Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.
—Señora baronesa —dijo Danglars—, permitid que os presente al señor conde de Montecristo —dijo Danglars— dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.
Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.
—¿Y habéis llegado, caballero…? —preguntó la baronesa.
—Ayer por la mañana, señora.
—Y venís, según costumbre, del fin del mundo.
—Solamente de Cádiz, señora.
—¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?
—Yo, señora —dijo el conde—, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.
—¿Os gustan los caballos, señor conde?
—He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.
—¡Ah!, señor conde —dijo la baronesa sonriéndose—, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.
—Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.
En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.
La señora Danglars palideció.
—¡Imposible! —dijo.
—Es la pura verdad, señora —respondió la camarera—, podéis creerme con toda seguridad.
La señora Danglars se volvió hacia su marido.
—¿Es cierto, caballero? —le preguntó.
—¿Qué, señora? —preguntó Danglars, visiblemente agitado.
—Lo que me dice mi camarera…
—¿Y qué os dice?
—¿No lo sabéis?
—Lo ignoro completamente.
—¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?
—Señora —dijo Danglars—, escuchadme.
—¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.
—Los caballos eran demasiado vivos, señora —respondió Danglars—, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.
—¡Eh!, caballero —dijo la baronesa—, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.
—Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.
La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:
—En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?
—Sí —dijo el conde.
—Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.
—Os lo agradezco mucho —dijo el conde—, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.
Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.
—Figuraos, señora —le dijo en voz baja—, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.
La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.
—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Debray.
—¿Qué? —preguntó la baronesa.
—Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.
—¡Mis caballos tordos! —exclamó la señora Danglars.
Y se lanzó hacia la ventana.
—Es verdad —dijo.
Danglars estaba estupefacto.
—¿Es posible? —dijo Montecristo, fingiendo asombro.
—¡Es increíble! —murmuró el banquero.
La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.
—La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.
—No sé —dijo el conde—, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y… y que me ha costado treinta mil francos, según creo.
Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.
Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.
—Ya veis —le dijo— cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.
Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.
Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.
—Bueno —dijo Montecristo retirándose—, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero —añadió con aquella sonrisa que le era peculiar—, estoy en París y me queda mucho tiempo…, otro día será…
Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.
Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.
Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.
Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.
Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.
—Alí —le dijo éste—, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.
Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.
—Bien… Así, pues, ¿podrías detener un toro?
Alí hizo otra señal afirmativa.
—¿Un tigre?
La misma respuesta por parte de Alí.
—¿Un león?
Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, e imitó un rugido.
—¡Bien!, comprendo —dijo Montecristo—, ¿has cazado leones?
Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.
—¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?
Alí se sonrió.
—¡Pues bien!, escucha —dijo el conde—, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.
Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.
Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.
A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.
De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.
En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.
Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.
De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su compañero.
Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.
—No temáis nada, señora —dijo—, estáis a salvo.
La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.
—Sí, señora, comprendo —dijo el conde examinando al niño—, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.
—¡Oh, caballero! —exclamó la madre—, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a tu madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!
Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos. Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.
—¿Dónde estoy —exclamó—, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?
—Estáis, señora —respondió Montecristo—, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.
—¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.
—¡Cómo! —exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida—. ¿Son esos caballos los de la baronesa?
—Sí, señor. ¿La conocéis?
—Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.
—¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?
—El mismo —dijo el conde.
—Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.
El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.
—¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! —repuso Eloísa—, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.
—¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.
—¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.
—Señora —dijo Montecristo—, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su’ deber es servirme.
—¡Pero ha arriesgado su vida! —exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.
—Yo he salvado la suya, señora —respondió Montecristo—; por consiguiente, me pertenece.
La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.
El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo me nos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.