El hombre le corrigió.
—Honor —dijo tajantemente—. Tengo un gran honor. Como lo tendrás tú. Pero ya te darás cuenta de que no es lo mismo que poder.
—Ahora túmbate y estate quieto. Ya que nos hemos metido en el tema del clima, déjame que te pase otra cosa. Y esta vez no te voy a decir cómo se llama, porque quiero comprobar la recepción. Deberías ser capaz de percibir el nombre sin que te lo diga. «Nieve», «trineo», «bajar por un monte» y «patines» te los había descubierto yo al nombrártelos antes.
Sin necesidad de que se lo mandaran, Jonás volvió a cerrar los ojos. Volvió a sentir las manos en su espalda. Esperó.
Ahora llegaban más deprisa las impresiones. Esta vez las manos no se enfriaron, al contrario: las empezó a notar tibias sobre su cuerpo.
Se humedecieron un poco. El calor se extendió, difundiéndose sobre sus hombros, subiendo por el cuello hasta la mejilla. Lo sentía también bajo la ropa, una sensación general agradable; y cuando esta vez se lamió los labios, el aire estaba caliente y pesado.
No se movía. No había ningún trineo. Su postura no cambiaba.
Estaba sencillamente solo, no sabía dónde, al aire libre, tendido boca abajo, y el calor venía de muy arriba. No era tan emocionante como la carrera a través del aire nevado, pero era grato y reconfortante.
De pronto percibió el nombre de aquello: calor del sol. Percibió que venía del cielo.
Entonces se acabó.
—Calor del sol —dijo en voz alta, abriendo los ojos.
—Bien. Te el nombre. Eso facilita mi trabajo. No habrá tanto que explicar.
—Y venía del cielo.
—Exactamente —dijo el Viejo—. Como pasaba antes.
—Antes de la Igualdad. Antes del Control del Clima —añadió Jonás.
El hombre se echó a reír.
—Recibes bien y aprendes deprisa. Estoy muy contento contigo.
Creo que por hoy ya está bien. Hemos hecho un buen comienzo.
Había una pregunta que inquietaba a Jonás.
—Señor —dijo—, la Presidenta de los Ancianos me dijo, le dijo a todo el mundo, y usted también me lo ha dicho, que sería doloroso. Así que yo tenía un poco de miedo. Pero no me ha dolido nada. Lo he pasado muy bien.
Y miró al Viejo con gesto interrogante.
El hombre dio un suspiro.
—Te he hecho empezar con recuerdos placenteros. Mi fracaso anterior me dio la sabiduría de hacerlo así —respiró hondo unas cuantas veces—. Jonás —dijo—, será doloroso. Pero no tiene por qué serlo aún.
—Yo soy valiente. De verdad.
Jonás se puso un poco más derecho.
El Viejo le miró durante unos instantes y sonrió.
—Ya lo veo —dijo—. Bueno, ya que has hecho la pregunta..., creo que me queda energía para una transmisión más. Túmbate otra vez. Será lo último por hoy.
Jonás obedeció alegremente. Cerró los ojos, esperando, y volvió a sentir las manos; después sintió otra vez la tibieza, otra vez el calor del sol, que venía del cielo de esta otra conciencia que era tan nueva para él. Esta vez, según yacía disfrutando del calor maravilloso, sintió el paso del tiempo. Su yo real se dio cuenta de que era sólo un minuto o dos, pero el otro yo, el receptor de memoria, sintió que pasaba horas al sol. La piel le empezó a escocer. Incómodo, movió un brazo doblándolo, y sintió un dolor agudo en el pliegue interior del codo.
—¡Aaah! —dijo en voz alta, y cambió de postura sobre la cama—.
¡Uuuf! —exclamó, porque al moverse le dolió todo, hasta la cara al mover la boca para hablar.
Sabía que había un nombre, pero el dolor no le dejaba asirlo.
Entonces se acabó. Abrió los ojos, con la cara contraída por la molestia.
—Ha dolido —dijo—, y no he podido captar el nombre.
—Quemadura —dijo el Viejo.
—Ha dolido mucho —dijo Jonás—, pero me alegro de que me lo haya dado. Ha sido interesante. Y ahora entiendo mejor lo que significaba que habría dolor.
El hombre no respondió. Guardó silencio durante unos segundos, y luego dijo:
—Levántate ya. Es hora de que vuelvas a casa.
Caminaron juntos hasta el centro de la habitación. Jonás volvió a ponerse la túnica.
—Adiós, señor —dijo—. Gracias por mi primer día.
El Viejo contestó asintiendo con la cabeza. Se le veía agotado y un poco triste.
—¡Señor! —dijo Jonás tímidamente.
—¿Qué? ¿Tienes alguna pregunta?
—Es que no sé cómo se llama usted. Yo pensaba que era usted el Receptor, pero usted dice que ahora el Receptor soy yo. Así que no sé cómo llamarle.
El hombre se había vuelto a sentar en el sillón cómodo. Giró los hombros como para librarse de una sensación dolorosa. Parecía tremendamente cansado.
—Llámame Dador —dijo.
—Has dormido bien, Jonás? —preguntó su madre en el desayuno—.
¿No has tenido sueños?
Jonás se limitó a sonreír y asentir, ni preparado a mentir ni deseoso de decir la verdad.
—He dormido muy bien —dijo.
—Así querría yo que durmiera éste —dijo su padre, inclinándose desde la silla para tocar el puñito que alzaba Gabriel.
Tenía el capacho en el suelo a su lado; desde un ángulo, junto a la cabeza de Gabriel, el hipopótamo de peluche miraba con sus ojos sin expresión.
—Y yo —dijo Mamá, alzando los ojos al cielo—. Hay que ver lo inquieto que está por las noches Gabriel.
Jonás no había oído al Nacido durante la noche porque, como siempre, él había dormido bien. Pero no era verdad que no hubiera soñado.
Una y otra vez, durmiendo, se había deslizado por aquel monte nevado. Siempre, en el sueño, parecía como si hubiera un punto de destino: algo, no podía precisar qué, que estaba más allá del lugar donde el espesor de la nieve paraba el trineo.
Se quedó, al despertarse, con la impresión de que quería, de que necesitaba incluso, llegar a ese algo que le esperaba en la lejanía. La impresión de que era bueno. De que era acogedor. De que era importante.
Pero no sabía cómo llegar allá.
Intentó deshacerse del residuo de sueño mientras reunía los deberes y se preparaba para el día.
La escuela parecía hoy un poco diferente. Las clases eran las mismas: lengua y comunicaciones; comercio e industria; ciencia y tecnología; procedimientos civiles y gobierno. Pero durante los descansos para recreación y el almuerzo, los otros nuevos Doces no paraban de contar cosas de su primer día de formación. Hablaban todos a la vez, interrumpiéndose, disculpándose precipitadamente por interrumpir, luego olvidándose otra vez por la emoción de describir las nuevas experiencias.
Jonás escuchaba. Tenía muy presente el mandato de no comentar su formación. Pero en cualquier caso habría sido imposible. No había manera de describir a sus amigos lo que había experimentado allí, en la habitación del Anexo. ¿Cómo describir un trineo sin describir un monte y la nieve; y cómo describir un monte y la nieve a alguien que no hubiera sentido nunca la altura ni el viento ni aquel frío mágico de plumas?
Incluso con aquel entrenamiento de años en la precisión del habla, ¿qué palabras emplear que pudieran dar a otro la experiencia del calor del sol?
Así que a Jonás no le costó trabajo callarse y escuchar.
Al salir de la escuela volvió a ir con Fiona hasta la Casa de los Viejos.
—Ayer te busqué —le dijo Fiona— para volver a casa juntos. Vi que estaba tu bici y esperé un rato. Pero como se hacía tarde me marché.
—Pido disculpas por hacerte esperar —dijo Jonás.
—Te disculpo —replicó ella automáticamente.
—Me quedé un poco más de lo que pensaba —explicó Jonás.
Ella siguió pedaleando en silencio y él notó que estaba esperando que le dijera por qué. Esperaba que Jonás le describiera su primer día de formación. Pero preguntar habría sido grosero.
—Tú has hecho tantas horas de voluntariado con los Viejos —dijo Jonás cambiando de tema— que ya habrá pocas cosas que no sepas.
—Huy, hay mucho que aprender —repuso Fiona—. Está el trabajo administrativo, y las Normas Dietarias, y el castigo por desobediencia; ¿tú sabías que se utiliza una palmeta de disciplina con los Viejos, lo mismo que con los niños pequeños? Y la terapia ocupacional, y las actividades de recreación, y las medicaciones, y...
Llegaron al edificio y echaron el freno a las bicis.
—La verdad es que creo que me va a gustar más que la escuela —confesó Fiona.
—A mí también —coincidió Jonás, empujando la bici hasta su sitio.
Ella aguardó unos instantes, como si de nuevo esperase que continuara. Luego miró el reloj, se despidió con la mano y echó a correr hacia la entrada.
Jonás permaneció un momento parado junto a la bici, sorprendido.
Había vuelto a ocurrir; aquello que ahora clasificaba como «Ver Más».
Esta vez había sido Fiona la que había sufrido aquel cambio fugaz e indescriptible. Al alzar él la vista para mirarla cuando entraba por la puerta, sucedió: Fiona cambió. En realidad, pensó Jonás intentando reconstruirlo mentalmente, no había sido Fiona toda entera. Parecía ser sólo su pelo. Y sólo por un breve instante.
Hizo un repaso, reflexionando. Estaba claro que empezaba a ocurrir más a menudo. Primero la manzana, hacía unas semanas. La vez siguiente habían sido las caras del público en el Auditorio, hacía sólo dos días. Ahora, hoy, el pelo de Fiona.
Con el ceño fruncido, dirigió sus pasos al Anexo. «Se lo preguntaré al Dador», decidió.
El Viejo alzó la vista, sonriente, cuando Jonás entró en la habitación. Estaba ya sentado junto a la cama y hoy parecía tener más energías, estar ligeramente renovado y contento de ver a Jonás.
—Bienvenido —dijo—. Tenemos que empezar. Llegas con un minuto de retraso.
—Pido disc... —empezó Jonás, pero se calló, poniéndose colorado, al acordarse de que no había que pedir disculpas.
Se quitó la túnica y se fue a la cama.
—Llego con un minuto de retraso porque ha ocurrido una cosa —explicó—. Y me gustaría preguntarle acerca de eso, si no le molesta.
—Puedes preguntarme lo que quieras.
Jonás intentó ponerlo en orden mentalmente para poder explicarlo con claridad.
—Creo que es lo que usted llama Ver Más —dijo.
El Dador asintió.
—Descríbelo —dijo.
Jonás le refirió la experiencia que había tenido con la manzana.
Después, el momento del escenario, cuando extendió la mirada y vio el mismo fenómeno en las caras de la gente.
—Y hoy, ahora mismo, ahí fuera, ha ocurrido con mi amiga Fiona.
Ella en sí no ha cambiado exactamente. Pero hubo algo de ella que cambió por un instante. Su pelo era diferente; pero no en la forma, no en el largo. No alcanzo del todo a...
Hizo una pausa, frustrado por su incapacidad de asir y describir exactamente lo que había ocurrido.
Por fin se limitó a decir:
—Cambió. No sé cómo ni por qué. Por eso he llegado con un minuto de retraso —concluyó, y miró interrogante al Dador.
Para su sorpresa, el Viejo le hizo una pregunta que no parecía tener relación con el Ver Más.
—Cuando ayer te di el recuerdo, el primero, el de la bajada en trineo, ¿miraste alrededor?
Jonás asintió.
—Sí —dijo—, pero la sustancia, quiero decir la nieve, que había en el aire casi no dejaba ver nada.
—¿Miraste al trineo?
Jonás hizo memoria.
—No. Únicamente lo sentí debajo de mí. Soñé con él anoche, también. Pero no recuerdo haber visto el trineo en el sueño, tampoco.
Sólo sentirlo.
El Dador parecía estar pensando.
—Cuando yo te observaba, antes de la selección, me pareció que probablemente tenías la capacidad, y lo que describes lo confirma. A mí me pasó de manera un poco distinta —dijo el Dador—. Cuando yo tenía justo
tu
edad, en vísperas de ser el nuevo Receptor, empecé a experimentarlo, aunque adoptó una forma diferente. En mi caso fue...
Bueno, no te lo voy a describir ahora; no lo entenderías aún.
Pero creo adivinar lo que te está pasando. Permíteme hacer una pequeña prueba de comprobación. Túmbate.
Jonás se volvió a tumbar en la cama con las manos a los costados.
Ahora se sentía cómodo allí. Cerró los ojos y esperó la sensación familiar de las manos del Dador en su espalda.
Pero no . En lugar de eso, el Dador le ordenó:
—Evoca el recuerdo del viaje en trineo. Solamente el comienzo, cuando estás en lo alto del monte, antes de empezar el descenso. Y esta vez baja los ojos al trineo.
Jonás no entendía. Abrió los ojos.
—Perdón —dijo cortésmente—, pero, ¿no tiene que darme usted el recuerdo?
—Ahora es un recuerdo tuyo. Ya no es mío, ya no lo experimento yo. Lo he dado.
—¿Y cómo puedo evocarlo?
—¿Tú no recuerdas el año pasado, o el año en que eras Siete, o Cinco?
—Por supuesto.
—Pues viene a ser lo mismo. Toda la gente de la Comunidad tiene recuerdos de una generación como ésos. Pero ahora tú podrás remontarte un poco más atrás. Inténtalo. Basta con que te concentres.
Jonás volvió a cerrar los ojos. Respiró hondo y buscó el trineo y el monte y la nieve en su conciencia.
Allí estaban, sin esfuerzo. Se halló otra vez sentado en aquel mundo que era un remolino de copos de nieve, en lo alto del monte.
Sonrió anchamente de satisfacción y echó el aliento para verlo hecho vapor. Después, según se le había mandado, bajó los ojos. Vio sus manos, de nuevo cubiertas de nieve, sujetando la cuerda. Vio sus piernas y las ladeó para atisbar el trineo de debajo.
Y se quedó mirándolo atónito. Esta vez no fue una impresión pasajera. Esta vez el trineo tenía —y conservó, mientras él parpadeaba y seguía mirándolo— aquella misma cualidad misteriosa que la manzana había tenido tan fugazmente. Y el pelo de Fiona. El trineo no cambió.
Simplemente fue... lo que fuera aquello.
Abrió los ojos. Seguía estando en la cama y el Dador le observaba con curiosidad.
—Sí —dijo Jonás despacio—. Lo he visto, en el trineo.
—Déjame probar con otra cosa más. Mira hacia allá, a la estantería.
¿Ves la fila de libros más alta, los de detrás de la mesa, arriba del todo?
Jonás los buscó con la vista. Los miró fijamente y cambiaron. Pero el cambio fue efímero. Al instante siguiente se había desvanecido.
—Ha ocurrido —dijo—. Les ha ocurrido a los libros, pero se ha vuelto a ir.
—Entonces tengo razón —dijo el Dador—. Estás empezando a ver el color rojo.