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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (58 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Franz, Alberto y el conde continuaron bajando por la calle del Corso. A medida que se acercaban a la plaza del Popolo, la turba era cada vez más espesa, y por encima de las cabezas de aquella multitud veíanse elevarse dos cosas: el obelisco rematado por una cruz que indica el centro de la plaza, y delante del obelisco, justamente en el punto de correspondencia visual de las tres calles del Babuino, del Corso y de Ripetta, los dos terribles potros del patíbulo, entre los cuales brillaba el hierro de la
Mandaia
. Junto a la esquina, encontraron al mayordomo del conde que esperaba a su señor. El balcón, alquilado a un precio exorbitante sin duda, pertenecía al segundo piso del gran palacio situado entre la calle del Babuino y el monte Pincio. Era una especie de gabinete de tocador que comunicaba con una alcoba, de manera que los que estuviesen en el gabinete quedaban perfectamente independientes. Sobre las sillas se habían colocado trajes de payaso, de seda blanca y azul, de los más elegantes.

—Como me dijisteis que eligiera los trajes —dijo el conde a los dos amigos—, os he hecho preparar éstos. En primer lugar, será lo que más se lleve este año; en segundo, son los más adecuados y cómo dos para recibir las descargas de
confetti

Franz no oyó bien las palabras del conde, y no apreció tal vez como debía aquel nuevo servicio, pues toda su atención se concentraba en el espectáculo que presentaba la plaza del Popolo y en el instrumento terrible que entonces resultaba su principal adorno.

Aquélla era la primera vez que Franz veía una guillotina, porque la
Mandaia
romana tiene casi la misma forma que nuestro instrumento de muerte. La cuchilla es un semicírculo que corta por la parte convexa, pero cae de menos altura.

Mientras tanto, dos hombres sentados sobre la plancha donde tienden al condenado, se hallaban almorzando y comían, según podía alcanzar la vista de Franz, pan y salchicha; uno de ellos levantó la plancha, sacó un frasco de vino, bebió un trago y pasó el frasco a su compañero. Estos dos hombres eran los ayudantes del verdugo. Esta sola escena bastó para que Franz se sintiera horrorizado.

Los condenados, que habían sido transportados el día antes por la noche, desde las cárceles nuevas a la reducida iglesia de Santa María del Popolo, habían pasado la noche asistidos cada uno de ellos por un sacerdote, en una capilla cerrada por una reja, delante de la cual se paseaban los centinelas, que de hora en hora se relevaban. Dos filas de carabineros colocados a cada lado de la puerta, se extendían hasta el patíbulo, a cuyo alrededor iban formando un círculo, dejando libre un camino de dos pies de ancho, y en torno a la guillotina, un espacio de cien pasos de circunferencia.

El resto de la plaza estaba abarrotado de hombres y de mujeres. Muchas de éstas sostenían a sus hijos sobre sus hombros, y estos niños que dominaban la turba, estaban admirablemente colocados.

El monte Pincio parecía un vasto anfiteatro, cuyas gradas estuviesen llenas de espectadores. Los balcones de las dos iglesias que formaban la esquina de las calles de Babuino y de Ripetta, estaban ya llenos de curiosos privilegiados. Los escalones de los peristilos semejaban una ola movible y de varios colores, que empujaba hacia el pórtico una incesante marea. Cada ángulo saliente de la pared capaz de sostener a un hombre tenía su estatua viviente. Era verdad lo que decía el conde. Lo más curioso que hay en la vida es el espectáculo de la muerte. Y sin embargo, en lugar del silencio que parecía exigir la solemnidad del espectáculo, un gran ruido reinaba en aquella turba, informe mezcolanza de risas, silbidos y gritos de gozo. Era evidente, como había dicho el conde, que aquella ejecución no significaba para todo el pueblo más que el principio del Carnaval.

De pronto este ruido cesó como por encanto, la puerta de la iglesia acababa de abrirse. Apareció una cofradía de penitentes, cada miembro de la cual vestía un saco gris con dos agujeros para los ojos únicamente y con un cirio encendido en la mano. El jefe de la cofradía iba al frente de la misma. Detrás de los penitentes iba un hombre de elevada estatura. Este hombre estaba desnudo, excepto un calzón de lienzo que le cubría de medio cuerpo abajo, y unas sandalias atadas a sus piernas por unas toscas cuerdas. De su cintura colgaba un enorme cuchillo oculto en su correspondiente vaina, y su hombro derecho sostenía una pesada maza de hierro; era el verdugo.

Detrás de éste, marchaban, en el orden que debían ser ejecutados, primero Pepino, en seguida Andrés, acompañado cada uno de un sacerdote. Ni uno ni otro iban con los ojos vendados. Pepino caminaba con paso firme, porque sin duda había sido prevenido de lo que debía acontecer. Andrés iba sostenido por un sacerdote, y ambos besaban de vez en cuando el crucifijo que les presentaba su confesor.

Al ver esto, Franz sintió que le flaqueaban las piernas; miró a Alberto. Estaba pálido como su camisa y con un movimiento maquinal arrojó lejos de sí su cigarro, a pesar de no haberlo fumado más que hasta lá mitad. El conde era el único que parecía impasible, antes bien, un ligero tinte sonrosado había cubierto sus mejillas de intensa palidez.

Su nariz se dilataba como la de un animal feroz que huele la sangre, y sus labios, ligeramente abiertos, dejaban ver sus dientes blancos, pequeños y agudos como los de un chacal. Y no obstante, a pesar de todo esto, su fisonomía brillaba con una expresión de dulzura que Franz no había aún advertido. Sus ojos negros tenían sobre todo una expresión de bondad indescriptible.

Los dos condenados, entretanto, continuaban andando hacia el patíbulo, y a medida que avanzaban, podíanse distinguir sus facciones. Pepino era un buen mozo, de veinticuatro a veintiséis años, de tez tostada por el sol, de mirada franca y orgullosa al mismo tiempo. Andaba con la cabeza erguida, y la agitaba en diferentes direcciones, como para ver de qué lado vendría su libertador. Andrés era grueso y rechoncho, su cara, de una vileza cruel, no indicaba la edad. Sin embargo, podría tener unos treinta años. En la prisión había dejado crecer su barba. Su cabeza caía sobre uno de sus hombros, y sus piernas se doblegaban bajo su peso; todo su ser parecía obedecer a un movimiento maquinal en el cual no entraba ya para nada su voluntad.

—Si no recuerdo mal —dijo Franz al conde—, creo que me anunciasteis que no habría más que una ejecución.

—Os he dicho la verdad —respondió el conde fríamente.

—Sin embargo, dos son los condenados.

—Sí, pero esos dos condenados, el uno pronto va a morir, y al otro le quedan todavía largos años de vida y de perdón.

—Pues me parece que si ha de venir, no tiene tiempo que perder.

—Mirad, pues justamente ahí viene. Mirad —dijo el conde.

En efecto, en el momento en que Pepino llegaba al pie de la Mandaia, un penitente que parecía haberse retardado, atravesó por entre las dos filas sin que los soldados le opusiesen ningún obstáculo, y adelantándose hacia el jefe de la cofradía, le entregó un papel plegado en cuatro dobleces. La ardiente mirada de Pepino no había perdido ninguno de estos detalles. El jefe de la cofradía desdobló el papel, lo leyó y levantó la mano.

—El Señor sea bendecido y Su Santidad sea loada —dijo en alta e inteligible voz—; hay perdón de la vida para uno de los reos.

—¡Perdón! —exclamó el pueblo a un solo grito—. ¿Hay perdón?

Al oír la palabra de perdón, Andrés pareció saltar y levantar la cabeza.

—Perdón, ¿para quién? —gritó.

Pepino permaneció inmóvil, mudo y jadeante.

—Hay perdón de pena de muerte para Pepino, llamado
Rocca-Priori
—dijo el jefe de la cofradía, y pasó el papel al capitán que mandaba los carabineros, el cual, después de haberlo leído, se lo devolvió.

—¡Perdón para Pepino! —exclamó Andrés, saliendo del sopor en que parecía estar sumido—. ¿Por qué perdón para él y no para mí? Debíamos morir juntos, me habían prometido que moriría antes que yo, no tienen derecho a hacerme morir solo, ¡no quiero morir solo, no quiero!

Y diciendo esto se agarró a los brazos de los dos sacerdotes, retorciéndose, dando alaridos, rugiendo y haciendo esfuerzos insensatos para romper las cuerdas que le ligaban las manos. El verdugo hizo señal a sus dos ayudantes, que bajaron del cadalso y se apoderaron del reo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Franz, pues como todo esto se decía en lengua italiana, no había comprendido muy bien.

—¿No lo adivináis? —dijo el conde—. Ha ocurrido que esa criatura humana que va a morir está furiosa porque su semejante no muere con ella, y que si a dejasen le desgarraría con sus uñas y con sus dientes más bien que dejarle gozar de la vida de que ella misma se va a ver privada. ¡Oh, los hombres!, raza de cocodrilos, como dice Karl Moor —exclamó el conde extendiendo los puños hacia toda la turba—, ¡qué bien se os conoce en eso, y qué dignos sois en todo tiempo de vosotros mismos!

Entretanto Andrés y los dos ayudantes del verdugo se revolcaban por el suelo, mientras que el condenado seguía gritando: «Debe morir, quiero que muera, no tienen derecho para matarme a mí solo».

—Observad —continuó el conde cogiendo a cada uno de los jóvenes por la mano—. Mirad, porque a fe mía es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse, ¿y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación…?, el que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él. Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero, y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley, el amor al prójimo, el hombre a quien ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia. ¡Oh!, ¡honor al hombre, a esa obra maestra de la naturaleza, a ese rey de la creación!

Dicho esto, el conde empezó a reír, pero con una risa terrible, feroz, que indicaba haber sufrido horriblemente para conseguir reír de aquella manera.

Sin embargo, la lucha continuaba, y era algo espantoso. Los dos ayudantes llevaban a Andrés al patíbulo; todo el pueblo había tomado partido contra él y veinte mil voces gritaban a un tiempo: «¡Muera!, ¡muera!». Franz se retiró, pero el conde le cogió por el brazo y le retuvo delante de la ventana.

—¿Qué hacéis? —le dijo—. ¿Os compadecéis de él? Si oyeseis ladrar a un perro rabioso, tomaríais vuestra escopeta, saldríais a la calle, mataríais sin misericordia a boca de jarro al pobre animal, que al fin y al cabo no sería culpable más que de haber sido mordido por otro perro, y devolver lo que le habían hecho, y ahora tenéis piedad de un hombre a quien ningún otro hombre ha mordido y que, no obstante, después de haber asesinado vilmente a su bienhechor, no pudiendo ya ahora matar a nadie porque tiene las manos atadas, quiere a toda fuerza ver morir a su compañero de cautiverio, ¡a su camarada de infortunio! ¡No, no, mirad, mirad!

Aquella recomendación era ya inútil. Franz estaba como fascinado por el horrible espectáculo. Los dos ayudantes habían llevado el condenado al patíbulo, y allí, a pesar de sus esfuerzos, de sus mordiscos, de sus gritos, le habían obligado a ponerse de rodillas. Durante este tiempo, el verdugo se había colocado a su lado con la maza levantada. Entonces, a una señal, los dos ayudantes se separaron. El condenado quiso volverse a levantar, pero antes que hubiese tenido tiempo para ello, desplomóse la maza sobre su sien izquierda, oyóse un ruido sordo y seco, y el paciente cayó como un buey, con el rostro contra el suelo, después se volvió de espaldas por el choque. Entonces el verdugo dejó caer su maza, sacó el cuchillo de su cinturón, le abrió la garganta de un solo tajo y subiendo en seguida sobre su vientre, se puso a patearlo con sus pies.

A cada golpe, un chorro de sangre se escapaba del cuello del condenado. Franz no pudo tenerse en pie, se retiró vacilando y fue a caer casi desmayado sobre un sillón. Alberto, con los ojos cerrados, permaneció de pie, pero asido a las cortinas del balcón, sin cuyo apoyo seguramente se habría desplomado. El conde estaba en pie y triunfante como un ángel malo.

Capítulo
XIII
El carnaval de Roma

A
l recobrar Franz el conocimiento encontró a Alberto bebiendo un vaso de agua, juzgando por su palidez lo conveniente de aquella acción, y al conde vistiéndose ya de payaso. Arrojó maquinalmente una mirada a la plaza. Todo había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas, no quedaba más que el pueblo azorado, alegre, bullicioso. La Campana de Montecitorio, que no se tocaba más que para la muerte del Papa y la apertura de la mascarada, repicaba velozmente.

—Y bien —preguntó al conde—, ¿qué ha pasado?

—Nada, absolutamente nada —dijo—, como veis, pero el Carnaval ha comenzado, vistámonos pronto.

—Es cierto —respondió Franz al conde—; sólo restan de tan horrible escena las huellas de un sueño.

—Pues no es otra cosa que un sueño, lo que habéis tenido.

—Sí, pero, ¿y el condenado?

—También. Pero él ha quedado dormido, al paso que vos habéis despertado, y ¿quién puede decir cuál de los dos será el privilegiado?

—Pero, ¿qué ha sido de Pepino?

—Pepino es un muchacho juicioso que no tiene ningún amor propio, y que, contra la costumbre de los hombres, que se enfurecen cuando no se ocupan de ellos, se ha alegrado de que la atención general se fijase en su compañero. Por consiguiente, se ha aprovechado de esta distracción para deslizarse por entre la turba y desaparecer sin dar siquiera las gracias a los dignos sacerdotes que le habían acompañado. Verdaderamente el hombre es un animal muy ingrato y egoísta… Pero vestíos, mirad cómo os da el ejemplo M… de Morcef.

En efecto, Alberto se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán encima de su pantalón negro y de sus botas charoladas.

—Y bien, Alberto —preguntó Franz—, ¿estáis dispuesto a cometer algunas locuras? Veamos, responded francamente.

—No —dijo—, pero os aseguro que ahora me alegro de haber visto este espectáculo, y comprendo lo que decía el señor conde, que cuando uno ha podido acostumbrarse a él, es el único que aún puede causar algunas emociones.

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