonad, y no por eso me queráis menos.

Penelón hizo un gesto de enternecimiento y volviéndose a sus compañeros, cambió con ellos algunas frases.

—En cuanto a eso, señor Morrel —añadió luego, trasladando al otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero—, en cuanto a eso…

—¿A qué?

—Al dinero…

—Y bien, ¿qué?

—Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

—¡Gracias, amigos míos, gracias! —exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma—. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.

Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

—¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? —murmuró con voz ahogada—. ¿Estáis descontento de nosotros?

—No, hijos míos —contestó Morrel—, sino todo lo contrario. No os despido…, pero… ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

—¿Que no tenéis barcos? —dijo Penelón—. Pues construiréis otros…, esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

—No tengo dinero para construir otros, Penelón —repuso Morrel con su melancólica sonrisa—; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

—Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre
Faraón
, navegar a palo seco.

—Callad, callad, amigos míos —respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción—. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos —añadió—, y haced que se cumplan mis deseos.

—¿Volveremos a vernos, señor Morrel? —dijo Penelón.

—Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.

E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

—Ahora —dijo el armador a su mujer y a su hija—, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

Los dos hombres quedaron a solas.

—Ea, caballero —dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón—, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

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