Cuando decidí hacer mi doctorado, el de Oxford fue mi primera elección entre los programas posibles. Mi especialidad era la historia de la ciencia, y mi investigación se concentró en el periodo en que ésta reemplazó a la magia, la época en que la astrología y las cazas de brujas cedieron paso a Newton y las leyes universales. La búsqueda de un orden racional en la naturaleza, en lugar de un orden sobrenatural, era un reflejo de mis propios esfuerzos por alejarme de lo oculto. Las líneas de separación que yo ya había trazado entre lo que ocurría en mi mente y lo que llevaba en mi sangre se hicieron más claras.
Mi tía Sarah dejó escapar un resoplido cuando se enteró de mi decisión de especializarme en la química del siglo XVII. Su pelo rojo brillante era un signo exterior de su temperamento vivo y su lengua afilada. Era una bruja que hablaba sin rodeos, sensata, que se imponía de inmediato en cualquier lugar que entrara. Como baluarte de la comunidad de Madison, Sarah era llamada con frecuencia para poner las cosas en su sitio cuando había una crisis, grande o pequeña, en la ciudad. Nos llevábamos mucho mejor desde que estaba fuera del alcance de su dosis diaria de agudas observaciones acerca de la fragilidad y la incoherencia humanas.
Aunque estábamos separadas por cientos de kilómetros, Sarah pensó que mis últimos intentos de evitar la magia eran ridículos, y me lo hizo saber.
—A eso solíamos llamarlo alquimia —dijo—. Hay mucha magia en eso.
—No, no la hay —protesté yo acaloradamente. La tesis central de mi trabajo era mostrar lo científica que era en realidad esa actividad—. La alquimia nos habla acerca del crecimiento de la experimentación, no de la búsqueda de un elixir mágico que convierta el plomo en oro y vuelva inmortales a las personas.
—Si tú lo dices… —replicó Sarah poco convencida—. Pero es un tema bastante extraño para escogerlo precisamente tú, que tratas de pasar por humana.
Después de obtener mi título, luché ferozmente por conseguir un puesto en el cuerpo docente de Yale, el único sitio que era más inglés que Inglaterra. Los colegas me advirtieron de que tenía pocas posibilidades de conseguir una plaza fija. Publiqué dos libros, gané un puñado de premios y recibí unas cuantas subvenciones para investigación. Luego recibí mi puesto de titular y demostré a todos que estaban equivocados.
Y lo que era más importante, mi vida a partir de entonces fue enteramente mía. Nadie en mi departamento, ni siquiera los especialistas en historia de América, relacionaba mi apellido con el de la primera mujer de Salem ejecutada por brujería en 1692. Para conservar mi duramente ganada autonomía, seguí manteniendo todo indicio de magia o de brujería lejos de mi vida. Por supuesto, había excepciones, como la vez en que recurrí a uno de los hechizos de Sarah cuando la lavadora empezó a llenarse de agua y amenazó con inundar mi pequeño apartamento en Wooster Square. Pero nadie es perfecto.
En ese momento, al volver a la realidad tras rememorar aquella parte de mi historia personal, contuve la respiración, cogí el manuscrito con ambas manos y lo puse en uno de los atriles en forma de cuña que la biblioteca proporcionaba para proteger sus libros más valiosos. Había tomado una decisión: iba a actuar como un especialista serio y trataría al Ashmole 782 como un manuscrito cualquiera. Iba a ignorar la quemazón en la punta de mis dedos, el extraño olor del libro, y simplemente iba a describir su contenido. Luego decidiría —lo más profesionalmente posible— si valía la pena dedicarle mayor atención. De todos modos, me temblaron los dedos cuando solté los pequeños cierres de latón.
El manuscrito dejó escapar un suave suspiro.
Con una mirada rápida por encima del hombro, me aseguré de que el lugar seguía estando todavía vacío. Sólo se escuchaba otro ruido, el del fuerte tictac del reloj de la sala de lectura.
Después de decidir no prestar atención al hecho de que el libro había suspirado, me volví hacia mi ordenador portátil y abrí un nuevo archivo. Esta tarea cotidiana —la había realizado centenares, si no miles, de veces antes— resultó tan reconfortante como las pulcras marcas de control en mi lista. Escribí el nombre y número del manuscrito y copié el título de la descripción de catálogo. Observé su tamaño y encuadernación para describir ambos en detalle.
Lo único que quedaba por hacer era abrir el manuscrito.
A pesar de haber soltado los cierres, resultó difícil abrir la cubierta, como si estuviera pegada a las páginas debajo de ella. Solté una imprecación entre dientes y dejé la palma de la mano apoyada sobre el cuero durante un instante, con la esperanza de que el Ashmole 782 sólo necesitara un momento para conocerme. No era exactamente magia eso de poner una mano sobre un libro. Sentí un hormigueo en la palma, igual que cuando sentía un cosquilleo en la piel cuando una bruja me miraba, y la tensión desapareció del manuscrito. Después de eso, resultó fácil abrir la tapa.
La primera página era de papel rústico. En la segunda hoja, que era de pergamino, estaban las palabras
Antropología o tratado que contiene una breve descripción del hombre
escritas con la letra de Ashmole. Las curvas claras y redondas me resultaban casi tan conocidas como mi propia letra. La segunda parte del título —
en dos partes: la primera, anatómica; la segunda, psicológica
— estaba escrita con lápiz y con otra letra, de época posterior. Me resultó conocida también, pero no pude identificarla. Con sólo rozar la escritura podría tener alguna pista, pero eso iba en contra de las reglas de la biblioteca y sería imposible documentar la información que mis dedos pudiera conseguir. En lugar de ello, tomé nota en el archivo del ordenador respecto al uso de tinta y lápiz, de las dos diferentes caligrafías y las posibles fechas de las inscripciones.
Cuando pasé la primera página, noté que el pergamino era anormalmente pesado y resultó ser la fuente del olor extraño del manuscrito. No sólo era antiguo. Había algo más, una combinación de moho y almizcle que no tenía ningún nombre. Y de inmediato me di cuenta de que tres hojas habían sido arrancadas cuidadosamente de la encuadernación.
Al fin había algo fácil de describir. Mis dedos volaron sobre las teclas: «Retirados al menos tres folios, con una regla o una navaja». Examiné atentamente la hendidura del lomo del manuscrito, pero no pude averiguar si faltaba alguna otra página. Cuanto más acercaba el pergamino a mi nariz, más me distraían el poder y el extraño olor del manuscrito.
Dirigí mi atención a la ilustración que seguía al lugar donde debían haber estado las páginas que faltaban. Mostraba a una niña que flotaba en un vaso de cristal transparente. La pequeña tenía una rosa plateada en una mano y una rosa dorada en la otra. En sus pies aparecían unas alas diminutas, y gotas de líquido rojo caían sobre su largo cabello negro. Debajo de la imagen había un rótulo escrito con tinta negra de trazo grueso que indicaba que se trataba de una representación de la hija filosófica, una imagen alegórica de un paso crucial en la creación de la piedra filosofal, la sustancia química que prometía otorgar al que la poseyera salud, riqueza y sabiduría.
Los colores eran luminosos y estaban sorprendentemente bien conservados. Antiguamente, los artistas mezclaban piedra molida y gemas en sus pinturas para producir colores tan intensos. Y la imagen misma había sido dibujada por alguien con verdadera destreza artística. Tuve que sentarme sobre las manos para impedir que trataran de averiguar más cosas tocando aquí y allá.
Pero el iluminador, a pesar de todo su talento, había introducido detalles erróneos. El vaso de cristal tenía que haber señalado hacia arriba, no hacia abajo. La figura debía ser mitad negro y mitad blanco, para mostrar que era un hermafrodita. Y debería haber tenido genitales masculinos y pechos femeninos, o dos cabezas por lo menos.
La imaginería alquímica era alegórica y notoriamente compleja. Ésa era la razón por la que yo la estudiaba, buscando líneas que pudieran revelar un enfoque sistemático y lógico para la transformación química en los días previos a la tabla periódica de los elementos. Las imágenes de la luna eran casi siempre representaciones de la plata, por ejemplo, mientras que las del sol estaban asociadas al oro. Cuando los dos eran combinados químicamente, el proceso era representado como una boda. Con el tiempo, las imágenes habían sido reemplazadas por palabras. Esas palabras, a su vez, se convirtieron en la gramática de la química.
Pero este manuscrito ponía a prueba mi creencia en la lógica de los alquimistas. Cada ilustración tenía por lo menos un defecto fundamental, y no había ningún texto que lo acompañara para ayudar a darle sentido a todo aquello.
Busqué algo —cualquier cosa— que coincidiera con mis conocimientos de alquimia. A la débil luz aparecieron ligeros vestigios de escritura sobre una de las páginas. Incliné la lamparilla para que brillara más.
No había nada allí.
Lentamente pasé la página como si fuera una frágil hoja.
Las palabras brillaban y se movían sobre la superficie, cientos de palabras invisibles a menos que el ángulo de la luz y la perspectiva del observador fueran los correctos.
Sofoqué un grito de sorpresa.
El Ashmole 782 era un palimpsesto, un manuscrito dentro de otro manuscrito. Cuando el pergamino escaseaba, los escribas lavaban cuidadosamente la tinta de los libros antiguos y luego escribían el nuevo texto sobre las hojas en blanco. Con el tiempo, el escrito anterior a menudo reaparecía como un fantasma de texto, visible con la ayuda de la luz ultravioleta, que permitía verlo por debajo de las manchas de tinta, devolviendo la vida al texto desteñido.
Sin embargo, no existía una luz ultravioleta suficientemente poderosa como para revelar aquellos trazos. Aquél no era un palimpsesto común. El texto escrito no había sido lavado, había sido escondido con una especie de hechizo. Pero ¿por qué iba alguien a tomarse la molestia de hechizar el texto en un libro de alquimia? Hasta los expertos tenían dificultades para entender el oscuro lenguaje y la fantasiosa imaginería que usaban los autores.
Aparté la vista de las apenas perceptibles letras, que se movían demasiado rápidamente como para que yo pudiera leerlas, para concentrarme y escribir una sinopsis del contenido del manuscrito. «Desconcertante —escribí—. Leyendas para las imágenes de los siglos XV al XVII, imágenes del siglo XV principalmente. ¿Las fuentes de las imágenes tal vez más antiguas? Mezcla de papel y vitela. Tintas de color y negra, las primeras de una gran calidad poco común. Ilustraciones bien realizadas, pero los detalles son incorrectos, incompletos. Retrata la creación de la piedra filosofal, parto/creación alquímico, muerte, resurrección y transformación. ¿Una copia confusa de un manuscrito más antiguo? Un libro extraño, lleno de anomalías».
Mis dedos vacilaron encima de las teclas.
Los eruditos pueden tomar dos posturas cuando descubren información que no se corresponde con lo que ya saben: o bien la dejan de lado para que no ponga en peligro sus preciadas teorías, o bien se concentran en ella con una intensidad de rayo láser y tratan de llegar al fondo del misterio. Si el libro no hubiera estado hechizado, podría haberme sentido tentada de hacer esto último. Pero debido a que estaba embrujado, me sentía fuertemente inclinada a hacer lo primero.
Y cuando tienen dudas, los eruditos generalmente posponen la decisión.
Escribí una ambivalente línea final: «¿Se necesita más tiempo? Posiblemente tenga que volver a solicitarlo».
Casi sin respirar, cerré la tapa y la ajusté con un ligero tirón. Corrientes mágicas resonaban todavía en todo el manuscrito, siendo especialmente intensas alrededor de los cierres.
Cuando estuvo cerrado, me quedé aliviada, mirando fijamente el Ashmole 782 durante unos momentos más. Mis dedos querían regresar y tocar el cuero marrón. Pero esta vez me resistí, tal como me había resistido a tocar las inscripciones y las ilustraciones para saber más de lo que un historiador humano podía legítimamente asegurar que sabía.
La tía Sarah me había dicho siempre que la magia era un don. Si lo era, había en ella lazos que me ligaban a todas las brujas Bishop que habían existido antes que yo. Había que pagar un precio para usar ese poder mágico heredado y para utilizar los hechizos y encantamientos que constituían el oficio cuidadosamente preservado de las brujas. Al abrir el Ashmole 782, había atravesado el muro que separaba la magia de mis estudios eruditos. Pero de vuelta otra vez al lado correcto, estaba más decidida que nunca a permanecer allí.
Recogí mi ordenador y mis notas, levanté el montón de manuscritos, poniendo cuidadosamente el Ashmole 782 debajo de los otros. Afortunadamente, Gillian no estaba en su mesa, aunque sus papeles todavía estaban desperdigados sobre ella. Seguramente pensaba trabajar hasta tarde y había salido a tomar una taza de café.
—¿Has terminado? —quiso saber Sean cuando llegué al mostrador de préstamos.
—No del todo. Me gustaría reservar los tres de arriba para el lunes.
—¿Y el cuarto?
—Con ése ya he acabado —espeté, deslizando los manuscritos hacia él—. Puedes volver a ponerlo en su sitio.
Sean lo colocó encima de un montón de libros para devolver que ya había recogido. Me acompañó hasta la escalera, nos despedimos y desapareció detrás de una puerta giratoria. La cinta transportadora que iba a devolver al Ashmole 782 al interior de la biblioteca se puso en marcha.
Casi me giré para detenerlo, pero lo dejé marchar.
Tenía la mano levantada para empujar y abrir la puerta de la planta baja, cuando el aire a mi alrededor me envolvió con fuerza, como si la biblioteca me estuviera apretando. El aire brilló durante una fracción de segundo, tal como habían hecho las páginas del manuscrito en la mesa de Sean, haciéndome temblar involuntariamente y erizando el vello en mis brazos.
Algo acababa de ocurrir. Algo mágico.
Giré el rostro hacia la sala de lectura Duke Humphrey, y mis pies amenazaron con seguirlo.
«No es nada», pensé, y salí resueltamente de la biblioteca.
«¿Estás segura?», susurró una voz largamente ignorada.
2
L
as campanas de Oxford sonaron siete veces. La noche no seguía al crepúsculo con la misma lentitud que lo habría hecho hacía unos meses, pero la transformación todavía persistía. El personal de la biblioteca había encendido las lámparas hacía apenas treinta minutos, que lanzaban pequeñas lagunas doradas en medio de la luz grisácea.