Por fin volvieron a estar todos los Nueves sentados en sus sitios, tras haber llevado rodando sus bicis al exterior, donde estarían esperando a sus propietarios al final del día. Todo el mundo hacía bromas y chistes cuando los Nueves iban en bici a casa por primera vez. «¿Quieres que te enseñe a montar?», decían los amigos de más edad. «¡Ya sé que es la primera vez que te subes!» Pero siempre los felices Nueves, que con transgresión técnica de la Norma habían estado practicando en secreto durante semanas, se montaban y salían pedaleando en perfecto equilibrio, de modo que las ruedas auxiliares jamás tocaban el suelo.
A continuación los Dieces. A Jonás la Ceremonia del Diez nunca le resultaba particularmente interesante. Más bien se le hacía interminable, porque había que ir cortándole el pelo a cada niño con su peinado distintivo: las chicas se quitaban las coletas al llegar a Diez y también los chicos perdían la melenita de niño y estrenaban un estilo de pelo corto más varonil, que dejaba al descubierto las orejas.
Obreros con escobas subían rápidamente al escenario y barrían los montones de pelo cortado. Jonás veía que los padres de los nuevos Dieces rebullían y murmuraban, y sabía que esa noche en muchas casas habría que retocar y rectificar los cortes hechos a toda prisa para dejarlos más igualados.
Onces. Parecía que fue ayer cuando Jonás había pasado por la Ceremonia del Once, pero recordaba que no era de las más interesantes. Ser Once era únicamente estar esperando a ser Doce.
Era un mero marcar el paso, sin cambios importantes. Había ropa nueva: ropa interior diferente para las chicas, cuyos cuerpos empezaban a cambiar, y pantalones más largos para los chicos, con un bolsillo de forma especial para la pequeña calculadora que ese año utilizarían en la escuela; pero todo eso se entregaba sencillamente en paquetes cerrados, sin acompañamiento de discurso.
Descanso para almorzar. Jonás se dio cuenta de que tenía hambre. Él y sus compañeros de grupo se congregaron junto a las mesas puestas frente al Auditorio y cogieron sus comidas empaquetadas. Ayer había habido jolgorio a la hora de comer, con mucha energía y muchas bromas. Pero hoy el grupo estaba tenso, apartado de los demás niños. Jonás observó cómo los nuevos Nueves gravitaban hacia sus bicis aparcadas y cada uno contemplaba su placa.
Vio que los Dieces se pasaban las manos por el pelo recién cortado y que las chicas sacudían la cabeza para sentir la desacostumbrada ligereza, sin el peso de las trenzas que habían llevado durante tanto tiempo.
—Me han contado de uno que estaba absolutamente seguro de que le iba a tocar Ingeniero —masculló Asher mientras comían—, y en vez de eso le hicieron Obrero de Saneamiento. Al día siguiente fue al río y se tiró, lo cruzó a nado y se quedó en la siguiente comunidad que encontró. Y nadie le volvió a ver.
Jonás se echó a reír.
—Esa historia es un invento, Ash —dijo—. Mi padre dice haberla oído cuando él era Doce.
Pero Asher no se quedó tranquilo. Estaba mirando al río, que se veía más allá del Auditorio.
—Yo ni siquiera nado muy bien —dijo—. Mi Instructor de natación decía que me falta la potabilidad o no sé qué que hay que tener.
—Flotabilidad —le corrigió Jonás.
—Lo que sea. No la tengo. Me hundo.
—En cualquier caso, Asher —señaló Jonás—, ¿tú has sabido alguna vez de alguien, quiero decir si lo sabes de verdad, no por una historia que te hayan contado, que se fuera a otra comunidad?
—No —reconoció Asher a regañadientes—. Pero se puede. Lo dice en las Normas. Si no encajas puedes pedir que te manden Afuera y te liberan. Mi madre dice que una vez, hará como diez años, alguien lo pidió y al día siguiente ya no estaba —rió para sí—. Me lo contó porque yo la estaba volviendo loca y me amenazó con pedir que la mandaran Afuera.
—Lo decía en broma.
—Ya lo sé. Pero era verdad lo que dijo de que alguien lo hizo una vez. Dijo que era la pura verdad. De un día al siguiente ya no estaba.
No se le volvió a ver. No hubo ni una Ceremonia de Liberación.
Jonás se encogió de hombros. No le preocupaba. ¿Cómo iba a haber alguien que no encajase? La Comunidad estaba meticulosamente ordenada, las selecciones se hacían con todo cuidado.
Hasta la Unión de Cónyuges se estudiaba tan a fondo que a veces un adulto que solicitaba esposa o esposo tenía que esperar meses o incluso años hasta que se aprobaba y anunciaba la Unión. Era necesario que todos los factores —disposición, nivel de energía, inteligencia y gustos— se complementaran y armonizaran perfectamente.
La madre de Jonás, por ejemplo, tenía más inteligencia que su padre, pero su padre tenía un carácter más tranquilo; se compensaban. Su unión, como todas las uniones, había sido sometida a un control de seguimiento por el Comité de Ancianos durante tres años antes de que pudieran solicitar hijos, y, como siempre, había resultado bien.
Al igual que la Unión de Cónyuges y la Imposición de Nombres y Colocación de los Nacidos, las Misiones eran escrupulosamente estudiadas por el Comité de Ancianos.
Jonás estaba seguro de que su Misión, fuera la que fuese, y lo mismo la de Asher, serían las que más les convenían. Únicamente estaba deseando que terminara el descanso del almuerzo, que el público asistente volviera a entrar en el Auditorio y que acabara el misterio.
Como respondiendo a su deseo silencioso, sonó la señal y la multitud empezó a moverse hacia las puertas.
El grupo de Jonás ocupó un sitio distinto en el Auditorio, cambiándose con los nuevos Onces: se sentaron muy delante, junto al escenario.
Estaban colocados por sus números originales, los que se les habían dado al nacer. Esos números se usaban muy poco después de la Imposición de Nombre, pero cada niño sabía el suyo, naturalmente. A veces los padres utilizaban el número cuando el hijo les irritaba por comportarse mal, como dando a entender que la mala conducta le hacía a uno indigno de nombre. Jonás siempre se reía para sus adentros cuando oía a un padre o una madre exasperados vociferar a un niño berreón: «¡Ya basta, Veintitrés!».
Jonás era Diecinueve. Había hecho el número diecinueve de los nacidos en su año. Por eso en la Imposición se tenía ya de pie y muy espabilado, y le faltaba poco para soltarse a andar y hablar. Por la misma razón tuvo una ligera ventaja durante el primer año o dos, un poco más de madurez que muchos de sus compañeros de grupo, que habían nacido en los últimos meses del año. Pero la diferencia se borró, como pasaba siempre, al llegar a Tres.
Después del Tres los niños progresaban más o menos al mismo compás, aunque por su primer número siempre se podía descubrir al que era unos meses mayor que otros del grupo. Técnicamente, el número completo de Jonás era Once—diecinueve, puesto que había otros Diecinueves, por supuesto, en cada grupo de edad. Y hoy, desde que por la mañana ascendieran los nuevos Onces, había dos Once—diecinueves. En el descanso de mediodía Jonás había intercambiado sonrisas con el nuevo, que era una chica tímida llamada Harriet.
Pero la duplicación sólo duraba esas pocas horas. Enseguida él no sería Once sino Doce, y la edad ya no importaría. Sería un adulto, como sus padres, aunque un adulto nuevo y todavía sin formar.
Asher era el Cuatro, y ahora estaba sentado en la fila de delante de Jonás. Sería el cuarto en recibir su Misión.
Fiona, número Dieciocho, estaba a su izquierda; al otro lado tenía al Veinte, un chico llamado Pierre que no le caía muy bien. Pierre era muy serio, nada divertido, y encima un angustias y un acusica. «¿Has mirado las Normas, Jonás?», se pasaba la vida murmurando solemnemente. «Yo no estoy seguro de que las Normas lo permitan.»
Casi siempre era por alguna tontería que no le importaba a nadie: abrirse la túnica si era un día de brisa o probar un ratito la bici de un amigo, sólo por experimentar la diferencia.
El discurso inaugural de la Ceremonia del Doce lo pronunciaba el Presidente o Presidenta de los Ancianos, el Jefe de la Comunidad, que era elegido cada diez años. El discurso venía a ser igual todos los años: recuerdo de la época de la niñez y el período de preparación, las responsabilidades inminentes de la vida de adulto, la profunda importancia de la Misión, la seriedad de la formación que comenzaba.
Dicho todo eso, la Presidenta de los Ancianos siguió adelante.
—Éste es el momento —dijo mirándoles directamente— en que reconocemos diferencias. Vosotros, Onces, habéis pasado hasta ahora todos vuestros años aprendiendo a adaptaros, a igualar vuestro comportamiento, a dominar aquellos impulsos que pudieran apartaros del grupo. Pero hoy hacemos honor a vuestras diferencias, porque ellas han determinado vuestro futuro.
Entonces empezó a describir al grupo del año y sus variadas personalidades, aunque sin señalar a nadie por su nombre. Mencionó que había alguien dotado de singulares aptitudes de Cuidador, otro al que le gustaban mucho los Nacidos, otro con dotes inusitadas para la ciencia, y un cuarto para quien el trabajo físico era obviamente un placer. Jonás rebullía en su asiento, tratando de reconocer en cada alusión a alguno de sus compañeros de grupo. Las aptitudes de Cuidador eran sin duda las de Fiona, a su izquierda; recordó haberse fijado en la ternura con que bañaba a los Viejos. El de las dotes científicas sería seguramente Benjamín, el chico que había diseñado importantes aparatos nuevos para el Centro de Rehabilitación.
En nada de lo que oyó se reconoció Jonás a sí mismo.
Por último la Presidenta rindió homenaje al duro trabajo de su Comité, que tan meticulosamente había llevado a cabo las observaciones a lo largo dellaño. El Comité de Ancianos se puso en pie para recibir los aplausos. Jonás vio que Asher bostezaba ligeramente, tapándose la boca con la mano por educación.
Y por fin la Presidenta de los Ancianos llamó al escenario al número Uno, y la asignación de misiones comenzó.
Cada anuncio era largo, porque iba acompañado de un discurso dirigido al nuevo Doce. Jonás trató de prestar atención mientras la Uno, sonriendo feliz, recibió su Misión de Auxiliar de la Piscifactoría, junto con palabras de alabanza por su infancia transcurrida allí en muchas horas de voluntariado y su evidente interés en el importante proceso de abastecer de alimento a la Comunidad.
La número Uno —se llamaba Madeline— volvió por fin a su butaca entre aplausos, luciendo la nueva insignia que la declaraba Auxiliar de la Piscifactoría. Jonás se alegraba sinceramente de que esa Misión estuviera dada; él no la habría querido. Pero dirigió a Madeline una sonrisa de enhorabuena.
Cuando la Dos, llamada Inger, recibió su Misión de Paridora, Jonás se acordó de que su madre había dicho que era muy poco honrosa.
Pero pensó que el Comité había escogido bien. Inger era una chica agradable, aunque un poco perezosa, y su cuerpo era fuerte. Disfrutaría en los tres años de vida mimada que seguirían a su breve formación; pariría bien y con facilidad; y la tarea de Obrera que le correspondería después daría ocupación a sus fuerzas, la mantendría sana y le serviría de autodisciplina. Inger sonreía cuando retomó su asiento. El trabajo de Paridora era importante, aunque no tuviera prestigio.
Jonás se dio cuenta de que Asher estaba nervioso. No hacía más que volver la cabeza para mirar a Jonás, hasta que el Jefe del Grupo le dirigió una reprensión silenciosa, una seña de que se estuviera quieto y con la vista al frente.
Al Tres, Isaac, se le dio la Misión de Instructor de Seises, que le complació y era merecida. Con ésa eran tres las Misiones dadas y ninguna de ellas le habría gustado a Jonás; y Paridora no habría podido ser en ningún caso, pensó divertido. Intentó repasar mentalmente la lista de las Misiones posibles que quedaban, pero eran tantas que renunció; además, era el tumo de Asher. Jonás atendió sin pestañear mientras su amigo subía al escenario y se colocaba, azarado, junto a la Presidenta de los Ancianos.
—Todos en la Comunidad conocemos a Asher y lo pasamos bien con él —empezó la Presidenta.
Asher sonrió de oreja a oreja y se frotó una pierna con el otro pie.
El público rió por lo bajo.
—Cuando el Comité empezó a estudiar la Misión de Asher —siguió diciendo la Presidenta—, hubo algunas posibilidades que se descartaron de inmediato. Parecía muy claro que no eran para Asher. Por ejemplo —dijo sonriendo—, ni por un instante consideramos nombrar a Asher Instructor de Treses.
El público rugió de risa. También Asher se rió, con aspecto apocado, pero complacido por ser el centro de aquella atención especial. Los Instructores de Treses tenían a su cargo enseñar a hablar con propiedad.
—Es más —continuó la Presidenta de los Ancianos, riendo levemente también ella—, incluso se planteó la posibilidad de algún castigo retroactivo para la persona que hace ya tantos años fue Instructor de Treses de Asher. En la reunión en la que se habló de él se volvieron a referir muchas de las historias que todos recordábamos de sus tiempos de aprendizaje de la lengua. Sobre todo —dijo conteniendo la risa— la diferencia entre ración y sanción. ¿Te acuerdas, Asher?
Asher asintió compungido y el público rió a carcajadas. Y Jonás también. Se acordaba, a pesar de que entonces también él era Tres nada más.
La sanción con que se castigaba a los niños pequeños era un sistema graduado de azotes con la palmeta, un arma fina y flexible cuyo golpe producía un dolor agudo. Los especialistas en Cuidados Infantiles estaban muy bien adiestrados en el método de disciplina: un azote rápido sobre las manos por una falta leve de comportamiento; tres azotes más fuertes sobre las piernas descubiertas por una falta repetida.
Pobre Asher, que siempre hablaba demasiado deprisa y confundía las palabras, ya desde pequeñito. Siendo Tres, un día que a la hora del tentempié de media mañana estaba haciendo cola, esperando con avidez que le dieran su ración de zumo y galletas, dijo «sanción» en vez de «ración».
Jonás lo recordaba muy bien. Le parecía estar viendo al pequeño Asher, que brincaba de impaciencia en la cola, y recordaba la alegre voz con que había gritado: «¡Quiero mi sanción!».
Los otros Treses, incluido Jonás, se habían reído nerviosos.
«¡Ración!», le corrigieron. «¡Querrás decir ración, Asher!» Pero la falta ya estaba cometida. Y la precisión en el habla era una de las tareas más importantes de los niños pequeños. Asher había pedido una sanción.
La palmeta, en la mano del Obrero de Cuidados Infantiles, silbó al abatirse sobre las manos de Asher. Asher gimió, se encogió y rectificó al instante. «Ración», susurró.