El vampiro movió de nuevo la boca.
—Soy un gran admirador de su trabajo.
Abrí los ojos desmesuradamente. No era imposible que un profesor de Bioquímica estuviera interesado en la alquimia del siglo XVII, pero parecía muy poco probable. Puse los dedos en el cuello de mi blusa blanca y recorrí con la mirada la sala. Éramos las dos únicas personas allí. No había nadie en el viejo mueble de roble donde se archivaban las fichas ni en la cercana mesa de ordenadores. Fuese quien fuese el que estuviese en el mostrador de devoluciones, se encontraba demasiado lejos como para acudir en mi ayuda.
—Su artículo sobre el simbolismo del color en la transformación alquímica me resultó fascinante, y su trabajo sobre el enfoque de Robert Boyle para los problemas de la expansión y la contracción resulta muy persuasivo —continuó Clairmont con suavidad, como si estuviera acostumbrado a ser el único participante activo de una conversación—. No he terminado todavía su libro más reciente sobre el aprendizaje y la educación alquímicos, pero estoy disfrutando muchísimo de él.
—Gracias —susurré.
Su mirada pasó de mis ojos a mi garganta.
Dejé de toquetear los botones alrededor de mi cuello.
Sus ojos antinaturales volvieron a mirar los míos.
—Usted tiene una manera maravillosa de evocar el pasado para sus lectores. —Tomé eso como un cumplido, ya que un vampiro sabría si era erróneo. Clairmont hizo una breve pausa—. ¿Podría invitarla a cenar?
Abrí la boca, asombrada. ¿A cenar? Tal vez no me fuera posible escapar de él en la biblioteca, pero no había razón para quedarme con él durante toda una comida…, sobre todo una que no iba a compartir, si teníamos en cuenta sus hábitos alimenticios.
—Tengo planes —dije repentinamente, incapaz de formular una explicación razonable acerca de esos planes. Matthew Clairmont debía de saber que yo era una bruja, y que obviamente no estaba celebrando Mabon.
—Es una pena —murmuró, con una ligera sonrisa en sus labios—. En otra ocasión, quizás. Usted permanecerá en Oxford durante un año, ¿verdad?
Estar cerca de un vampiro era siempre algo perturbador, y el aroma a clavo de Clairmont me recordaba al extraño olor del Ashmole 782. Incapaz de pensar con claridad, me limité a asentir con la cabeza. Era más seguro.
—Eso pensaba —dijo Clairmont—. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos. Oxford es una ciudad muy pequeña.
—Muy pequeña —repetí, deseando estar desarrollando mi trabajo en Londres en aquel momento.
—Hasta entonces, doctora Bishop. Ha sido un placer. —Clairmont tendió su mano. Con la excepción de su breve exploración de mi cuello, en ningún momento había apartado sus ojos de los míos. Y me pareció que ni siquiera había parpadeado. Hice un gran esfuerzo por no ser la primera en apartar la mirada.
Llevé la mano hacia delante. Vacilé un momento antes de coger la suya. Hubo una fugaz presión antes de que él la retirara. Retrocedió, sonrió, y luego desapareció en la oscuridad de la parte más antigua de la biblioteca.
Permanecí inmóvil hasta que mis manos heladas pudieron moverse sin dificultad otra vez, entonces regresé a mi mesa y apagué mi ordenador. Mientras recogía mis papeles,
Notas e Investigaciones
me preguntó de manera acusadora por qué me había molestado en ir a buscarla si ni siquiera iba a echarle una ojeada. Mi lista de tareas estaba también llena de reproches. Arranqué la hoja, la arrugué y la arrojé a la papelera de mimbre bajo la mesa.
—«No te inquietes por lo que ocurrirá mañana»
[1]
—farfullé por lo bajo.
El supervisor vespertino de la sala de lectura miró su reloj cuando devolví los manuscritos.
—Hoy termina temprano, doctora Bishop.
Asentí con un gesto, con los labios cerrados con fuerza para evitar preguntarle si sabía que había un vampiro en la sección de consulta de paleografía.
Recogió la pila de cajas de cartón gris que contenían los manuscritos.
—¿Los va a necesitar mañana?
—Sí —murmuré—. Mañana.
Una vez cumplida mi última obligación de estudiosa antes de retirarme de la biblioteca, quedé en libertad. Mis zapatos taconearon contra el suelo de linóleo y resonaron entre las paredes de piedra mientras apresuraba el paso a través de las puertas de celosía de la sala de lectura pasando junto a los libros protegidos de dedos curiosos por cintas de terciopelo, bajando las desgastadas escaleras de madera hacia el patio interior cerrado de la planta baja. Me apoyé sobre la barandilla de hierro que rodeaba la estatua de bronce de William Herbert y aspiré el aire frío hacia mis pulmones, en un esfuerzo por hacer que los vestigios de clavo y canela abandonaran mis fosas nasales.
Siempre había cosas aterradoras en la noche de Oxford, me dije a mí misma con severidad. Pues bien, había un vampiro más en la ciudad.
Además de lo que me dije a mí misma en aquel patrio interior, el camino de regreso a casa lo hice más rápido que de costumbre. La oscuridad de New College Lane era una perspectiva espeluznante en el mejor de los casos. Pasé mi tarjeta por el lector en el portón trasero del New College y sentí que parte de la tensión abandonaba mi cuerpo cuando la puerta sonó al cerrarse detrás de mí, como si cada puerta y cada pared que me separaban de la biblioteca de alguna manera me mantuvieran a salvo. Di un rodeo por debajo de los ventanales de la capilla y atravesé el estrecho pasaje hacia el patio desde el que se podía ver el único jardín medieval existente en Oxford, incluido el tradicional montículo que en otro tiempo había brindado una verde posibilidad para que los estudiantes consideraran y contemplaran los misterios de Dios y de la naturaleza. Esa noche, los chapiteles y los pasajes abovedados de la universidad tenían un aspecto particularmente gótico, y yo estaba ansiosa por entrar.
Cuando la puerta de mi apartamento se cerró detrás de mí, dejé escapar un suspiro de alivio. Vivía yo en lo más alto de una de las escaleras para el cuerpo docente del
college,
en alojamientos reservados a antiguos miembros visitantes. Mis habitaciones, que incluían un dormitorio, una sala de estar con una mesa redonda para cenar y una agradable y pequeña cocina, estaban decoradas con grabados antiguos y revestimiento de madera. Todo el mobiliario parecía haber salido de las antiguas estancias de los salones comunes de los estudiantes de último año y de la casa del director, y en él predominaban ajados diseños decimonónicos.
Ya en la cocina, puse dos rebanadas de pan en la tostadora y me serví un vaso de agua fría. Mientras bebía el agua de un trago, abrí la ventana para dejar entrar el aire fresco y ventilar las habitaciones cerradas.
Llevé mi refrigerio a la sala, me quité los zapatos y encendí el pequeño equipo de música. Las claras notas de Mozart inundaron el ambiente. Cuando me senté en uno de los sillones tapizados en color granate, tenía la intención de descansar unos momentos, luego darme un baño y repasar mis notas del día.
A las tres y media de la mañana, me desperté con el corazón sobresaltado, el cuello entumecido y el fuerte sabor del clavo en la boca.
Me serví un vaso de agua fresca y cerré la ventana de la cocina. Hacía frío y me estremecí al contacto con el aire húmedo.
Tras echar una ojeada a mi reloj y hacer algunos cálculos rápidos, decidí llamar a casa. Allí apenas serían las diez y media, y a Sarah y Em les gustaba la noche como si fueran murciélagos. Fui de una habitación a otra, apagué todas las luces excepto las de mi dormitorio y cogí el móvil. Me quité la ropa sucia en cuestión de minutos —¿cómo puede uno ensuciarse tanto en una biblioteca?— y me puse un par de pantalones de yoga viejos y un jersey negro con el cuello alto. Eran más cómodos que cualquier pijama.
La cama me pareció acogedora y firme debajo de mí. Me resultó tan reconfortante que casi me convencí de que no era necesaria una llamada telefónica a casa. Pero el agua no había logrado borrar los vestigios del clavo de mi lengua, y marqué el número.
—Estábamos esperando tu llamada —fueron las primera palabras que escuché.
Brujas.
Suspiré.
—Sarah, estoy bien.
—Todo indica lo contrario. —Como de costumbre, la hermana menor de mi madre no se iba a privar de decir lo que le daba la gana—.
Tabitha
ha estado nerviosa toda la noche. Em tuvo una clara imagen de ti perdida en el bosque en la noche, y yo no he podido comer nada desde el desayuno.
El verdadero problema era esa maldita gata.
Tabitha
era la preferida de Sarah y captaba cualquier tensión dentro de la familia con asombrosa precisión.
—Estoy bien. Tuve un encuentro inesperado en la biblioteca esta tarde, eso es todo.
Un clic me confirmó que Em había cogido el teléfono supletorio.
—¿Por qué no estás celebrando Mabon? —preguntó.
Emily Mather había formado parte de mi vida desde que yo tenía memoria. Ella y Rebecca Bishop se habían conocido cuando eran estudiantes de secundaria trabajando en verano en la Plimoth Plantation, donde hacían excavaciones y empujaban carretillas para los arqueólogos. Se convirtieron en estupendas amigas y luego en fieles amigas por correspondencia cuando Emily fue a Vassar y mi madre a Harvard. Más tarde, las dos volvieron a ponerse en contacto cuando Em se convirtió en bibliotecaria infantil en Cambridge. Después de la muerte de mis padres, los largos fines de semana de Em en Madison pronto la condujeron a un nuevo trabajo en la escuela primaria local. Ella y Sarah se convirtieron en una pareja inseparable, aunque Em había conservado su propio apartamento en la ciudad y ambas se habían preocupado mucho de no ser vistas yendo juntas al dormitorio mientras yo crecía. Aunque esa precaución no me engañó a mí, ni a los vecinos, ni a nadie que viviera en la ciudad. Todo el mundo las trataba como la pareja que eran, independientemente de dónde durmieran. Cuando yo me fui de casa de los Bishop, Em se instaló en ella y allí permanecía desde entonces. Al igual que mi madre y mi tía, Em procedía de un antiguo linaje de brujas.
—Me invitaron a la fiesta del aquelarre, pero no he ido. He estado trabajando.
—¿La bruja de Bryn Mawr te invitó a asistir?
Em estaba interesada en la profesora de Literatura Clásica, sobre todo (como quedó claro tras su confesión después de beber una gran cantidad de vino una noche de verano) porque hubo una época en la que había salido con la madre de Gillian. «Eran los años sesenta», se limitó a decir Em en aquella ocasión.
—Sí. —Mi tono de voz fue tenso. Ambas estaban convencidas de que yo vería la luz y empezaría a tomar en serio mi magia, ya que tenía mi propia cátedra asegurada. Nada arrojaba duda alguna sobre este pronóstico lleno de deseos, y siempre se entusiasmaban cuando yo entraba en contacto con alguna bruja—. Pero en lugar de eso, pasé la tarde con Elias Ashmole.
—¿Quién es ése? —le preguntó Em a Sarah.
—¿No lo recuerdas? Es ese tipo que ya murió y que coleccionaba libros de alquimia —le susurró Sarah.
—¿Estáis todavía ahí? —grité en el teléfono.
—Entonces, ¿con quién te tropezaste? —preguntó Sarah.
Dado que ambas eran brujas, no tenía sentido tratar de esconder nada.
—Conocí a un vampiro en la biblioteca. Uno que no había visto antes. Se llama Matthew Clairmont.
Se produjo un silencio en el auricular de Em mientras revisaba su archivo mental de criaturas notables. También Sarah se mantuvo callada durante un momento, pensando si debía estallar o no.
—Espero que te resulte más fácil deshacerte de él que de los daimones que habitualmente atraes hacia ti —dijo con brusquedad.
—Los daimones no me han molestado desde que dejé de actuar.
—No, estaba ese daimón que te siguió hasta la Biblioteca Beinecke cuando empezaste a trabajar en Yale —me corrigió Em—. El que deambulaba por la calle y fue a buscarte.
—Ése era mentalmente inestable —protesté. Al igual que el hecho de usar la brujería con la lavadora, atraer la atención de un único daimón curioso no debería ser tenido en cuenta y actuar en mi contra.
—Tú atraes criaturas como las flores atraen a las abejas, Diana. Pero los daimones no son ni remotamente tan peligrosos como los vampiros. Aléjate de él —recomendó Sarah con voz tensa.
—No tengo razón alguna para buscarlo. —Dirigí mis manos instintivamente otra vez al cuello—. No tenemos nada en común.
—No se trata de eso —dijo Sarah, levantando la voz—. Se supone que brujas, vampiros y daimones no deben mezclarse. Tú lo sabes. Hay más posibilidades de que los humanos nos descubran cuando eso ocurre. No merece la pena correr ese riesgo por ningún daimón ni por ningún vampiro. —Las únicas criaturas en el mundo que Sarah tomaba en serio eran las otras brujas. Los humanos le parecían pequeños seres infelices, ciegos al mundo que los rodeaba. Los daimones eran eternos adolescentes en los que no se podía confiar. Los vampiros estaban muy por debajo de los gatos y por lo menos en un escalón inferior al de los perros de la calle en la jerarquía de criaturas que ella establecía.
—Ya me has hablado antes de las reglas, Sarah.
—No todos obedecen las reglas, querida —señaló Em—. ¿Y qué quería?
—Dijo que estaba interesado en mi trabajo. Pero él es un científico, de modo que eso es difícil de creer. —Tamborileé con mis dedos sobre el edredón—. Me invitó a cenar.
—¿A cenar? —Sarah se mostró incrédula.
Em se echó a reír.
—No hay mucho en la carta de un restaurante que pueda resultarle atractivo a un vampiro.
—Estoy segura de que no volveré a verlo. Según su tarjeta de visita, dirige tres laboratorios y tiene dos puestos en el cuerpo docente.
—Típico —farfulló Sarah—. Eso es lo que ocurre cuando uno tiene demasiado tiempo a su disposición. Y deja de toquetear el edredón…, vas a terminar haciéndole un agujero. —Había encendido su radar de bruja al máximo y en ese momento me estaba viendo además de escucharme.
—No creo que le esté robando dinero a las viejecitas, ni que esté despilfarrando las fortunas de otras personas en la Bolsa —contesté. El hecho de que los vampiros tuviesen fama de ser fabulosamente ricos era algo que ponía nerviosa a Sarah—. Es bioquímico y también médico interesado en el funcionamiento del cerebro.
—Estoy segura de que eso es fascinante, Diana, pero ¿qué
quería?
—Sarah igualó mi irritación con su impaciencia, la insistencia es el ataque característico de todas las mujeres Bishop.