—Enhorabuena —dijo Asher.
—A ti también —contestó Jonás—. Fue muy divertido cuando contó lo de las sanciones. Te aplaudieron casi más que a nadie.
Los otros nuevos Doces estaban en grupo a poca distancia, colocando cuidadosamente sus carpetas en los cestillos que llevaban atrás las bicis. Esa noche, en cada casa, examinarían las instrucciones para el inicio de su formación. Hacía años que cada noche los niños memorizaban las lecciones para la escuela, a menudo bostezando de aburrimiento. Hoy todos empezarían ansiosos a memorizar las Normas de sus Misiones de adultos.
—¡Enhorabuena, Asher! —gritó alguien.
Y después hubo la misma vacilación.
—¡A ti también, Jonás!
Asher y Jonás respondieron felicitando a sus compañeros de grupo. Jonás vio que sus padres le miraban desde el sitio donde ellos tenían aparcadas las bicis. Lily ya estaba sujeta a su sillín.
Les saludó con la mano. Ellos le saludaron sonrientes, pero se dio cuenta de que Lily le miraba muy seria, chupándose el pulgar.
Fue derecho a casa y sólo intercambió con Asher alguna pequeña broma y comentarios sin importancia.
—¡Nos vemos mañana, Subdirector de Recreación! —gritó desmontando junto a su puerta mientras Asher seguía de largo.
—¡Vale! ¡Hasta mañana! —contestó Asher.
Una vez más, hubo sólo un momento en que la cosa no fue exactamente igual, no exactamente como siempre había sido durante su larga amistad. A lo mejor eran imaginaciones suyas. Con Asher las cosas no podían cambiar.
La cena fue más silenciosa de lo habitual. Lily parloteó sobre sus planes de voluntariado; dijo que pensaba empezar en el Centro de Crianza, puesto que ya era una experta en alimentar a Gabriel.
—Ya sé —añadió rápidamente al ver que su padre le lanzaba una mirada de advertencia—, no diré su nombre. Ya sé que no debo saber cómo se llama. ¡Tengo unas ganas de que sea mañana! —dijo feliz.
Jonás suspiró con desasosiego.
—Yo no —murmuró.
—Has recibido un honor muy grande —dijo su madre—. Tu padre y yo estamos muy orgullosos.
—Es el trabajo más importante de la Comunidad —dijo Papá.
—¡Pues la otra noche dijisteis que el trabajo más importante era asignar las Misiones!
Mamá asintió.
—Esto es distinto. No es un trabajo, en realidad. Yo no había pensado nunca, no esperaba... —hizo una pausa—. Sólo hay un Receptor.
—Pero la Presidenta de los Ancianos dijo que habían hecho una selección antes y que fracasó. ¿A qué se refería?
Sus padres titubearon. Por fin su padre describió la selección anterior:
—Fue muy semejante a lo de hoy, Jonás: la misma extrañeza y expectación, porque se habían saltado a un Once en la entrega de las Misiones. Hasta que se hizo el anuncio de la elección...
Jonás le interrumpió.
—¿Quién fue el elegido?
Su madre respondió:
—La elegida. Fue una chica. Pero no debemos pronunciar jamás su nombre, ni volverlo a emplear para una Nacida.
Jonás se quedó estupefacto. Un nombre que pasaba a ser impronunciable era el grado máximo de deshonor.
—¿Qué pasó con ella? —preguntó nervioso.
Pero sus padres pusieron cara de no saber nada.
—No lo sabemos —dijo su padre, incómodo—. No la volvimos a ver.
Un silencio llenó la habitación. Se miraron unos a otros. Hasta que su madre, levantándose de la mesa, dijo:
—Has recibido un gran honor, Jonás. Un gran honor.
A solas en su dormitorio, preparado para acostarse, Jonás abrió por fin su carpeta. Había visto que a algunos de los otros Doces les daban carpetas muy abultadas, con muchas hojas impresas. Se imaginaba a Benjamín, el científico de su grupo, sentándose a leer páginas y páginas de normas e instrucciones con ilusión. Se imaginaba a Fiona, con su dulce sonrisa, enfrascada en las listas de obligaciones y métodos que tendría que aprender en los días venideros.
Pero su carpeta estaba alarmantemente vacía, o casi. Dentro no había más que una única hoja impresa. La leyó dos veces.
JONÁS
RECEPTOR DE MEMORIA
Jonás se quedó atónito. ¿Qué iba a pasar con sus amistades? ¿Y sus horas despreocupadas de jugar a la pelota o rodar en bici a la orilla del río? Esos ratos habían sido felices y vitales para él. ¿Ahora se los iban a quitar del todo? Las meras instrucciones logísticas, dónde ir y cuándo, se las esperaba. Cada Doce tenía que saber, por supuesto, dónde y cómo y cuándo presentarse para recibir su formación. Pero le desalentó un poco que su programa no dejara tiempo, al parecer, para la recreación.
La exención de las Normas de Cortesía le asustó. Pero al releer se dio cuenta de que no se le mandaba ser grosero, simplemente se le daba esa opción. Estaba seguro de que no la utilizaría nunca. Estaba tan absolutamente y en todo acostumbrado a la cortesía en la Comunidad, que la sola idea de hacerle a otro ciudadano una pregunta íntima, de llamar la atención de alguien sobre un tema incómodo, le resultaba desagradable.
La prohibición de contar sueños pensó que no sería un verdadero problema. En cualquier caso, soñaba tan poco que no le salía espontáneamente, y se alegró de quedar excusado. Pero sí, por un instante, se preguntó qué habría que hacer en el desayuno. Si soñaba, qué: ¿sencillamente decirle a la Unidad Familiar, como tan a menudo les decía, que no había soñado? Eso sería mentir. Sí, pero la última Norma decía... En fin, todavía no estaba del todo preparado para pensar en la última Norma de la hoja.
Lo de la medicación restringida le acobardó. La medicación estaba siempre a disposición de los ciudadanos, incluso de los niños por medio de sus padres. Cuando se aplastó el dedo con la puerta, inmediatamente se lo comunicó a su madre, jadeando por el altavoz; y ella se apresuró a solicitar medicación analgésica, que enseguida le llevaron a casa. Y casi instantáneamente el dolor insufrible que sentía en la mano se redujo a una punzada, que ahora era lo único que recordaba de aquella experiencia.
Releyendo la Norma número seis se dio cuenta de que un dedo magullado entraba en la categoría de «ajeno a la formación». De modo que si volviera a suceder —y estaba muy seguro de que no volvería a suceder, porque desde el accidente tenía mucho cuidado con las puertas pesadas—, aún recibiría medicación.
También la pastilla que tomaba ahora todas las mañanas era ajena a la formación. Así que seguiría recibiendo la pastilla.
Pero recordó con inquietud lo que había dicho la Presidenta de los Ancianos sobre el dolor que debía ser parte de su formación. Lo había llamado indescriptible.
Jonás tragó fuerte, tratando sin éxito de imaginar lo que podía ser un dolor así sin medicación alguna. Pero escapaba a su comprensión.
A la Norma número siete no sintió ninguna reacción. Nunca se le había ocurrido que bajo ninguna circunstancia, jamás, pudiera solicitar ser liberado.
Finalmente hizo acopio de serenidad para volver a leer la última Norma. Desde la primera infancia, desde su primer aprendizaje de la lengua, se le había enseñado que no había que mentir nunca. Era parte esencial de aprender a hablar con propiedad. Una vez, siendo Cuatro, había dicho en la escuela, justo antes del almuerzo: «Estoy hambriento».
Inmediatamente se le había llevado aparte para darle una breve lección particular de precisión en el habla. Se le hizo ver que no estaba hambriento. Tenía apetito. Nadie de la Comunidad estaba hambriento, ni lo había estado nunca, ni lo estaría. Decir que se estaba «hambriento»
era decir una mentira. Una mentira no intencionada, por supuesto. Pero la finalidad de la precisión en el habla era asegurarse de no decir nunca mentiras sin querer. Le preguntaron si comprendía eso, y sí, lo había comprendido.
Nunca, que recordase, había sentido la tentación de mentir. Asher no mentía. Lily no mentía. Sus padres no mentían. Nadie mentía. A no ser que...
Entonces se le ocurrió a Jonás una idea que no se le había ocurrido nunca. Esta nueva idea era alarmante. ¿Y si los demás —los adultos—, al llegar a Doce, hubieran recibido en sus instrucciones la misma frase aterradora?
¿Y si a todos se les hubiera dicho: «Puedes mentir»?
La cabeza le dio vueltas. Ahora, autorizado a hacer preguntas de la mayor grosería —y con la seguridad de recibir respuestas—, él podría, teóricamente aunque era casi inimaginable, preguntarle a alguien, a algún adulto, a su padre quizá: «¿Tú mientes?».
Pero no tendría manera de saber si lo que le respondían era verdad.
Yo me quedo aquí, Jonás —le dijo Fiona cuando llegaron a la puerta principal de la Casa de los Viejos, después de dejar las bicis en el aparcamiento.
—No sé por qué estoy nerviosa —confesó—. ¡Con la cantidad de veces que he venido ya!
Daba vueltas a su carpeta entre las manos.
—Es que ahora todo es diferente —le recordó Jonás.
—Hasta las placas de las bicis —dijo Fiona riendo.
Durante la noche, el Equipo de Mantenimiento había ido quitando la placa de cada uno de los nuevos Doces y sustituyéndola por otra del estilo correspondiente a los ciudadanos en formación.
—No quiero llegar tarde —añadió Fiona apresuradamente, y empezó a subir la escalinata—. Si salimos a la misma hora, te acompañaré a casa.
Jonás asintió, la despidió con la mano y dobló la esquina del edificio hacia el Anexo, un pabellón pequeño unido a la parte de atrás.
Desde luego tampoco él quería llegar tarde en su primer día de formación.
El Anexo era muy corriente y su puerta no tenía nada de particular.
Jonás extendió la mano hacia el pesado picaporte, pero vio que en la pared había un timbre y lo apretó.
—¿Quién?
La voz salió de un pequeño altavoz que había sobre el timbre.
—Soy... soy Jonás. Soy el nuevo..., este...
—Pase.
Un chasquido indicó que se soltaba el pestillo de la puerta.
El vestíbulo era muy pequeño; no había más que una mesa, y sentada ante ella una Recepcionista atareada con unos papeles. Alzó los ojos al entrar Jonás; y a continuación, para su sorpresa, se puso de pie. No era una gran cosa ponerse de pie; pero hasta entonces nadie se había levantado automáticamente ante la presencia de Jonás.
—Bienvenido, Receptor de Memoria —dijo respetuosamente la Recepcionista.
—Por favor, llámeme Jonás —respondió él, azarado.
Ella sonrió, pulsó un botón, y se oyó un chasquido en la puerta que tenía a su izquierda.
—Puede usted pasar —dijo.
Entonces pareció percatarse de su azaramiento y de la causa que lo motivaba. En la Comunidad jamás había cerraduras en las puertas.
Por lo menos Jonás no sabía que las hubiera.
—Las cerraduras son únicamente para que se respete la intimidad del Receptor, porque necesita concentración —explicó la Recepcionista—.
Sería una molestia que entrara cualquier ciudadano, buscando el Departamento de Reparación de Bicicletas o lo que fuera.
Jonás se rió, relajándose un poco. Aquella mujer parecía muy cordial, y era verdad —de hecho era un chiste en toda la Comunidad—que el Departamento de Reparación de Bicicletas, que era una oficinilla poco importante, cambiaba de sitio tan a menudo que nadie sabía nunca dónde estaba.
—Aquí no hay nada peligroso —dijo la Recepcionista—. Pero —añadió, echando una ojeada al reloj de la pared— no le gusta que le hagan esperar.
Jonás se apresuró a franquear la puerta y se encontró en un Área de Estancia confortablemente amueblada. No se diferenciaba mucho de lo que había en la casa de su Unidad Familiar. El mobiliario era más o menos igual en toda la Comunidad: práctico, duradero, claramente definida la función de cada mueble. Una cama para dormir. Una mesa para comer. Un escritorio para estudiar.
Todo eso había en aquella espaciosa habitación, aunque cada cosa era ligeramente distinta de las de su casa. La tapicería de los sillones y del sofá era algo más gruesa y más lujosa; las patas de las mesas no eran rectas como las de casa, sino esbeltas y curvadas, con una pequeña decoración tallada en el pie. La cama, metida en un hueco al fondo de la habitación, estaba vestida con una colcha espléndida, toda ella bordada con dibujos complicados.
Pero la diferencia más llamativa eran los libros. En su casa tenían los volúmenes imprescindibles de consulta que había que tener en todas las casas: un diccionario y el grueso directorio de la Comunidad que contenía descripciones de todos los organismos, fábricas, edificios y comités. Y el Libro de Normas, naturalmente.
Los libros de su casa eran los únicos que Jonás había visto en su vida. Ni sabía que existieran otros.
Pero las paredes de esta habitación estaban enteramente recubiertas de estanterías, llenas, que llegaban hasta el techo. Debía de haber allí cientos, quizá miles de libros, cada uno con su título escrito en letras brillantes.
Jonás los miró sin pestañear. No era capaz de imaginarse cuántos miles de páginas contendrían. ¿Podría haber otras normas además de las que regían la Comunidad? ¿Podría haber más descripciones de organismos y fábricas y comités?
Sólo tuvo un segundo para mirar a su alrededor, porque se dio cuenta de que el hombre que estaba sentado en un sillón junto a la mesa le vigilaba. Rápidamente avanzó, se detuvo ante él, hizo una pequeña inclinación y dijo:
—Soy Jonás.
—Ya lo sé. Bienvenido, Receptor de Memoria.
Jonás le reconoció: era el Anciano que parecía separado de los demás en la Ceremonia, aunque vestía la misma ropa especial que sólo vestían los Ancianos.
Jonás miró tímidamente a los ojos claros que reflejaban los suyos como un espejo.