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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (60 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Preguntad al vizconde de Morcef.

—Ya le oís, caballero, me remiten a vos —dijo la condesa.

—Haríamos muy mal si no le juzgásemos encantador, señora —respondió Alberto—. Un amigo de diez años no hubiera hecho por nosotros lo que él, y esto con una gracia, con una delicadeza, una amabilidad, que revela verdaderamente a un hombre de mundo.

—Vamos —dijo la condesa riendo—, veréis cómo mi vampiro será sencillamente un millonario que quiere gastar sus millones. Y a ella, ¿la habéis visto?

—¿A quién? —preguntó Franz sonriendo.

—A la graciosa griega de ayer.

—No. Nos pareció, sí, haber oído el sonido de su guzla, mas ella permaneció invisible.

—Así, pues, cuando decís invisible, mi querido Franz —dijo Alberto—, es con el fin de hacerla más misteriosa. ¿Quién creéis que era aquel dominó azul que estaba en el balcón colgado de damasco blanco, en el palacio de Rospoli?

—¡Pues qué! ¿El conde tenía tres balcones en el palacio Rospoli?

—¡Sí! ¿Habéis pasado por la calle del Corso?

—Desde luego. ¿Quién es el que hoy no ha pasado por la calle del Corso?

—¿No visteis entonces tres balcones, y uno de ellos colgado de damasco blanco, con una cruz roja? Pues ésos eran los tres balcones del conde.

—¿Es que ese hombre es algún nabab? ¿Sabéis lo que cuestan tres balcones como ésos durante ocho días de Carnaval, y en el palacio Rospoli, es decir, en el mejor sitio del Corso?

—Doscientos o trescientos escudos romanos.

—Decid más bien dos o tres mil.

—¡Diantre!

—¿Es acaso su isla la que produce tanto?

—Su isla no produce ni un solo bejuco.

—¿Por qué la ha comprado entonces?

—Por capricho.

—Es un hombre original.

—Lo cierto es —dijo Alberto—, que me ha parecido bastante excéntrico. Si habitase en París, si frecuentase nuestros teatros, os diría que es un pobre diablo a quien la literatura moderna ha trastornado la cabeza. En verdad, me ha dado syer dos o tres golpes dignos de Didier o de Antoni.

En este momento entró una visita, y, según la costumbre, Alberto cedió su lugar al recién llegado. Esta circunstancia, además de mudar de lugar, hizo también que la conversación tomase otro giro. Una hora después, los dos amigos volvieron a entrar en la fonda.

Maese Pastrini estaba ya ocupado en sus disfraces para el día siguiente, y les prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad.

En efecto, al día siguiente, a las nueve, entró en el cuarto de Franz, acompañado de un sastre cargado con ocho o diez clases de vestidos de aldeanos romanos.

Los dos amigos escogieron dos trajes parecidos que casi se ajustaban a su cuerpo, encargaron a su huésped que les pusiese unas veinte cintas en cada uno de sus sombreros y que les procuras e dos de esas fajas de seda, de listas transversales y colores vivos, con la cuales los hombres del pueblo, en los días de fiesta, tienen la costumbre de ceñir su cintura.

Alberto se hallaba impaciente por ver cómo le estaría su improvisado vestido, el cual se componía de una chaqueta y unos calzones de terciopelo azul, medias con cuchillas bordadas, zapatos con hebillas y un chaleco de seda.

El joven, pues, no podía menos de ganar con ese traje tan pintoresco, y cuando su cinturón hubo oprimido su elegante talle, cuando su sombrero, ligeramente ladeado, dejó caer sobre su hombro una infinidad de cintas, Franz se vio obligado a confesar que el traje influye mucho para la superioridad física en ciertas poblaciones. Los turcos, tan pintorescos antes con sus largos trajes de vivos colores, ¿no están ahora horribles con sus levitas azules abotonadas y los gorros griegos, que parecen botellas de vino con tapón encarnado? Franz felicitó a Alberto, que, en pie delante del espejo, se sonreía con aire de satisfacción, que nada tenía de equívoco. En este momento entró el conde de Montecristo.

—Señores —les dijo—, como por agradable que sea la compañía en las diversiones, la libertad lo es más aún, vengo a comunicaros que por hoy y los días siguientes dejo a vuestra disposición el carruaje de que os habéis servido ayer. Nuestro huésped ha debido deciros que tenía tres o cuatro en sus cuadras. No os privéis, pues, de ir en carruaje; usad de él libremente para ir a divertiros o a vuestros asuntos. Nuestra cita, si algo tenemos que decirnos, será en el palacio Rospoli.

Los dos jóvenes quisieron hacer algunas observaciones, pero verdaderamente no tenían motivos para rehusar una oferta que, por otra parte, les era agradable. Concluyeron por aceptar.

El conde de Montecristo permaneció un cuarto de hora con ellos, hablando de todo con una facilidad extremada. Estaba, como ya se habrá podido notar, muy al corriente de la literatura de todos los países. Una ojeada que arrojó sobre las paredes de su cuarto había probado a Franz y a Alberto que era aficionado a los cuadros. Algunas palabras que pronunció al pasar, les probó que no le eran extrañas las ciencias; sobre todo, parecía haberse ocupado particularmente de la química.

Los dos amigos no tenían la pretensión de devolver al conde el almuerzo que él les había ofrecido. Hubiera sido una necedad ofrecerle, en cambio de su excelente mesa, la comida muy mediana de maese Pastrini. Se lo dijeron francamente y él recibió sus excusas como hombre que apreciaba su delicadeza.

Alberto estaba encantado de los modales del conde, al que, sin su ciencia, hubiera tenido por un caballero. La libertad de disponer enteramente del carruaje le llenaba, sobre todo, de alegría. Tenía ya sus miras acerca de aquellas graciosas aldeanas y como se habían presentado la víspera en un carruaje muy elegante, no le desagradaba aparecer en este punto con igualdad.

A la una y media los dos jóvenes bajaron, el cochero y los lacayos habían imaginado poner sus libreas sobre pieles de animales, lo cual les formaba un cuerpo aún más, grotesco que el día anterior, y esto también les valió el que Alberto y Franz les alabasen por aquella invención.

Alberto había colocado sentimentalmente su ramillete de violetas ajadas en su ojal.

Al primer toque de la campana partieron y se precipitaron a la calle del Corso por la vía Vittoria. A la segunda vuelta, un ramillete de violetas que salió de un grupo de colombinas y que vino a caer sobre el carruaje del conde, indicó a Alberto, que como él y su amigo, las aldeanas de la víspera habían cambiado de traje y que, sea por casualidad, sea por un sentimiento semejante al que le había hecho obrar, mientras que él había vestido elegantemente su traje, ellas, por su parte, habían vestido el suyo.

Alberto se puso el ramillete fresco en el lugar del otro, pero guardó el ajado en su mano, y cuando cruzó de nuevo el carruaje lo llevó amorosamente a sus labios, acción que pareció divertir mucho, no solamente a la que se lo había arrojado, sino a sus locas compañeras. El día fue no menos animado que el anterior; es probable que un profundo observador hubiese reconocido cierto aumento de bullicio y alegría.

Un instante vieron al conde en su balcón, pero cuando el carruaje volvió a pasar, había ya desaparecido.

Inútil es decir que el flirteo entre Alberto y la colombina de los ramilletes de violetas, duró todo el día.

Por la noche, al entrar Franz, encontró una carta de la embajada; le anunciaba que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad.

En todos los viajes que antes había hecho a Roma había solicitado y obtenido el mismo favor, y tanto por religión como por reconocimiento, no había querido salir de la capital del mundo cristiano sin rendir su respetuoso homenaje a los pies de uno de los sucesores de San Pedro, que ha dado el raro ejemplo de todas las virtudes. Por consiguiente, este día no había que pensar en el Carnaval, pues a pesar de la bondad con que rodea su grandeza, siempre es con un respeto lleno de profunda emoción como se dispone uno a inclinarse ante ese noble y santo anciano a quien llaman Gregorio XVI.

Al salir del Vaticano, Franz volvió directamente a la fonda, evitando el pasar por la calle del Corso. Llevaba un tesoro de piadosos sentimientos, para los cuales el contacto de los locos goces de la mascarada hubiese sido una profanación.

A las cinco y diez minutos Alberto entró. Estaba radiante de alegría; la colombina había vuelto a ponerse su traje de aldeana, y al cruzar con el carruaje de Alberto había levantado su máscara; era encantadora.

Franz dio a Alberto la más sincera enhorabuena, y éste la recibió como hombre que la merecía.

Había conocido —decía—, por ciertos detalles inimitables de elegancia, que su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.

Estaba decidido a escribirle al día siguiente. Al recibir estas muestras de confianza, Franz notó que Alberto parecía tener que pedirle alguna cosa, y que, sin embargo, vacilaba en dirigirle esta demanda.

Insistió, declarando de antemano que estaba pronto a hacer por su dicha todos los sacrificios que estuviesen en su poder. Alberto se hizo rogar todo el tiempo que exigía una política amistosa, pero, al fin, confesó a Franz que le haría un gran servicio si le dejase para el día siguiente el carruaje a él solo.

Alberto atribuía a la ausencia de su amigo la extremada bondad que había tenido la bella aldeana de levantar su máscara. Fácil es de comprender que Franz no era tan egoísta que detuviese a Alberto en medio de una aventura que prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan lisonjera para su amor propio. Conocía bastante la perfecta indiscreción de su amigo, para estar seguro de que le tendría al corriente de los menores detalles de su aventura, y como después de dos largos años que corría Italia en todos sentidos, jamás había tenido ocasión de meterse en una intriga semejante, por su cuenta, Franz no estaba disgustado de saber cómo pasarían las cosas en semejante caso.

Prometió, pues, a Alberto que se contentaría al día siguiente con mirar el espectáculo desde los balcones del palacio Rospoli. Efectivamente, al día siguiente vio pasar y volver a pasar a Alberto. Llevaba un enorme ramillete al que sin duda había encargado fuese portador de su epístola amorosa. Esta probabilidad se cambió en certidumbre, cuando Franz vio el mismo ramillete, notable por un círculo de camelias blancas, entre las manos de una encantadora colombina, vestida de satén color de rosa. Así, pues, aquella noche no era alegría, era delirio.

Alberto no dudaba de que su bella desconocida le correspondiese del mismo modo. Franz le ayudó en sus deseos, diciéndole que todo aquel ruido le fatigaba, y que estaba decidido a emplear el día siguiente en revisar su álbum y en tomar algunas notas. Por otra parte, Alberto no se había engañado en sus previsiones; al día siguiente, por la noche, Franz le vio entrar dando saltos en su cuarto y ostentando triunfalmente en una mano un pedazo de papel que sostenía por una de sus esquinas.

—¡Y bien! —dijo—. ¿Me había engañado?

—¡Ha respondido! —exclamó Franz.

—Leed.

Esta palabra fue pronunciada con una entonación imposible de describir.

Franz tomó el billete y leyó:

El martes por la noche, a las siete, bajad de vuestro carruaje, enfrente de la vía Pontefici, y seguid a la aldeana romana que os arranque vuestro moccoletto.

Cuando lleguéis al primer escalón de la iglesia de San Giacomo, procurad, para que pueda reconoceros, atar una cinta de color de rosa en el hombro de vuestro traje de payaso. Hasta entonces no me volveréis a ver.

Constancia y discreción.

—¡Y bien! —dijo a Franz cuando éste hubo terminado la lectura—, ¿qué pensáis de esto, mi querido amigo?

—Pienso —respondió Franz— que la cosa toma el aspecto de una aventura muy agradable.

—Esa es también mi opinión —dijo Alberto—, y tengo miedo de que vayáis solo al baile del duque de Bracciano.

Franz y Alberto habían recibido por la mañana, cada uno, una invitación del célebre banquero romano.

—Cuidado, mi querido Alberto —dijo Franz—, toda la aristocracia irá a casa del duque, y si vuestra bella desconocida es verdaderamente aristocrática, no podrá dejar de ir.

—Que vaya o no, sostengo mi opinión acerca de ella —continuó Alberto—. Habéis leído el billete, ya sabéis la poca educación que reciben en Italia las mujeres del
Mezzo sito
(así llaman a la clase media), pues bien, volved a leer este billete, examinad la letra y buscadme una falta de idioma o de ortografía.

En efecto, la letra era preciosa y la ortografía purísima.

—Estáis predestinado —dijo Franz a Alberto, devolviéndole por segunda vez el billete.

—Reíd cuanto queráis, burlaos —respondió Alberto—, estoy enamorado.

—¡Oh! ¡Dios mío! Me espantáis —exclamó Franz—, y veo que no solamente iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que podré volver solo a Florencia.

—El caso es que si mi desconocida es tan amable como bella, os declaro que me quedo en Roma por seis semanas como mínimo. Adoro a Roma, y por otra parte, siempre he tenido afición a la arqueología.

—Vamos, un encuentro o dos como ése, y no desespero de veros miembro de la Academia de las Inscripciones y de las Bellas Letras.

Sin duda Alberto iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico, pero vinieron a anunciar a los dos amigos que estaban servidos.

Ahora bien, el amor en Alberto no era contrario al apetito.

Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, prometiendo proseguir la discusión después de comer.

Pero luego anunciaron al conde de Montecristo.

Hacía dos días que los jóvenes no le habían visto. Un asunto, había dicho Pastrini, le llamó a Civitavecchia.

Había partido la víspera por la noche y había regresado sólo hacía una hora.

El conde estuvo amabilísimo, sea que se abstuviese, sea que la ocasión no despertase en él las fibras acrimoniosas que ciertas circunstancias habían hecho resonar dos o tres veces en sus amargas palabras, estuvo casi como todo el mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma.

El conde no podía ya dudar de que el joven viajero le hubiese reconocido y, sin embargo, ni una sola palabra desde su nuevo encuentro parecía indicar que se acordase de haberle visto en otro punto. Por su parte, por mucho que Franz deseara hacer alusión a su primera entrevista, el temor de ser desagradable a un hombre que le había colmado, tanto a él como a su amigo, de bondades, le detenía.

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