El descubrimiento de las brujas (100 page)

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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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Pero fue su encuentro con una princesa de las hadas que tenía unas alas demasiado grandes y una falda de gasa lo que me resultó más emotivo. Abrumada y exhausta por la emoción de la celebración, la niña se echó a llorar cuando Matthew le preguntó qué golosinas quería. Su hermano, un robusto pirata de seis años, le soltó la mano, escandalizado.

—Le preguntaremos a tu madre. —Matthew levantó a la princesa de las hadas en sus brazos y agarró al pirata por la parte de atrás del pañuelo que cubría su cabeza. Entregó a ambos niños a los seguros brazos de los padres que esperaban. Mucho antes de llegar a ellos, sin embargo, la niña había olvidado sus lágrimas y tenía una mano pegajosa envuelta en el cuello del jersey de Matthew y le golpeaba ligeramente en la cabeza con su varita mágica mientras decía:

—Abracadabra…

—Cuando crezca y piense en un príncipe azul, éste será parecido a ti —le dije cuando volvió a la casa. Una llovizna de purpurina plateada cayó cuando inclinó la cabeza para darme un beso—. Estás cubierto de polvo de hadas —le dije riéndome mientras sacudía la purpurina que le quedaba en el pelo.

Alrededor de las ocho, cuando la marea de hadas, princesas y piratas se convirtió en una oleada de adolescentes góticos con lápiz de labios negro y ropa de cuero adornada con cadenas, Matthew me entregó la cesta de golosinas y se retiró al salón principal.

—¡Cobarde! —bromeé, enderezando mi sombrero antes de abrir la puerta a otro sombrío grupo.

Apenas tres minutos antes de que fuera seguro apagar la luz del porche sin arruinar la reputación de Halloween, escuchamos otra fuerte llamada y un grito de «¿Truco o trato?».

—¿Quién puede ser? —gruñí, volviendo a ponerme rápidamente el sombrero.

Había dos magos jóvenes en los escalones de la entrada. Uno era el repartidor de periódicos. Estaba acompañado por un adolescente larguirucho de fea piel con la nariz perforada, a quien reconocí vagamente como miembro del clan O’Neil. Sus disfraces, si es que podían llamarse así, consistían en vaqueros rotos, camisetas sujetas con imperdibles, sangre falsa, dientes de plástico y largas correas de perro.

—¿No eres ya demasiado mayor para esto, Sammy?

—Ahoda zoy Zam. —La voz de Sammy estaba cambiando y estaba llena de inesperados graves y agudos, y sus colmillos falsos le provocaban un ceceo.

—Hola, Sam. —Quedaba una docena de caramelos en el fondo de la cesta de golosinas—. Sírvete. Esto es todo lo que queda. Estábamos a punto de apagar las luces. ¿No deberías estar en el Refugio de los Cazadores pescando manzanas?

—Noz dijedon que vueztraz calabazaz edan dealmente imprezionantez ezte año. —Sammy se balanceó sobre sus pies—. Y, ah, bien… —Se ruborizó y se quitó los dientes de plástico—. Rob jura que vio un vampiro por aquí el otro día. Le aposté veinte dólares a que las Bishop no podían tener uno en casa.

—¿Por qué estás tan seguro de que podrías reconocer a un vampiro si lo vieras?

El vampiro en cuestión salió del salón principal y se colocó detrás de mí.

—Caballeros… —dijo tranquilamente. Los adolescentes abrieron la boca asombrados.

—Tendríamos que ser humanos o muy estúpidos para no reconocerlo —dijo Rob, anonadado—. Es el vampiro más grande que jamás he visto. —Golpeó la palma abierta de su amigo y cogió la golosina.

—No te olvides de pagar, Sam —dije con severidad.

—Ah, Samuel —lo detuvo Matthew. Su acento francés se hizo inusualmente más pronunciado—. Podría pedirte algo…, un favor para mí? No le comentes nada a nadie acerca de esto.

—¿Nunca? —Sammy se mostró reticente a la idea de no divulgar tan jugosa información.

A Matthew le temblaron ligeramente los labios.

—Tienes razón. ¿Puedes mantener el silencio hasta mañana?

—¡Sí! —Sammy asintió con la cabeza, y se volvió hacia Rob en busca de confirmación—. Sólo faltan tres horas. Podemos hacerlo. No hay problema.

Se subieron a sus bicicletas y se fueron.

—Los caminos están oscuros —señaló Matthew, frunciendo el ceño con preocupación—. Deberíamos llevarlos.

—Estarán bien. No son vampiros, pero pueden encontrar perfectamente el camino que los lleva a la ciudad.

Las dos bicicletas patinaron al frenar, enviando una lluvia de grava suelta.

—¿Quiere que apaguemos las calabazas? —gritó Sammy desde el sendero de la entrada.

—Si quieres… —respondí—. ¡Gracias!

Rob O’Neil se dirigió al lado izquierdo del sendero y Sammy al derecho, apagaron las calabazas con una envidiable facilidad. Los dos muchachos siguieron su camino con sus bicicletas saltando sobre los baches. Su avance era facilitado por la luz de la luna y por su floreciente sexto sentido de brujos adolescentes.

Cerré la puerta y me apoyé sobre ella, gimiendo.

—Mis pies me están matando. —Desabroché las botas y me las quité con los pies. Después arrojé el sombrero sobre los escalones.

—La página del Ashmole 782 ha desaparecido —anunció Matthew en voz baja, inclinado sobre la barandilla.

—¿Y la carta de mi madre?

—También ha desaparecido.

—Es la hora, entonces. —Me aparté de la vieja puerta y la casa gimió suavemente.

—Hazte un poco de té y nos vemos en la sala. Traeré el maletín.

Me esperaba en el sofá con el maletín de laterales blandos cerrado a sus pies y la pieza de ajedrez de plata y el pendiente de oro sobre la mesa. Le alcancé un vaso de vino y me senté junto a él.

—Ésta es tu última copa de vino.

Matthew miró mi té.

—Y ése es también el último té para ti. —Se pasó nerviosamente las manos por el pelo y respiró hondo—. Me habría gustado ir a alguna época más próxima, en la que hubiera menos muerte y menos enfermedad —observó, vacilante—, y a un sitio más cercano, con té e instalación de agua corriente. Pero creo que éste te va a gustar una vez que te acostumbres.

Yo todavía no sabía cuándo ni dónde era aquello.

Matthew se agachó para abrir la cerradura. Cuando abrió el maletín y vio lo que había arriba, dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Gracias a Dios! Tenía miedo de que Ysabeau pudiera haberse equivocado.

—¿No habías abierto el maletín todavía? —Estaba asombrada por su autocontrol.

—No. —Matthew sacó un libro—. No quería pensar demasiado en eso. Por las dudas.

Me pasó el libro. Estaba encuadernado en cuero negro con unos sencillos bordes de plata.

—Es precioso —dije, pasando mis dedos por su superficie.

—Ábrelo. —Matthew parecía ansioso.

—¿Sabré adónde vamos cuando lo abra? —En ese momento, cuando el tercer objeto estuvo en mis manos, me sentí extrañamente reticente.

—Creo que sí.

La tapa se abrió con un chirrido y el inconfundible olor a papel viejo y tinta se elevó por el aire. No había guardas de papel con diseños marmóreos, ningún
ex libris,
ninguna hoja en blanco adicional como los que los coleccionistas de los siglos XVIII y XIX ponían en sus libros. Y las tapas eran pesadas, lo que indicaba que había tablas de madera ocultas debajo del cuero suavemente estirado.

Había dos líneas escritas en tinta negra y espesa en la primera página, con la letra apretada y picuda de finales del siglo XVI.

—«A mi dulce Matt —leí en voz alta—. ¿Quién amó alguna vez que no haya amado a primera vista?».

La dedicatoria estaba sin firmar, pero resultaba conocida.

—¿Shakespeare? —Levanté la mirada hacia Matthew.

—No originalmente —respondió con el rostro tenso—. Will era como una urraca cuando se trataba de coleccionar las palabras de otras personas.

Di la vuelta a la página lentamente.

No era un libro impreso, sino un manuscrito, escrito con la misma letra firme de la dedicatoria. Me acerqué para poder descifrar las palabras: «Concéntrate en tus estudios, Faustus, y empieza a explorar las profundidades de lo que vas a hacer».

—¡Jesús! —exclamé con voz ronca, cerrando el libro de un golpe. Me temblaban las manos.

—Se va a reír como un loco cuando sepa cuál ha sido tu reacción —comentó Matthew.

—¿Esto es lo que creo que es?

—Probablemente.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Me lo dio Kit. —Matthew le dio un golpecito a la tapa—.
Fausto
fue siempre mi favorito.

Todo historiador de la alquimia conoce la pieza teatral de Christopher Marlowe sobre el doctor Fausto, que vendió su alma al diablo a cambio de conocimientos y poderes mágicos. Abrí el libro y pasé los dedos sobre la inscripción mientras Matthew continuaba:

—Kit y yo éramos amigos…, buenos amigos…, en un tiempo peligroso en el que había pocas criaturas en las que uno podía confiar. Causamos bastantes problemas y provocamos que muchos nos despreciaran. Cuando Sophie sacó de su bolsillo la pieza de ajedrez que él me había ganado, me pareció evidente que Inglaterra sería nuestro destino.

Sin embargo, el sentimiento que las puntas de mis dedos detectaron en la inscripción no era de amistad. Ésta era la dedicatoria de un amante.

—¿También estabas enamorado de él? —pregunté en voz baja.

—No —respondió brevemente Matthew—. Adoraba a Kit, pero no en ese sentido, y no de la manera en que él hubiera querido. Si hubiera sido por Kit, las cosas habrían sido diferentes. Pero no dependía de él y nunca fuimos más que amigos.

—¿Conocía él tu verdadera condición? —Abracé el libro contra mi pecho, como un tesoro de valor incalculable.

—Sí. No podíamos permitirnos tener secretos. Además, él era un daimón, e inusualmente perspicaz. Uno descubría pronto que era imposible ocultarle nada a Kit.

Que Christopher Marlowe fuera un daimón tenía cierto sentido, basándome en mi limitado conocimiento de él.

—Entonces vamos a Inglaterra —dije lentamente—. ¿A qué época exactamente?

—A 1590.

—¿Adónde?

—Todos los años algunos de nosotros nos encontrábamos en el Viejo Pabellón para conmemorar las antiguas festividades católicas de Todos los Santos y de Difuntos. Pocos se atrevían a celebrarlas, pero cuando lo hacíamos, Kit se sentía audaz y peligroso de alguna manera. Nos leía su último borrador de
Fausto
…; estaba siempre retocándolo, nunca satisfecho. Bebíamos demasiado, jugábamos al ajedrez y nos quedábamos despiertos hasta el amanecer. —Matthew me quitó el manuscrito de las manos. Lo dejó sobre la mesa y cogió mis manos con las suyas—. ¿Te parece bien,
mon coeur?
Podemos no ir y pensar en algún otro tiempo.

Pero ya era demasiado tarde. La historiadora que había en mí había empezado a procesar las oportunidades de la vida en la Inglaterra isabelina.

—Hay alquimistas en la Inglaterra de 1590.

—Sí —confirmó él cautelosamente—. No resulta particularmente agradable estar cerca de ninguno de ellos, debido al envenenamiento con mercurio y a sus extraños hábitos de trabajo. Pero lo más importante, Diana, es que hay brujas…, brujas poderosas que pueden guiarte en la magia.

—¿Me vas a llevar a los teatros?

—¿Podría acaso impedírtelo? —Matthew enarcó las cejas.

—Probablemente no. —Mi imaginación se entusiasmó ante las perspectivas que se abrían ante nosotros—. ¿Podemos recorrer la Lonja Real? ¿Después de que enciendan las lámparas?

—Sí. —Me envolvió en sus brazos—. E iremos a San Pablo a escuchar un sermón, y a Tyburn a ver una ejecución. Incluso hablaremos de los internados en el hospicio de Bedlam con su director. —Su cuerpo se estremeció con la risa contenida—. ¡Por Dios, Diana! Te voy a llevar a un tiempo en que había peste, pocas comodidades, nada de té y mala odontología, y lo único en lo que se te ocurre pensar es en qué aspecto tendría la Lonja Real de Gresham por la noche.

Me aparté un poco para mirarlo con entusiasmo.

—¿Conoceré a la reina?

—Decididamente no. —Matthew me apretó contra él estremeciéndose—. Sólo pensar en lo que podrías decirle a Isabel Tudor, y lo que ella podría decirte a ti, hace que mi corazón pierda el ritmo.

—¡Cobarde! —le dije por segunda vez esa noche.

—No dirías lo mismo si la conocieras mejor. Devora cortesanos a la hora del desayuno. —Matthew hizo una pausa—. Además, hay otra cosa que podemos hacer en 1590.

—¿De qué se trata?

—En alguna parte, en 1590, hay un manuscrito de alquimia que un día será propiedad de Elias Ashmole. Podríamos buscarlo.

—El manuscrito podría estar completo entonces, con su magia inalterada. —Me liberé de sus brazos y me recosté contra los almohadones, mirando asombrada los tres objetos que estaban en la mesa—. Realmente vamos a viajar en el tiempo.

—En efecto. Sarah me dijo que teníamos que tener cuidado de no llevar nada moderno al pasado. Marthe te hizo un vestido y a mí una camisa. —Matthew metió otra vez la mano en el maletín y sacó dos prendas de lino, lisas con mangas largas y cordones en el cuello—. Tuvo que coserlas a mano, y no dispuso de mucho tiempo. No son ropas refinadas, pero por lo menos no sorprenderemos al primero que veamos.

Las sacudió y de los pliegues de lino cayó una pequeña bolsa negra de terciopelo.

Matthew frunció el ceño.

—¿Qué es esto? —dijo recogiéndola. Tenía una nota pinchada fuera. La abrió—. Es de Ysabeau. «Éste fue un regalo de aniversario de tu padre. Pensé que te podría gustar dárselo a Diana. Puede que sea anticuado, pero quedará bien en su mano».

La bolsa contenía un anillo hecho con tres diferentes filigranas de oro entrelazadas. Las dos exteriores tenían forma de mangas ornamentadas, coloreadas con esmalte y cubiertas con pequeñas piedras preciosas para parecer un encaje. Una mano dorada salía curvada de cada manga, perfectamente ejecutada hasta en los diminutos huesos, delgados tendones y pequeñas uñas.

Las dos manos, en el anillo interior, sostenían una enorme piedra que parecía cristal. Era transparente y sin aristas, sujeta sobre un bisel dorado con un fondo pintado de negro. Ningún joyero pondría un trozo de cristal en un anillo tan fino: era un diamante.

—Esto tiene que estar en un museo, no en mi dedo. —Estaba fascinada por el realismo de las manos talladas y traté de no pensar en el peso de la piedra que sostenían.

—Mi madre solía llevarlo siempre —recordó Matthew, cogiéndolo entre el pulgar y el índice—. Decía que era su anillo para garabatos, porque podía escribir sobre cristal con la punta del diamante. —Su aguda vista vio un detalle en el anillo que yo no había apreciado. Con una torsión de las manos doradas, los tres anillos se desplegaron en abanico en la palma de su mano. Cada banda tenía palabras grabadas que se entrelazaban sobre las superficies planas.

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