—Adiós, caballero —repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie—, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.
Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.
Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo, dando un profundo suspiro:
—¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!
Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:
—Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.
E
l lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.
La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.
Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas necesitan prepararse para las emociones violentas.
La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.
Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.
La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.
En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.
Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.
Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.
Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.
Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.
El conde entró en la estancia.
Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:
—¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?
Montecristo se sonrió.
—Haydée —dijo—, bien sabéis…
—¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? —le interrumpió la joven griega—. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.
—Haydée —replicó el conde—, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.
—Libre ¿de qué? —preguntó la joven.
—Libre de abandonarme.
—¿Abandonarte…?, ¿y por qué habría de hacerlo?
—¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.
—Yo no quiero ver a nadie.
—Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto…
—Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.
—Pobre Haydée —dijo Montecristo—, es que nunca has hablado más que con tu padre y conmigo.
—¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba
su alegría
, tú me llamas
tu amor
, y ambos me llamáis
vuestra hija
.
—¿Te acuerdas de tu padre, Haydée?
La joven se sonrió.
—Está aquí y aquí —dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.
—Y yo, ¿dónde estoy? —preguntó sonriéndose Montecristo.
—Tú —dijo ella—, tú estás en todas partes.
El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.
—Ahora, Haydée —le dijo—, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar tu traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero lo suplico una cosa.
—Dime.
—Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de tu ilustre padre ni el de tu pobre madre.
—Ya te lo he dicho, señor, no veré a nadie.
—Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá siempre, ya sigas viviendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.
La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:
—O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?
—Sí, hija mía —dijo Montecristo—. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.
—Nunca lo abandonaré yo, señor —dijo Haydée—, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.
—¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.
—Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.
—Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?
—¿Te veré?
—Todos los días.
—Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?
—Temo que lo aburras.
—No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.
—Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.
—Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.
El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.
Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:
Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor…
Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.
Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.
En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.
La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían hermosísimas flores.
El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al conde.
Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el
pequeño Versalles
.
En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.
La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.
El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.
El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.
El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.
Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maximiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.
—¡Para el conde de Montecristo! —exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde—, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.
Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.
—Venid, venid, quiero serviros de introductor —dijo Maximiliano—; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos,
La Presse
y
Les Débats
a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente, como decimos en la escuela politécnica.
El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.
Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.
Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.
Maximiliano soltó una carcajada.
—No lo incomodes, hermana —dijo—, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.
—¡Ah, caballero! —dijo Julia—. Traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta… ¡Penelón…! ¡Penelón…!
Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.
—Creo que me habéis llamado, señorita Julia —dijo—, aquí me tenéis.
Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.
—Penelón —dijo Julia—, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.
Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:
—¡Me permitiréis que me retire un instante!
Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.