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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (56 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli. Alberto y Franz se miraron.

—Pero —preguntó Alberto—, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero? ¿De un hombre a quien no conocemos?

—¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? —preguntó Franz a su huésped.

—Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como un borgliese y rico como una mina de oro.

—Me parece —dijo Franz a Alberto— que si ese hombre fuese de tan buenas prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de otra manera, ya fuese escribiéndonos, ya… En este momento llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Franz.

Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.

—De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d’Epinay y para el señor vizconde Alberto de Morcef —dijo.

Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.

—El señor conde de Montecristo —continuó el criado— me manda pedir permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán visibles.

—A fe mía —dijo Alberto a Franz—, que no podemos quejarnos.

—Decid al conde —respondió Franz— que nosotros tendremos el honor de anticiparnos a su visita.

El criado se retiró.

—Eso es lo que se llama un asalto de elegancia —dijo Alberto—, vamos, decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un hombre perfecto.

—¿Luego aceptáis su oferta? —dijo el huésped.

—Con mucho gusto —respondió Alberto—, sin embargo, os lo confieso, siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?

—Creo que también son los balcones los que me deciden —respondió Franz a Alberto.

En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuya aparición en la sala de Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería y entonces nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.

Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta vez, a menos que su huésped de Montecristo poseyese el anillo de Gyges y merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente. Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.

—Maese Pastrini —le dijo—, ¿no debe haber hoy una ejecución?

—Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de ello muy tarde.

—No —prosiguió Franz—; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.

—¡Oh!, yo creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla, cuyo anfiteatro es ése.

—Probablemente no iré —dijo Franz—, pero desearía obtener algunos detalles.

—¿Cuáles?

—Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus suplicios.

—¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente me acaban de traer las
tavolette
.

—¿Qué es eso de las
tavolette
?

—Las
tavolette
son unas tabletas de madera que se cuelgan en todas las esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio. Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los culpables un sincero arrepentimiento.

—¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles? —preguntó Franz irónicamente.

—No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios, como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.

—¡Ah!, ya comprendo, maese Pastrini —exclamó Franz—, ¡sois hombre en extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!

—¡Oh! —dijo maese Pastrini sonriendo—, puedo vanagloriarme de hacer cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que me honran con su confianza.

—Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.

—Nada más fácil —dijo el huésped abriendo la puerta—, he dado órdenes de poner una en el corredor.

Salió, descolgó la
tavoletta
, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal del cartel patibulario:

Se hace saber a todos los que la presente vieren y entendieren, que el martes, 22 de febrero, primer día de Carnaval, y en virtud de sentencia dada por el tribunal de la Rota, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Róndolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de D. César Torloni, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable Luigi Vampa y los demás de su banda. EL primero será mazzolato, y el segundo decapitado. Se ruega a las almas caritativas que pidan al Ser Supremo un sincero arrepentimiento para estos dos infelices reos.

Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la capa, Simbad el Marino, que en Roma como en Porto-Vecchio y en Túnez continuaba con sus filantrópicas expediciones.

Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto, cuando con gran asombro de su padre, le vio salir de su cuarto vestido ya de pies a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su amigo esperaba.

—¡Vamos! —dijo Franz a su huésped—, ahora que ya estamos listos, ¿creéis, señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de Montecristo?

—¡Oh!, seguramente —respondió—. El conde de Montecristo acostumbra a madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.

—¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?

—En modo alguno.

—En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto…

—Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo —dijo Alberto.

—Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.

—Vamos enhorabuena.

Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se adelantó y llamó; un criado salió a abrir.


I signori francesi
—dijo Pastrini.

El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.

Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante. Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo, retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.

—Si sus excelencias gustan sentarse —dijo el criado—, pueden hacerlo mientras entro aviso al señor conde.

Y salió por una de las puertas.

Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más magnífico que al primer golpe de vista.

—¿Qué os parece? —preguntó Franz a su amigo.

—A fe mía, querido —dijo—, que es preciso que nuestro vecino sea algún agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún príncipe que viaja de incógnito.

—¡Silencio! —le dijo Franz—, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí viene.

En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas. Alberto se levantó y le salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.

El que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.

Capítulo
XII
La mazzolata

–S
eñores —dijo al entrar el conde de Montecristo—, recibid mis excusas por haber dado lugar a que os adelantaseis, pero al presentarme antes en vuestro gabinete hubiera temido ser indiscreto. Por otra parte, me habéis dicho que vendríais y os he estado esperando.

—Venimos a daros un millón de gracias, Franz y yo, señor conde —dijo Alberto—, puesto que verdaderamente nos sacáis de un gran apuro, tanto, que ya estábamos a punto de inventar la estratagema más fantástica en el momento en que nos participaron vuestra atenta invitación.

—¡Eh! ¡Dios mío!, señores —dijo el conde haciendo seña a los jóvenes de que se acomodasen en un diván—. Ese imbécil de Pastrini tiene la culpa de que os haya dejado tanto tiempo en esa angustia. No me había dicho una palabra de vuestro apuro, a mí que, solo y aislado como estoy aquí, no buscaba más que una ocasión de conocer a mis vecinos. Así, pues, desde el momento en que supe que podía seros útil en algo, ya habéis visto con qué prisa he aprovechado la ocasión de ofreceros mis servicios. Pero tomad asiento, señores, perdonad mi distracción.

Y el conde señaló a los dos jóvenes un precioso confidente que había junto a ellos. Ambos amigos se inclinaron. Franz no había encontrado una sola palabra que decir, aún no había tomado ninguna resolución, y como nada indicaba en el conde su voluntad de reconocerle o su deseo de ser conocido por él, no sabía si hacer, por una palabra cualquiera, alusión a lo pasado, o dejar que el porvenir les diese nuevas pruebas. Por otra parte, aun cuando estaba seguro de que la víspera era él quien estaba en el palco, no podía, sin embargo, responder tan positivamente de que fuese él quien estaba la antevíspera en el Coliseo. Resolvió, pues, dejar que las cosas siguieran su curso sin hacer ninguna pregunta directa. Además, estaba en condiciones de superioridad sobre él, era dueño de su secreto, mientras que el conde no podía tener ninguna acción sobre Franz, que nada tenía que ocultar. Esto no obstante, resolvió hacer girar la conversación sobre un punto que podía aclarar un poco sus dudas.

—Señor conde —le dijo—, ya que nos habéis ofrecido dos asientos en vuestro carruaje y dos sitios en vuestras ventanas del palacio Rospoli, ¿podríais indicarnos ahora de qué medios nos valdríamos para procurarnos un puesto cualquiera, como se dice en Italia, en la Plaza del Popolo?

—¡Ah!, sí, es verdad —dijo el conde con aire distraído y mirando fijamente a Morcef—. ¿No hay en la Plaza del Popolo una… una ejecución?

—Sí —respondió Franz, viendo que por sí mismo iba donde él quería conducirle.

—Esperad, esperad; creo haber dicho ayer a mi mayordomo que se ocupase de eso. Quizá pueda prestaros aún otro pequeño servicio.

Y tendió la mano hacia un cordón de campanilla.

Al punto vio entrar Franz a un individuo de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se parecía, como una gota de agua se parece a otra, al contrabandista que le había introducido en la gruta, pero que no pareció reconocerle. Sin duda estaba prevenido.

—Señor Bertuccio —dijo el conde—, ¿os habéis ocupado, como os dije ayer, de procurarme una ventana en la plaza del Popolo?

—Sí, excelencia —dijo el mayordomo—, pero ya era tarde.

—¡Cómo! —dijo el conde frunciendo el entrecejo—, ¿no os dije resueltamente que quería tener una a mi disposición?

—Y vuestra excelencia tiene una, la que estaba alquilada al príncipe Labanieff, pero me he visto obligado a pagarle en ciento…

—Basta, basta; dejémonos de cuentas, señor Bertuccio; tenemos una ventana, esto es lo principal. Dad las señas de la casa al cochero, y estad en la escalera para conducirnos. Esto basta, podéis retiraros.

El mayordomo saludó a hizo ademán de retirarse.

—¡Ah! —prosiguió el conde—. Tened la bondad de preguntar a Pastrini si ha recibido la
tavoletta
y si quiere enviarme el programa de la ejecución.

—Es inútil —dijo Franz sacando su cartera del bolsillo—. He tenido en la mano ese programa y lo he copiado. Aquí lo tenéis.

—Muy bien. Entonces, señor Bertuccio, podéis retiraros, ya no os necesito. Decid que nos avisen cuando esté preparado el almuerzo. Estos señores —continuó, volviéndose hacia los dos amigos— me harán el honor de almorzar conmigo, ¿no es cierto?

—Señor conde —dijo Alberto—, eso sería abusar.

—Al contrario, me daréis en ello una particular satisfacción, a más de que todo esto, uno a otro de vosotros, o tal vez los dos me lo pagaréis en igual moneda cuando yo vaya a París. Señor Bertuccio, haréis poner tres cubiertos.

El conde de Montecristo tomó la cartera de las manos de Franz y el señor Bertuccio salió.

—De modo que decíamos —continuó con el mismo tono que si hubiera leído un anuncio de teatro—, que… «hoy, 22 de febrero, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Rondolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de don César Torlini, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias
Rocca Priori
, convicto de complicidad con el detestable bandido Luigi Vampa y los demás de su banda». ¡Hum! «El primero será
mazzolatto
, el segundo
decapitato
». En efecto —prosiguió el conde—, así era como debía suceder al principio, pero tengo entendido que de ayer acá han surgido algunos cambios en el orden y marcha de la ceremonia.

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