El Conde de Montecristo (119 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Una expresión de infinita ternura brilló en los ojos del señor Noirtier.

—¡A ti sólo, pues, debo confesar mis pesares o mis esperanzas!

El paralítico respondió que sí.

Valentina fue a buscar a Maximiliano y le tomó una mano.

—Entonces —dijo Valentina—, mirad a este caballero.

El anciano fijó en Morrelsus ojos escudriñadores y ligeramente asombrados.

—Es el señor Maximiliano Morrel —dijo ella—, hijo de ese honrado comerciante de Marsella, de quien sin duda habréis oído hablar.

—Sí —respondió el anciano.

—Es un nombre que Maximiliano hará sin duda glorioso, pues a los veintiocho años es capitán de
spahis
y oficial de la Legión de Honor.

El anciano hizo señas de que se acordaba.

—¡Y bien!, abuelito —dijo Valentina hincándose de rodillas delante del anciano, y mostrándole a Maximiliano con una mano—, le amo, y no seré de nadie sino de él. Si me obligan a casarme con otro, me moriré o me mataré.

Sus ojos de paralítico expresaban un sinfín de pensamientos tumultuosos.

—Tú aprecias al señor Maximiliano Morrel, ¿no es verdad, abuelo? —preguntó la joven.

—Sí —respondió el anciano.

—¿Y quieres protegernos a nosotros, que también somos tus hijos, contra la voluntad de mi padre?

Noirtier fijó su inteligente mirada en Morrel, como diciéndole:

—Depende.

Maximiliano comprendió.

—Señorita —dijo—, vos tenéis que cumplir con un deber sagrado en el cuarto de vuestra abuela; ¿queréis permitirme que tenga el honor de hablar un momento con el señor Noirtier?

—Sí, sí, eso es —expresó el anciano, y después miró a Valentina con inquietud.

—¿Cómo hará para comprenderte, quieres decir, abuelo?

—Sí.

—¡Oh!, tranquilízate. Hemos hablado tan a menudo de ti, que conoce bien la forma en que nos entendemos.

Y volviéndose a Maximiliano con una adorable sonrisa, aunque velada por una tristeza profunda, dijo:

—Sabe todo lo que yo sé.

Valentina se levantó, acercó una silla para Morrel, recomendó a Barrois que no dejase entrar a nadie, y después de haber abrazado tiernamente a su abuelo, y haberse despedido con tristeza de Morrel, salió.

Entonces éste, para probar a Noirtier que poseía la confianza de Valentina, y sabía todos sus secretos, tomó el diccionario, la pluma y el papel, y todo lo colocó sobre una mesa donde había una lámpara.

—En primer lugar —dijo Morrel—, permitidme que os cuente quién soy yo, cómo amo a Valentina, y cuáles son mis intenciones respecto a esto último.

—Escucho —dijo Noirtier.

Era un espectáculo imponente el ver a este anciano, inútil en apariencia, y que era el único protector, el único apoyo, el único juez de los dos amantes jóvenes, hermosos, fuertes y que empezaban a conocer el mundo.

Su fisonomía, que expresaba una nobleza y una austeridad notables, impresionaba en extremo a Morrel, que empezó a contar su historia temblando.

Entonces refirió cómo había conocido y amado a Valentina, y cómo ésta, en su aislamiento y en su desgracia, había acogido su cariño.

Le habló de su nacimiento, de su posición, de su fortuna y más de una vez, al interrogar la mirada del paralítico, vio que ésta le respondía:

—Está bien, continuad.

—Ahora —dijo Morrel así que hubo acabado la primera parte de su historia—, ahora que os he contado también mi amor y mis esperanzas, ¿debo contaros mis proyectos?

—Sí.

—¡Pues bien! Escuchad lo que habíamos decidido.

Y entonces manifestó a Noirtier que un cabriolé esperaba en la huerta, que pensaba raptar a Valentina, llevarla a la casa de su hermana, casarse, y esperar respetuosamente el perdón del señor de Villefort.

—No —dijo Noirtier.

—¿No? —repuso Morrel—. ¿No debemos obrar así?

—No.

—¿De modo que este proyecto no tiene vuestro consentimiento?

—No.

—¡Pues bien!, hay otro medio —dijo Morrel.

La mirada interrogadora del anciano preguntó:

—«¿Cuál?».

—Buscaré —continuó Maximiliano— al señor Franz d’Epinay, me alegro de poderos decir esto en ausencia de la señorita de Villefort, y me conduciré de modo que no tenga más remedio que acceder a mis proposiciones.

La mirada de Noirtier siguió interrogándole.

—¿Queréis que os diga lo que pienso hacer?

—Sí.

—Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la señorita de Villefort. Si es un hombre delicado, probará su delicadeza renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede contar hasta la muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, ya porque le obligue su interés personal, o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que Valentina me ama y no puede amar a ningún otro más que a mí, me batiré con él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará. Si yo le mato, no se casará con Valentina. Si él me mata, estoy seguro de que Valentina no se casará con él.

Noirtier contemplaba con un placer inefable aquella noble y sincera fisonomía en que estaban retratados todos los sentimientos que expresaban sus labios.

Cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidas veces, lo cual quería decir que no.

—¿No? —dijo Morrel—. ¿Conque desaprobáis este segundo proyecto lo mismo que el primero?

—Sí —indicó el anciano.

—¿Qué hemos de hacer, caballero? —preguntó Morrel—. Las últimas palabras de la señora de Saint-Merán han sido que el casamiento de su nieta se hiciese al punto. ¿Debo dejar marchar las cosas?

Noirtier permaneció inmóvil.

—Sí, comprendo —dijo Morrel—, debo esperar.

—Sí.

—Pero, señor, una dilación nos perdería —repuso el joven—. Hallándose sola Valentina y sin fuerzas, la obligarán como a un chiquillo. He entrado aquí milagrosamente para saber lo que pasaba. Os he sido presentado milagrosamente y no debo esperar que se renueven tales milagros. Creedme, no hay más que uno de los dos partidos que os he propuesto. Disculpadle a mi juventud esta vanidad, decidme cuál es el mejor, ¿autorizáis a la señorita Valentina a confiarse a mi honor?

—No.

—¿Preferís que yo vaya a buscar al señor Franz d’Epinay?

—No.

—¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá el socorro que esperamos del cielo?

El anciano se sonrió con los ojos, como solía cuando le hablaban del cielo. Siempre habían quedado algunos residuos de ateísmo en las ideas del antiguo jacobino.

—¿De la casualidad? —repuso Morrel.

—No.

—¿De vos?

—Sí.

—¿De vos?

—Sí —repitió el anciano.

—Comprendéis lo que os pregunto, caballero, disculpad mi terquedad, porque mi vida depende de vuestra respuesta: ¿Nos vendrá de vos nuestra salvación?

—Sí.

—¿Estáis seguro de ello?

—Sí.

—¿Nos dais vuestra palabra?

—Sí.

Y había en la mirada que daba esta respuesta una firmeza tal, que no había medio de dudar de la voluntad, sino del poder.

—¡Oh!, gracias, caballero, ¡un millón de gracias! Pero, a menos que un milagro del Señor os devuelva la palabra y el movimiento, encadenado en este sillón, mudo e inmóvil, ¿cómo podréis oponeros a ese casamiento?

Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña, como es la de los ojos de un rostro inmóvil.

—¿De modo que debo esperar? —preguntó el joven.

—Sí.

—¿Pero el contrato? La misma sonrisa de antes brilló en el rostro de Noirtier.

—¿Queréis decirme que no será firmado?

—Sí —dijo Noirtier.

—¿De modo que el contrato no será firmado? —exclamó Morrel—. ¡Oh!, ¡perdonad, caballero! Cuando se recibe una gran noticia, es lícito dudar un poco, ¿El contrato no será firmado?

—No —dijo el paralítico.

A pesar de esta seguridad, Morrel vacilaba en creerlo.

Era tan extraña esta promesa de un anciano impotente, que en lugar de provenir de una fuerza de voluntad, podía provenir de una debilidad de los órganos. Nada más natural que el insensato que ignora su locura pretenda realizar cosas superiores a su poder. El débil habla de los grandes pesos que levanta; el tímido, de los gigantes que ha vencido; el pobre, de los tesoros que maneja; el más humilde campesino se llama Júpiter.

Sea que Noirtier hubiese comprendido la indecisión del joven, sea que no diese fe a la docilidad que había mostrado, le miró fijamente.

—¿Qué queréis, caballero? —preguntó Morrel—. ¿Que os reitere mi promesa de no hacer nada? La mirada de Noirtier permaneció fija y firme como para indicar que no bastaba una promesa. Después pasó del rostro a la mano.

—¿Queréis que lo jure? —preguntó Maximiliano.

—Sí —dio a entender el paralítico con la misma solemnidad—, lo quiero así.

Morrel comprendió que el anciano daba una gran importancia a este juramento, y extendió la mano.

—Os juro por mi honor —dijo— esperar que hayáis decidido lo que tengo que hacer.

—Bien —expresaron los ojos del anciano.

—Ahora, caballero —preguntó Morrel—, ¿queréis que me retire?

—Sí.

—¿Sin volver a ver a Valentina?

—Sí.

Morrel dijo que estaba dispuesto a salir.

—¿Y permitís —continuó— que vuestro hijo os abrace como lo acaba de hacer vuestra hija? No había la menor duda en cuanto a lo que querían expresar los ojos de Noirtier.

El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que la joven había puesto los suyos, y saludando al señor Noirtier por segunda vez, salió.

En la pieza contigua encontró al antiguo criado prevenido por Valentina. Éste esperaba a Morrel, y lo guió por las revueltas de un corredor sombrío que conducía a una puerta que daba al jardín.

Una vez allí, se dirigió al cercado en un instante, subió al tejadillo de la tapia y por medio de su escala bajó a la huerta, encaminándose a la choza, al lado de la cual le esperaba su cabriolé.

Subió en él, y agobiado por tantas emociones, pero con el corazón más libre, entró a medianoche en la calle de Meslay, se arrojó sobre su cama y durmió como si hubiera estado sumergido en una profunda embriaguez.

Capítulo
XXI
La tumba de la familia Villefort

A
los dos días de ocurridas estas escenas, una multitud considerable se hallaba reunida, a las diez de la mañana, a la puerta de la casa del señor de Villefort, y ya se había visto pasar una larga hilera de carruajes de luto y particulares por todo el barrio de Saint-Honoré y de la calle de la Pepinière.

Entre ellos había uno de forma singular, y que parecía haber sido hecho para un largo viaje, Era una especie de carro pintado de negro, y que había acudido uno de los primeros a la cita.

Entonces se informaron y supieron que, por una extraña coincidencia, este carruaje encerraba el cuerpo del marqués de Saint-Merán, y que los que habían venido para un solo entierro acompañarían dos cadáveres.

El número de las personas era grande. El marqués de Saint-Merán, uno de los dignatarios más celosos y fieles del rey Luis XVII y del rey Carlos X, había conservado gran número de amigos que, unidos a las personas relacionadas con el señor de Villefort, formaban un considerable cortejo.

Mandaron avisar a las autoridades, y obtuvieron el permiso para que aquellos dos entierros se hicieran al mismo tiempo. Un segundo carruaje, adornado con la misma pompa mortuoria, fue conducido delante de la puerta del señor de Villefort, y el ataúd fue también transportado del carro a la carroza fúnebre.

Los dos cadáveres debían ser sepultados en el cementerio del Padre Lachaise, donde hacía ya mucho tiempo el señor de Villefort había hecho edificar el panteón destinado para toda su familia. En él había sido enterrada ya la pobre Renata, con quien su padre y su madre iban a reunirse después de diez años de separación.

París, siempre curioso, siempre conmovido ante las pompas fúnebres, vio pasar con un silencio religioso el espléndido cortejo que acompañaba a su última mansión a dos de los nombres de aquella aristocracia, los más célebres por el espíritu tradicional y por la fidelidad a sus principios.

En el mismo carruaje de luto, Beauchamp y Château-Renaud hablaban de aquellas muertes casi repentinas.

—Vi a la señora de Saint-Merán el año pasado en Marsella —decía Château-Renaud—, yo volvía de Argel, Parecía destinada a vivir cien años, gracias a su perfecta salud, a su mente tan clara y despierta y a su prodigiosa actividad. ¿Qué edad tenía?

—Setenta años —respondió Alberto—. Al menos así me han asegurado. Pero no es la edad la que le ha causado su muerte. Al parecer, la pena causada por la del marqués la había trastornado completamente, no estaba en sus cabales.

—Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? —preguntó Debray.

—De una congestión cerebral, según se dice, o de una apoplejía fulminante. ¿No viene a ser lo mismo?

—¡Psch…!, poco más o menos…

—De apoplejía —dijo Beauchamp— es difícil de creer. La señora de Saint-Merán, a quien he visto una o dos veces en mi vida, era alta, delgada y de una constitución más bien nerviosa que sanguínea. Son muy raras las apoplejías producidas por la pena en una constitución física como la de la señora de Saint-Merán.

—En todo caso —dijo Alberto—, sea cual fuere la enfermedad que la ha llevado al sepulcro, he aquí que el señor de Villefort, o más bien Valentina, o nuestro amigo Franz, entran en posesión de una pingüe herencia, ochenta mil libras de renta, según creo.

—Herencia que será duplicada a la muerte de ese viejo jacobino de Noirtier.

—Vaya un abuelo tenaz —dijo Beauchamp—:
Tenacem praepositi virum
. Ha apostado con la Muerte, según creo, a que enterraría a todos sus herederos. A fe mía, que se saldrá con la suya. Lo mismo que aquel viejo soldado del 93, que decía a Napoleón en 1814: «Decaéis porque vuestro Imperio es lo mismo que una espiga joven fatigada de crecer tanto. Tomad por tutora a la República, volvamos con una buena Constitución a los campos de batalla y yo os prometo quinientos mil soldados, otro Marengo y un segundo Austerlitz. Las ideas no mueren, señor, se adormecen de vez en cuando, pero despiertan más fuertes que antes».

—Parece —dijo Alberto— que para él los hombres son como las ideas, pero una sola cosa me inquieta, y es saber cómo se las arreglará Franz d’Epinay con un abuelo que no puede pasar sin su nieta; ¿pero dónde está Franz?

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