La torcedura del tobillo le latía cada vez que empujaba hacia abajo el pedal, con un esfuerzo que era casi superior a él.
Y el viento estaba cambiando. Durante dos días llovió. Jonás no había visto llover nunca, aunque a menudo había experimentado la lluvia en los recuerdos. Esas lluvias le habían gustado, había gozado de aquella sensación nueva, pero esto era distinto. Gabriel y él se mojaban y cogían frío, y costaba trabajo secarse, incluso cuando después salía el sol.
Gabriel no había llorado en todo el largo y terrible viaje. Pero ahora sí. Lloraba porque tenía hambre y frío y estaba terriblemente débil.
También Jonás lloraba, por las mismas razones y por otra más. Lloraba porque ahora temía no poder salvar a Gabriel. En sí mismo no pensaba ya.
Cada vez estaba más seguro de que faltaba poco para la meta, que estaba ya muy cerca, en la noche que se aproximaba. Ninguno de sus sentidos lo confirmaba. No veía otra cosa por delante que la cinta sin fin de la carretera, desplegada en curvas cerradas y retorcidas. No oía nada por delante.
Sin embargo, lo sentía: sentía que el Afuera no estaba lejos. Pero le quedaban pocas esperanzas de poder alcanzarlo. Y sus esperanzas disminuyeron aún más cuando el aire frío, cortante, empezó a nublarse y espesarse con remolinos blancos.
Gabriel, envuelto en su manta insuficiente, iba encogido, tiritando y silencioso, en su sillín. Jonás detuvo cansinamente la bici, bajó al niño y observó con dolor de corazón lo frío y débil que estaba Gabi.
De pie en el montículo que se iba espesando y congelando alrededor de sus pies insensibles, Jonás se abrió la túnica, metió a Gabriel junto a su pecho desnudo, y ató la manta rota y sucia alrededor de los dos. Gabriel se movió sin fuerzas contra él y soltó un corto gemido en el silencio que los rodeaba.
Vagamente, de una percepción casi olvidada y tan borrosa como la propia sustancia, Jonás recordó lo que era aquella blancura.
—Se llama nieve, Gabi —dijo en voz baja—. Copos de nieve. Caen del cielo y son muy bonitos.
No hubo respuesta del niño que antes era tan curioso y despierto.
Jonás, a la luz del crepúsculo, bajó la vista a la cabecita apoyada en su pecho. Los rizos de Gabriel estaban enredados y mugrientos, y en sus mejillas pálidas había surcos de lágrimas delineados por la suciedad.
Tenía los ojos cerrados. Según le estaba mirando Jonás, un copo de nieve descendió lentamente y se quedó prendido, como una chispa momentánea, en las diminutas pestañas estremecidas.
Extenuado, Jonás volvió a montar en la bici. Delante se alzaba un monte escarpado. En las mejores condiciones, la subida habría sido difícil y trabajosa. Pero ahora la nieve, que se espesaba por momentos, oscurecía el estrecho camino y hacía imposible la subida. Empujó los pedales con sus piernas entumecidas y exhaustas, y la rueda delantera apenas avanzó. Y entonces la bicicleta se atascó. Era imposible moverla.
Jonás se bajó y la dejó caer sobre la nieve. Por un instante pensó en lo fácil que sería dejarse caer junto a ella, dejarse envolver sin lucha, Gabriel y él, por la blandura de la nieve, la oscuridad de la noche, el cálido consuelo del sueño.
Pero había llegado hasta allí. Tenía que seguir.
Los recuerdos se le habían quedado atrás ya, escapando de su protección para volver a la gente de su Comunidad. ¿Le quedarían algunos? ¿Podría retener una última brizna de calor? ¿Tenía todavía fuerza para Dar? ¿Podía Gabriel todavía Recibir?
Apretó las manos contra la espalda de Gabriel y trató de recordar el calor del sol. Por un momento pareció que no le venía nada, que su poder estaba totalmente agotado. Pero de pronto se avivó y sintió que unas lenguas minúsculas de calor le corrían y le entraban por los pies y las piernas congelados. Notó que se le empezaba a iluminar la cara, y que la piel fría y tensa de sus brazos y sus manos se relajaba. Por un segundo fugaz sintió que quería conservar aquello para sí, darse un baño de sol, sin la carga de nada ni de nadie.
Pero ese instante pasó y le siguió una urgencia, una necesidad, un ansia apasionada de compartir el calor con la única persona que le quedaba para amar. Haciendo un esfuerzo que dolía, empujó el recuerdo del calor al cuerpo delgado y aterido que tenía en brazos.
Gabriel rebulló. Por un momento los dos se llenaron de calor y fuerza renovada, abrazados en mitad de la nieve cegadora.
Jonás empezó a subir la cuesta.
El recuerdo fue espantosamente breve. No había avanzado más que unos pocos metros en la noche cuando cesó y volvió a invadirles el frío.
Pero ahora la mente de Jonás estaba despierta. Había bastado aquel instante de calor para espabilarle del letargo y la resignación, y devolverle la voluntad de sobrevivir. Echó a andar más deprisa, con unos pies que ya no sentía. Pero la cuesta era empinada y traicionera; la nieve, y su propia falta de fuerzas, le entorpecían. Al poco trecho tropezó y cayó hacia delante.
De rodillas, sin poder levantarse, lo intentó por segunda vez. Su conciencia se aferró a un vestigio de otro recuerdo cálido, y trató desesperadamente de sujetarlo, ensancharlo y pasárselo a Gabriel. Su ánimo y sus fuerzas revivieron con el calor momentáneo y se puso en pie. Nuevamente Gabriel rebullía contra su cuerpo cuando reanudó la ascensión.
Pero el recuerdo se desvaneció, dejándole con más frío que antes.
¡Si hubiera tenido tiempo de recibir más calor del Dador antes de huir! Quizá ahora le quedaría más. Pero de nada servían los quizás.
Ahora había que poner toda la concentración en mover los pies, calentarse y calentar a Gabriel, y seguir adelante.
Trepó, hizo un alto, y de nuevo calentó brevemente a los dos, con un minúsculo resto de recuerdo que desde luego parecía ser lo último que le quedaba.
La cima del monte parecía estar muy lejos y no sabía qué habría detrás. Pero ya no podía hacer otra cosa que seguir, y arrastrándose siguió subiendo.
Cuando por fin se acercaba ya a la cima, empezó a ocurrir algo. No sentía más calor; en todo caso, más entumecimiento y más frío. No estaba menos exhausto; al contrario, los pies le pesaban como si fueran de plomo y las piernas estaban tan cansadas y congeladas que apenas las podía mover.
Pero de repente empezó a sentirse feliz. Empezó a recordar tiempos felices. Recordó a sus padres y a su hermana. Recordó a sus amigos Asher y Fiona. Recordó al Dador.
De pronto le inundaron recuerdos de gozo.
Llegó a la cresta del monte y bajo sus pies cubiertos de nieve notó que el terreno era llano. Por fin ya no había que subir más.
—Ya casi hemos llegado, Gabriel —susurró, sintiéndose muy seguro sin saber por qué—. Recuerdo este sitio, Gabi.
Y era verdad. Pero no era asir una reminiscencia frágil y trabajosa; esto era distinto. Esto era algo que podía conservar. Era un recuerdo suyo propio.
Abrazó fuerte a Gabriel y le frotó enérgicamente, calentándole para mantenerle vivo. Soplaba un viento horriblemente frío. La nieve, arremolinada, no le dejaba ver con claridad. Pero él sabía que allá delante, al otro lado de la ventisca cegadora, había calor y luz.
Empleando sus últimas fuerzas y un conocimiento especial que había en lo más profundo de su ser, Jonás halló el trineo que les estaba esperando en lo alto del monte. Sus manos insensibles buscaron la cuerda.
Se colocó sobre el trineo y abrazó fuerte a Gabi. El descenso era empinado, pero la nieve era pulverulenta y blanda, y sabía que esta vez no habría hielo, ni caída, ni dolor. Dentro de su cuerpo congelado, su corazón se dilató de esperanza.
Empezaron a bajar.
Jonás sintió como si fuera a desmayarse, y con todo su ser hizo por mantenerse erguido sobre el trineo, sujetando bien a Gabriel para protegerle. Los patines hendían la nieve y el viento le azotaba la cara mientras descendían a toda velocidad, en línea recta por una cortadura que parecía llevar al destino final, al lugar que siempre había sentido que le estaba esperando, al Afuera que contenía el futuro y el pasado de los dos.
Obligó a sus ojos a abrirse según seguían bajando sin parar y al instante vio luces, y entonces las reconoció. Supo que relumbraban a través de ventanas de habitaciones, que eran luces rojas, azules y amarillas, que parpadeaban desde árboles en lugares donde las familias creaban y mantenían recuerdos, donde celebraban el amor.
Bajaban, bajaban cada vez más deprisa. De pronto tuvo la certeza y la dicha de saber que allá abajo le estaban esperando, y que también estaban esperando al pequeño. Por primera vez oyó algo que supo que era música. Oyó cantar.
A sus espaldas, a distancias enormes de espacio y tiempo, de allá de donde venía, le pareció oír música también. Pero quizá fuera sólo un eco.
LOIS LOWRY, nació en Hawaii el 20 de marzo de 1937 con el nombre de Lois Ann Hammersberg. Era la mediana de dos hermanos Helen y John. Su padre fue dentista del ejercito estadounidense, por lo que vivió en muchas lugares de EE.UU y en diferentes partes del mundo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1962 Helen falleció, este hecho inspiró en cierto modo a Lois para escribir su primer libro y uno de los más conocidos
Un verano para morir
, publicado en 1977. Lois se casó a los 19 años con Donald Lowry y tuvieron cuatro hijos. Una de las aficciones de Lois era la fotografía, de modo que lo convirtió en profesión llegando a participar como periodista independiente en la revista Redbook, ahí llamó la atención de Houghton Mifflin, editor, que viendo la facilidad que Lois tenía para ver el mundo a través de los ojos de los niños la animó a editar alguno de sus libros.
Lois se convirtió en escritora infantil, comenzó a publicar a los cuarenta años y desde entonces ha escrito más de 30 libros para niños y publicó una autobiografía. Dos de sus obras han sido galardonados con el prestigioso premio Newbery:
Cuenta las estrellas
en 1990, y
El Dador
en 1993.