Mis colegas historiadores no sabían nada de la familia, por supuesto, pero todos en Madison, la remota ciudad del estado de Nueva York donde yo había vivido con Sarah desde que tenía siete años, estaban al tanto de la historia de los Bishop. Mis antepasados se habían ido de Massachusetts después de la guerra de la Independencia. Para aquel entonces, había pasado ya más de un siglo desde que Bridget Bishop fuera ejecutada en Salem. De todas maneras, los rumores y los chismes les siguieron hasta su nuevo hogar. Después de mudarse para establecerse en Madison, los Bishop se esforzaron mucho para demostrar lo útil que podía ser tener vecinos brujos para curar enfermos y pronosticar el tiempo. Con el trascurso de los años, la familia echó raíces en la comunidad que resultaron ser lo suficientemente profundas como para resistir los inevitables brotes de superstición y temores humanos.
Pero mi madre sentía una curiosidad por el mundo que la llevó más allá de la seguridad de Madison. Fue primero a Harvard, donde conoció a un joven brujo llamado Stephen Proctor. Él también provenía de un antiguo linaje mágico y el deseo de experimentar la vida fuera del alcance de la historia y la influencia de su familia en Nueva Inglaterra. Rebecca Bishop y Stephen Proctor eran una pareja simpática, en la que la abierta y tan norteamericana franqueza de mi madre servía de contrapeso al estilo más formal y anticuado de mi padre. Se convirtieron en antropólogos y se sumergieron en culturas y creencias extranjeras, compartiendo sus pasiones intelectuales junto con el profundo amor que sentían el uno por el otro. Después de conseguir puestos en el cuerpo docente de las escuelas de la zona —mi madre en su alma máter, mi padre en Wellesley—, hicieron viajes de investigación al extranjero y construyeron el hogar para su nueva familia en Cambridge.
Tengo pocos recuerdos de mi infancia, pero cada uno de ellos es vívido y asombrosamente claro. Todos tienen como protagonistas a mis padres: la sensación táctil de la pana en los codos de mi padre, los lirios del valle que perfumaban la colonia de mi madre, el tintineo de sus copas de vino las noches de los viernes cuando me enviaban a la cama y cenaban juntos a la luz de las velas. Mi madre me contaba cuentos para dormir, y el maletín marrón de mi padre hacía ruido cuando lo dejaba junto a la puerta de entrada. Estos recuerdos seguramente encontrarán algún eco en la mayoría de las personas.
Pero hay otras cosas que recuerdo de mis padres. Mi madre parecía que nunca se ocupaba de lavar la ropa sucia, pero mis prendas estaban siempre limpias y cuidadosamente dobladas. Las autorizaciones olvidadas para los viajes de estudio al zoológico aparecían en mi pupitre en el momento en que la maestra pasaba a recogerlas. Y fuese cual fuese el estado en que se encontrara el despacho de mi padre cuando yo iba a darle el beso de buenas noches (y por lo general parecía un lugar donde hubiera explotado algo), a la mañana siguiente estaba siempre perfectamente ordenado. Cuando estaba en la guardería le pregunté a la madre de mi amiga Amanda por qué se molestaba en lavar los platos con agua y jabón cuando lo único que hacía falta era amontonarlos, chasquear los dedos y susurrar algunas palabras. La señora Schmidt se rió ante mi extraña idea para afrontar las faenas domésticas, pero un brillo de confusión nubló sus ojos.
Esa noche mis padres me dijeron que teníamos que tener cuidado acerca de cómo hablábamos de la magia y con quién hablábamos de ella. Los humanos nos superaban en número y ellos sentían temor ante nuestros poderes, me explicó mi madre, y el miedo era la fuerza más poderosa del mundo. En esa época yo no confesaba que la magia —en especial la de mi madre— también me asustaba a mí.
De día, mi madre se asemejaba a la madre de cualquier otro niño de Cambridge: ligeramente desaliñada, un poco desorganizada y eternamente acosada por las presiones del hogar y del trabajo. Su pelo rubio estaba siempre elegantemente despeinado, aunque la ropa que usaba permanecía fiel a la moda de 1977: largas y ondulantes faldas, camisas y pantalones que le quedaban grandes y chalecos y chaquetas de hombre que compraba en tiendas de segunda mano a lo largo y a lo ancho de Boston, imitando a Annie Hall. Desde luego no era una persona a la que alguien mirara dos veces en la calle o en la fila del supermercado.
En la privacidad de nuestra casa, con las cortinas corridas y la puerta cerrada con llave, mi madre se convertía en otra persona. Sus movimientos manifestaban confianza y seguridad, sin apresuramientos ni agitación. A veces hasta parecía flotar. Mientras recorría la casa, cantando y recogiendo peluches y libros, su cara se transformaba lentamente en algo hermoso, como de otro mundo. Cuando mi madre estaba iluminada por la magia, uno no podía apartar los ojos de ella.
—Mamá tiene un petardo dentro de ella. —Era la manera en que mi padre lo explicaba con su sonrisa amplia e indulgente. Pero los petardos, según aprendí más adelante, no sólo eran brillantes y ruidosos. También eran imprevisibles y podían hacer que uno se sobresaltara y asustara.
Mi padre estaba en una conferencia una noche cuando mi madre decidió limpiar la plata y quedó fascinada por un bol de agua que había puesto en la mesa del comedor. Con la vista fija en la superficie cristalina, ésta quedó envuelta en una niebla que adquiría formas diminutas y fantasmales. Yo estaba encantada, con la boca abierta, con aquellas formas que crecían en número y llenaban la habitación de seres fantásticos. Pronto estuvieron todos trepando por las cortinas y colgados del techo. Grité pidiéndole ayuda a mi madre, pero ella seguía concentrada en el agua. Su concentración no se alteró hasta que algo medio humano, medio animal se me acercó arrastrándose y me pellizcó el brazo. Eso la sacó de sus ensoñaciones y estalló en una llovizna de luz roja enfadada que expulsó las apariciones y dejó un olor a plumas chamuscadas en la casa. Cuando regresó, mi padre sintió el olor extraño y su preocupación fue evidente. Nos encontró abrazadas en la cama. Al verlo, mi madre se deshizo en lágrimas de arrepentimiento. Nunca más me sentí del todo segura en el comedor.
Cualquier sensación de seguridad que hubiera quedado en mí desapareció después de cumplir los siete años, cuando mi madre y mi padre fueron a África, de donde no regresaron con vida.
Sacudí la cabeza para concentrarme otra vez en el dilema que tenía delante de mí. El manuscrito estaba en la mesa de la biblioteca, en medio del foco de luz de la lámpara. Su magia movilizaba algo oscuro y nudoso dentro de mí. Mis dedos volvieron a tocar el suave cuero. Esta vez la sensación de hormigueo resultó conocida. Recordé vagamente haber sentido ya antes algo parecido al revisar unos papeles que había sobre el escritorio en el despacho de mi padre.
Me aparté decididamente del volumen encuadernado en cuero para ocuparme de algo más racional: la búsqueda de la lista de textos de alquimia que había preparado antes de salir de New Haven. Estaba sobre mi mesa, escondida entre los papeles sueltos, fichas de préstamo de libros, recibos, lápices, bolígrafos y mapas de la biblioteca, cuidadosamente ordenados por colección y luego por el número asignado a cada texto por un empleado de la biblioteca al entrar en la Bodleiana. Desde que llegué hacía unas semanas, había estado trabajando metódicamente, siguiendo esa lista. La descripción de catálogo del Ashmole 782, que había copiado, decía:
Antropología o tratado que contiene una breve descripción del hombre en dos partes: la primera, anatómica; la segunda, psicológica
. Como ocurría con la mayoría de las obras que yo estudiaba, no había manera de saber cuál era el contenido sólo por el título.
Mis dedos podían llegar a informarme acerca del libro sin abrir las tapas. La tía Sarah usaba siempre los dedos para saber lo que había en el correo antes de abrirlo, por si acaso el sobre contenía alguna factura que no quisiera pagar. De esa manera, podía alegar ignorancia cuando se descubriera que le debía dinero a la compañía eléctrica.
Los números dorados en el lomo hacían guiños.
Me senté para considerar las opciones.
¿Ignorar la magia, abrir el manuscrito y tratar de leerlo como un erudito humano?
¿Dejar el volumen hechizado y alejarme de allí?
Sarah se habría reído entre dientes encantada al verme en semejante aprieto. Siempre había sostenido que mis esfuerzos por mantenerme alejada de la magia eran vanos. Pero yo venía intentándolo desde el funeral de mis padres. En esa ocasión, las brujas presentes entre los invitados me habían escudriñado en busca de señales de que la sangre de los Bishop y de los Proctor estaba en mis venas. Se dedicaron a darme palmaditas con gesto alentador, prediciendo que era sólo cuestión de tiempo que yo ocupara el lugar de mi madre en el aquelarre local. Algunos habían susurrado sus dudas sobre la prudencia en la decisión de mis padres al casarse.
—Demasiado poder —susurraban cuando pensaban que yo no estaba escuchando—. Era evidente que iban a atraer la atención… incluso sin estudiar ni siquiera la antigua religión ceremonial.
Aquello fue suficiente motivo para que yo culpara de la muerte de mis padres al poder sobrenatural del que disponían y buscara para mí un estilo de vida diferente. Volví la espalda a todo lo relacionado con la magia y me sumergí en los asuntos de la adolescencia humana — caballos, muchachos y novelas románticas—, y traté de ser igual que los habitantes normales de la ciudad. En la pubertad tuve problemas de depresión y ansiedad. Un amable médico humano le aseguró a mi tía que aquello era muy normal.
Sarah no le habló de las voces, ni de mi costumbre de coger el teléfono un minuto o más antes de que sonara, ni tampoco le dijo que tenía que hechizar las puertas y las ventanas cuando había luna llena para evitar que me fuera a vagar por los bosques mientras dormía. Tampoco mencionó que cuando me enfadaba, las sillas de la casa se movían para formar una precaria pirámide antes de golpear contra el suelo una vez que mi humor mejoraba.
Cuando cumplí trece años, mi tía decidió que ya era hora de que yo canalizara algo de mi poder en el aprendizaje de los fundamentos de la brujería. Encender velas con algunas palabras susurradas o disimular granos con una poción probada en el tiempo… sólo eran los primeros pasos habituales de una bruja adolescente. Pero yo era incapaz de controlar hasta el más simple de los hechizos, quemaba todas las pociones que mi tía me enseñaba a preparar y me negaba tercamente a someterme a sus pruebas para ver si había heredado la clarividencia asombrosamente exacta de mi madre.
Las voces, los fuegos y otras erupciones inesperadas disminuyeron a medida que mis hormonas se calmaban, pero mi escaso deseo de unirme a lo que era propio de mi familia permaneció. A mi tía Sarah la ponía nerviosa el hecho de tener una bruja sin formación en casa y, con cierto alivio, me envió a una universidad en Maine. Aparte de la magia, fue una típica historia de transición a la mayoría de edad.
Lo que me alejó de Madison fue mi intelecto. Siempre fui precoz, lo cual hizo que hablara y comenzara a leer antes que otros niños de mi edad. Ayudada por una prodigiosa memoria fotográfica —lo cual hacía que fuera fácil para mí recordar las páginas de los libros de texto para poner sin problemas la información requerida en los exámenes—, mi trabajo escolar pronto quedó definido como un lugar donde el mágico legado de mi familia era irrelevante. A los dieciséis años ya había cruzado los últimos años de la escuela secundaria para comenzar la universidad.
Allí, traté de hacerme primero un sitio en el departamento de teatro. Mi imaginación se sentía atraída por el espectáculo y el vestuario, y a mi mente le fascinaba la forma en que las palabras de un dramaturgo podían hacer realidad otros lugares y otros tiempos. Mis primeras representaciones fueron consideradas por mis profesores como ejemplos extraordinarios de la manera en que una buena actuación podía transformar a un estudiante universitario normal en otra persona. La primera señal de que estas metamorfosis podrían no haber sido el resultado del talento dramático se manifestó cuando estaba haciendo el papel de Ofelia en
Hamlet
. Tan pronto como fui elegida para el papel, mi pelo empezó a crecer a un ritmo anormal, para caer desde los hombros hasta la cintura. Me sentaba durante horas junto al lago del campus, irresistiblemente atraída por su brillante superficie, con mi nuevo cabello revoloteando y envolviéndome. El muchacho que hacía de Hamlet quedó atrapado por la ilusión, y tuvimos un apasionado aunque peligrosamente volátil romance. Poco a poco me fui disolviendo en la demencia de Ofelia, arrastrando conmigo al resto de los actores.
El resultado podría haber sido una serie de actuaciones fascinantes, pero cada nuevo papel traía nuevos desafíos. En mi segundo año de estudiante, la situación se hizo insostenible cuando fui elegida para el papel de Annabella en la obra
Lástima que sea una puta,
de John Ford. Al igual que el personaje, yo atraía a una serie de devotos pretendientes —no todos ellos humanos— que me seguían por todo el campus. Cada vez que se negaban a dejarme tranquila después de que cayera el telón final, quedaba claro que, fuese lo que fuese lo que había sido desatado, no podía ser controlado. Yo no sabía muy bien cómo se había deslizado la magia en mi actuación, y no quería enterarme. Me corté el pelo muy corto. Dejé de usar faldas vaporosas y tops y opté por los jerséis de cuello alto negros, los pantalones caqui y los mocasines que usaban los más serios y ambiciosos estudiantes de Derecho. Mi energía sobrante estaba dirigida al atletismo.
Después de abandonar el departamento de teatro, intenté otras especialidades en mis estudios, buscando un campo que fuera lo suficientemente racional como para que jamás pudiera ceder ni un milímetro a la magia. Carecía yo de la precisión y la paciencia necesarias para las Matemáticas, y mis intentos en Biología fueron un desastre de pruebas fallidas y experimentos de laboratorio incompletos.
Al final de mi segundo año como estudiante universitaria, el secretario académico me exigió que escogiera alguna especialidad o tendría que pasar un quinto año en la universidad. Un programa de estudio de verano en Inglaterra me ofreció la oportunidad de alejarme todavía más de todo lo que tuviera que ver con los Bishop. Me enamoré de Oxford, del brillo silencioso de sus calles por la mañana. Mis cursos de historia se ocupaban de las hazañas de los reyes y las reinas, y las únicas voces en mi cabeza eran aquellas que susurraban desde libros escritos en los siglos XVI y XVII. Esto podía ser totalmente atribuido a la gran literatura. Y lo que era mejor, nadie en esa ciudad universitaria me conocía, y si había brujas en la ciudad aquel verano, se mantuvieron lejos de mí. Regresé a casa, informé de que había elegido la especialidad de Historia, saqué todos los cursos requeridos en un tiempo récord y me licencié con éxito antes de cumplir veinte años.