El Conde de Montecristo (54 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Sin el que yo preparo y con el cual no cuentan —prosiguió el
transtevere
.

—Amigo mío, permitidme deciros —prosiguió el hombre de la capa—, que me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.

—Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no hiciese algo por ese valiente muchacho.

—¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos…

—Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la escolta, y le libertaremos.

—Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proyecto vale mucho más que el vuestro.

—¿Y cuál es vuestro proyecto, excelencia?

—Daré dos mil piastras a una persona que yo sé y que obtendrá que la ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.

—¿Estáis seguro de obtener buen éxito?

—¡Diantre! —dijo en francés el hombre de la capa.

—¿Qué decís? —preguntó el
transtevere
.

—Digo, querido, que más he de hacer yo con mi oro que vos y toda vuestra gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y veréis.

—Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.

—Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he de obtener la dilación indicada.

—No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os queda más día que mañana.

—¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.

—¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?

—De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.

—Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?

—Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré. Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia a Pepino, para que no se vaya a morir de miedo o a volverse loco de desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.

—Escuchad, excelencia —dijo el aldeano—, os profeso un gran afecto, bien lo sabéis, ¿no es así?

Así lo creo al menos.

—¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será obediencia.

—Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese día será el que lo necesite.

—Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como yo os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo, no tendréis más que escribirme: «Haz esto», y lo haré, a fe de…

—¡Callad! —dijo el desconocido—, oigo ruido.

—Son viajeros que visitan el Coliseo.

—Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría perder un poco de mi crédito.

—¿Conque si conseguís la prórroga…?

—El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.

—¿Y si no?

—Tres colgaduras amarillas.

—¿Y entonces…?

—Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y yo estaré allí para veros maniobrar.

—Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.

Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores. Un segundo después, Franz oyó resonar su nombre en aquellas bóvedas. Era Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba ya en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.

De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra a oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la atención desde la primera vez que la oyera para que pudiese resonar alguna vez en su presencia sin que la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas, había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el Marino.

En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo; además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde. Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado ya sus precauciones para la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.

Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era «Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.

Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de
Lucia di Lammermoor
, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuya orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra
elegancia
: después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no había tenido ni lo que se llama una sola aventura.

Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero, desgraciadamente, nada de esto había sucedido. Las encantadoras condesas genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo, ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no haya regla s in excepción.

Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde había pasado.

Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella apertura.

Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.

Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el carnaval en algún balcón de príncipe.

Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos. Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.

Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia él dijo:

—¿Conocéis acaso a esa dama?

—Sí, ¿qué os parece?

—Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es francesa?

—No, veneciana.

—¿Y se llama?

—La condesa G…

—¡Oh!, la conozco de nombre —exclamó Alberto—. Aseguran que además de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?

—¿Queréis que repare esa falta? —preguntó Franz.

—¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?

—He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero, bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.

En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.

—¡Vaya! ¡Me parece que estáis en buena armonía! —dijo Alberto.

—Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la intimidad de las personas por lo expresivo de los cumplimientos. Hemos simpatizado la condesa y yo, pero eso es todo.

—¿Simpatía de alma? —preguntó con una sonrisa Alberto.

—No, de carácter —respondió gravemente Franz.

—¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tal simpatía?

—En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.

—¿A la luz de la luna?

—Sí.

—¿Solos?

—Casi.

—Y hablasteis…

—De los muertos.

—¡Ah! —exclamó Alberto—, pues entonces la conversación no dejaría de ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré sino de los vivos.

—Y tal vez haréis más.

—Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.

—Tan pronto como se baje el telón.

—¡Cuán largo es este diablo de primer acto!

—Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta admirablemente.

—Sí, ¡pero qué talle…!

—La Spech está sumamente dramática.

—Sí, no lo discuto, pero ya conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la Malibrán…

—¿No os parece excelente el método de Moriani?

—No me gustan los morenos que cantan rubio.

—Amigo mío —dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba mirando con los anteojos—, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.

Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, a hizo observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba la condesa. Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.

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