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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (79 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d’Antin.

Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.

El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.

Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.

El conde se acomodó en el sillón.

—¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?

—¿Y yo —replicó el conde—, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?

Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.

Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.

—Disculpadme, caballero —dijo—, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.

—Es decir —respondió Montecristo—, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.

—¡Ah!, tampoco lo hago conmigo —respondió cándidamente Danglars—, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero…

—¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.

—No tanto —replicó Danglars desconcertado—, pero ya comprenderéis, por los criados…

—Sí, sí, os llamáis
Monseñor
para los criados, para los periodistas
caballero
, y para los del pueblo,
ciudadano
. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.

Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.

—Señor conde —dijo el banquero inclinándose—, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.

—¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Por lo que se refiere a la carta, me alegro mucho de que le haya llegado, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?

—Sí —respondió Danglars—, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.

—¡Bah!

—Y aun había tenido el honor de algunas explicaciones.

—Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.

—Esta carta —repuso Danglars—, la tengo aquí según creo —y registró su bolsillo—; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito
ilimitado
contra mi casa.

—¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?

—Nada, caballero, pero la palabra
ilimitado

—¿Qué tiene? ¿No es francesa…?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.

—¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.

—¿Acaso la casa de Thomson y French —preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar— no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.

—¡Ah…! Completamente sólida —respondió Danglars con una sonrisa burlona—, pero el sentido de la palabra
ilimitado
, en negocios mercantiles, es tan vago…

—Como ilimitado, ¿no es verdad? —dijo Montecristo.

—Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.

—Lo cual quiere decir —replicó Montecristo— que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.

—¿Cómo, señor conde?

—Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.

—Nadie ha contado aún mi caja, caballero —dijo orgullosamente el banquero.

—Entonces —dijo Montecristo con frialdad—, parece que seré yo el primero.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.

Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.

Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.

—En fin —dijo Danglars después de una pausa—, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.

—Pero, caballero —replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión—, si he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.

El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:

—¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón…

—¿Cómo? —preguntó Montecristo.

—Digo un millón —repitió Danglars con el aplomo que da la in sensatez.

—¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? —dijo el conde—. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.

Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.

Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió sus ojos, cuyas pupilas se dilataron.

—Vamos, confesadme —dijo Montecristo— que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.

Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.

—¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones —dijo Danglars—. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.

—¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente —dijo Montecristo con mucha diplomacia.

—Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes.

—¡Pues bien! —replicó Montecristo—, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?

Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

—¿Y ya no desconfiáis en absoluto? —insistió Montecristo.

—¡Oh!, señor conde —exclamó el banquero—, jamás he desconfiado.

—Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! —repitió el conde—, ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.

—¡Seis millones! —exclamó Danglars sofocado.

—Si necesito más —repuso Montecristo despectivamente—, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho…; en fin, allá veremos… Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.

—El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde —respondió Danglars—; ¿queréis oro, billetes de banco, o plata?

—Oro y billetes por mitad.

Dicho esto, el conde se levantó.

—Debo confesaros una cosa, señor conde —dijo Danglars—; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente desconocida, ¿es reciente?

—Al contrario —respondió Montecristo—, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.

Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d’Epinay.

—Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero —continuó Danglars—, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. Si no me equivoco, vos sois un admirador de los cuadros, porque cuando entré mirabais los míos. Si me lo permite estaré encantado de mostrarle mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros; no soy aficionado a la escuela moderna.

—Tiene usted razón en oponeros a ellos porque todos adolecen de un gran defecto: les falta tiempo para ser antiguos.

—Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.

—Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.

—Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal cliente debe considerarse como de la familia.

Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.

Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.

—¿Está en su cuarto la señora baronesa? —preguntó Danglars.

—Sí, señor barón —respondió el lacayo.

—¿Sola?

—No; está con una visita.

—¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?

—No, señor barón —dijo sonriendo Montecristo—, de ningún modo.

—¿Y quién está con la señora…? El señor Debray, ¿eh? —preguntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.

—Sí, señor barón, el señor Debray —respondió el lacayo.

Danglars ordenó que saliera.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

—El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señorita de Servieres, viuda del coronel marqués de Nargonne.

—No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.

—¡Bah! —dijo Danglars—. ¿Dónde…?

—En casa del señor de Morcef.

—¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? —dijo Danglars.

—Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.

—¡Ah, sí! —dijo Danglars—. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.

—La señora baronesa espera a estos señores —exclamó el lacayo asomándose a la puerta.

—Paso delante de vos para enseñároslo.

—Y yo os sigo —dijo Montecristo.

Capítulo
VII
Los caballos tordos

E
l barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.

Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.

La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.

Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones. La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.

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