—Caballero —dijo—, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en esos países bárbaros.
—¡Oh, ya lo creo! Es el
pede claudo
antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios.
—Si se adoptara esa ley —dijo el procurador del rey—, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.
—Probablemente con el tiempo se adoptará —dijo Montecristo—. Bien sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.
—Entretanto, caballero —dijo el magistrado—, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria para no olvidarlo una vez adquirido.
—Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.
—¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? —replicó Villefort asombrado.
Montecristo se sonrió.
—Bien, caballero —dijo—. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decir, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.
—Explicaos, caballero —dijo Villefort cada vez más asombrado—. No os comprendo bien.
—Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor», y el otro: «Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.
—Entonces —dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco—, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?
—¿Por qué no? —dijo Montecristo.
—Perdonad, caballero —replicó Villefort estupefacto—, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.
—¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?
—Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.
—Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.
—¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales e invisibles?
—¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?
—¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?
—Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.
—¡Ah! —dijo Villefort sonriéndose—, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.
—Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.
—De modo que vos…
—Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: «¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey!».
—¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que someteros a las leyes francesas.
—Ya lo sé, caballero —respondió Montecristo—, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.
—Lo cual quiere decir —replicó vacilando Villefort— que siendo débil la naturaleza humana…, todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido… faltas.
—Faltas…, o crímenes —respondió sencillamente el conde de Montecristo.
—¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos —repuso Villefort con voz alterada—, y que vos sólo sois perfecto?
—No, perfecto no —respondió el conde—. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.
—¡No!, ¡no!, caballero —dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido—. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.
—Superior a todos, caballero —respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente—. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.
—Entonces, señor conde, os admiro —repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero—. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo e impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?
—Tuve una.
—¿Cuál?
—También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar». Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas —dijo—, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia». Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma, pero no importa —repuso Montecristo—, ahora mismo lo ratificaría.
Villefort le miraba con asombro.
—Señor conde —dijo—, ¿tenéis parientes?
—No, caballero, estoy solo en el mundo.
—¡Tanto peor!
—¿Por qué? —preguntó Montecristo.
—Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más que la muerte.
—No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.
—¿Y la vejez?
—Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo.
—¿Y la locura?
—Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma
non bis in idem
, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.
—Caballero —repuso Villefort—, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese
pobre Noirtier
, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.
—¡Ay!, caballero —dijo Montecristo—, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.
—Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.
—¿Y de esa compensación qué resulta? —preguntó Montecristo.
—Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a él.
Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.