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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (11 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Nunca ambicioné vivir en una casa de un alquiler de 2.000 libras anuales, pero aquí descubrí que eso encerraba algunas ventajas. Los decoradores habían sido, sospeché, unos jóvenes con bastante ingenio como para combinar el buen gusto con los últimos y más costosos adelantos. La manía de estar a la moda era la nota dominante. Aquí y allí se veían varios innegables
dernier cris
, algunos de ellos destinados sin duda —si el mundo hubiese seguido su curso normal— a ponerse furiosamente de moda; de otros yo diría que sólo concebirlos había sido ya un error. El conjunto parecía un desafío a las debilidades humanas. Un libro un poco fuera del estante, o encuadernado con un color inconveniente, arruinaría el tan cuidado equilibrio de formas y tonos. Lo mismo haría la persona capaz de sentarse en uno de aquellos lujosos sillones vestida de un modo inadecuado. Me volví hacia Josella que lo miraba todo con los ojos muy abiertos.

—¿Servirá esta pequeña cabaña o seguimos buscando? —le pregunté.

—Oh, me parece que podemos quedarnos aquí —me respondió, y entramos juntos pisando la delicada alfombra de color crema, decididos a explorar.

Yo no lo había pensado, pero logré que Josella (y el modo no podía haber sido más satisfactorio) olvidara los últimos acontecimientos. Nuestra recorrida estuvo matizada por exclamaciones donde tenían una similar importancia la admiración, la envidia, el deleite, el desprecio, y, hay que confesarlo, la malicia. Josella se detuvo en el umbral de un cuarto colmado de las más agresivas manifestaciones de la feminidad.

—Dormiré aquí —dijo.

—¡Dios mío! —exclamé—. Bueno, hay gustos para todo.

—No sea antipático. Quizá no tenga otra oportunidad de ser decadente. Además, ¿no sabe usted que hay algo de la más tonta actriz de cine en toda mujer? Así que me daré el último gusto.

—Como quiera —le dije—. Pero espero que haya algo más normal por aquí. Dios me libre de tener que dormir con un espejo en el cielorraso.

—Hay otro igual en el baño —dijo Josella mirando el cuarto vecino.

—No sé si eso será el cenit o el nadir de la decadencia —dije— pero de todos modos no podrá bañarse. No hay agua caliente.

—¡Oh, me había olvidado! ¡Qué lástima!

Completamos nuestra inspección de los cuartos y descubrimos que el resto era menos sensacional. Luego Josella salió para arreglar el asunto de las ropas. Investigué durante un tiempo los recursos y limitaciones de la casa, y luego inicié mi propia expedición.

Cuando salía, se abrió otra puerta en un extremo del pasillo. Me detuve, y me quedé donde estaba, sin moverme. Era un joven que llevaba a una muchacha rubia de la mano.

—Espera un minuto, querida —dijo.

Dio tres o cuatro pasos sobre la alfombra silenciosa. Sus manos extendidas encontraron la ventana en que terminaba el pasillo, y la abrió. Alcancé a ver una escalera de incendios.

—¿Qué estás haciendo, Jimmy? —preguntó la joven.

—Inspeccionando, nada más —dijo el hombre y volvió rápidamente junto a ella y la tomó otra vez de la mano—. Ven, querida.

La muchacha se echó hacia atrás.

—Jimmy, no me gusta vivir aquí. Por lo menos en casa sabíamos dónde estaba todo. ¿Cómo vamos a vivir?

—En casa, querida, no teníamos comida, y por lo tanto no viviríamos mucho. Ven, querida. No tengas miedo.

La muchacha se apretó contra él, y el hombre le pasó la mano por la cintura.

—Todo irá bien, querida. Ven.

—Pero, Jimmy, este no es el camino.

—Te has desorientado, querida. Sí, es el camino.

—Jimmy, estoy tan asustada. Volvamos.

—Es demasiado tarde, querida.

El hombre se detuvo junto a la ventana. Con una mano verificó cuidadosamente su posición. Luego abrazó a la muchacha.

—Demasiado maravilloso para durar, quizá —dijo suavemente—. Te quiero. Te quiero mucho.

La muchacha levantó la cabeza para que él la besara.

El hombre la alzó en sus brazos, se volvió y saltó por la ventana…

—Tienes que endurecerte —me dije a mi mismo—. Tienes que hacerlo. O si no vivir perpetuamente borracho. Cosas como ésta deben de estar ocurriendo sin interrupción. Y seguirán ocurriendo. Es inevitable. Imagina que los alimentas durante unos pocos días. ¿Y después? Tienes que aprender a aceptarlo, tienes que acostumbrarte. Si no, no te queda otra salida que el pozo del alcohol. Si no luchas por tu existencia y contra todo esto, no sobrevivirás. Sólo aquéllos capaces de endurecerse en su interior podrán salir adelante.

Inesperadamente, reunir lo que necesitaba me llevó mucho tiempo. Tardé unas dos horas en volver. Se me cayeron una o dos cosas de los brazos mientras trataba de abrir la puerta. La voz de Josella llamó con un poco de nerviosidad desde aquel superfemenino dormitorio.

—Soy yo —la tranquilicé mientras avanzaba con mi carga.

Dejé las cosas en la cocina y volví a buscar las que se me habían caído. Me detuve ante la puerta de Josella.

—No puede entrar —me dijo.

—No era ése mi propósito —protesté—. Quería preguntarle algo. ¿Sabe usted cocinar?

—Huevos pasados por agua —dijo la voz apagada de Josella.

—Me lo temía. Tendremos que aprender muchas cosas —le dije.

Volví a la cocina. Instalé sobre la inútil cocina eléctrica el hornillo de petróleo que acababa de traer, y me puse a trabajar.

Cuando terminé de poner la mesa en la salita, el efecto me pareció bastante bueno. Para completar la escena instalé dos candelabros y encendí las velas. De Josella no había ni señales, aunque poco tiempo antes yo había oído ruido de agua. La llamé.

—Enseguida voy —me contesto.

Fui hasta la ventana y miré hacia fuera. Totalmente consciente, empecé a despedirme de todo. El sol se ponía. Los edificios, las agujas y las fachadas de cemento tenían un color blanco o rosáceo bajo la oscuridad creciente del cielo. Habían estallado nuevos incendios. El humo subía en negras y grandes columnas, con lenguas de fuego en la base. Es muy posible, me dije a mí mismo, que mañana vea por última vez estos familiares edificios. Llegaría un tiempo en que uno podría volver… pero no al mismo sitio. Los incendios y el clima habrían cumplido su tarea; todo estaría visiblemente muerto y abandonado. Pero ahora, a la distancia, todavía parecía una ciudad viva.

Mi padre me contó una vez que antes de la guerra con Hitler acostumbraba a pasearse por Londres, con los ojos más abiertos que nunca, contemplando los hermosos edificios que no había notado antes, y despidiéndose de ellos. Y ahora yo tenía una sensación similar. Pero esto era peor. Nadie había esperado que sobrevivieran tantas cosas después de aquella guerra. Y esas mismas cosas no sobrevivirían a este nuevo enemigo. Nadie temía ahora inesperadas explosiones y obstinados incendios, sino el largo, lento e inevitable curso de la decadencia y el derrumbe.

Ante aquella ventana, en aquel momento, mí corazón se resistía a creer lo que me decía la cabeza. Todavía me parecía que aquello era algo demasiado enorme, demasiado poco natural para ser cierto. Sabía, sin embargo, que esto había ocurrido otras veces. Enterradas en los desiertos, o borradas bajo las selvas del Asia había grandes ciudades. Algunas se habían derrumbado hacía tanto tiempo que sus nombres habían desaparecido con ellas. Sin embargo, los que habían vivido allí no habían creído más en aquella destrucción que yo en la posible muerte de esta enorme ciudad moderna.

Una de las creencias más persistentes y tranquilizadoras de la raza humana debe de ser la que dice «eso no puede ocurrir aquí», como si nuestra propia época estuviese libre de cataclismos. Y ahora
estaba
ocurriendo. A no ser que sobreviniese algún milagro yo estaba mirando el principio del fin de Londres. Y era muy probable, parecía, que hubiese otros como yo que estaban mirando el principio del fin de Nueva York, París, San Francisco, Buenos Aires, Bombay, y todas las otras ciudades destinadas a seguir a aquéllas hundidas en las selvas.

Estaba todavía mirando la ciudad, cuando oí que algo se movía a mis espaldas. Me volví, y vi que Josella había entrado en el cuarto. Tenía un vestido largo, del más pálido azul, y una chaqueta de pieles blancas. De la cadena de un collar colgaban unos claros diamantes azules; las piedras que llevaba en las orejas eran más pequeñas pero del mismo hermoso color. El pelo y el rostro parecían surgir de un salón de embellecimiento. Cruzó la habitación y vislumbré el centelleo de sus sandalias de plata y de sus medias de seda. Seguí mirándola fijamente, sin hablar, y en su rostro se desvaneció una leve sonrisa.

—¿No le gusta? —preguntó, casi infantilmente desilusionada.

—Es magnífico… está usted hermosa —le dije—. Yo… bueno, no esperaba esto.

Tenía que decir algo más. Sabía que esta exhibición poco o nada tenía que ver conmigo.

—¿Está despidiéndose? —añadí.

—Así que me ha entendido. Tenía esa esperanza.

—Creo que la he entendido. Me alegra que lo haya hecho. Será hermoso recordarlo.

Extendí la mano hacia ella y la llevé hasta la ventana.

—Yo también estaba despidiéndome… de todo esto.

Josella nunca quiso decirme qué pensó mientras estábamos en la ventana, uno al lado del otro. En mí había una especie de calidoscopio donde se confundían la vida y las costumbres ya muertas, o quizá, mejor, un viejo álbum de fotografías que yo hojeaba con una reflexiva nostalgia.

Miramos un largo rato, extraviados en nuestros propios pensamientos. Al fin, Josella suspiró. Bajó los ojos a su vestido, acariciando la seda.

—¿Es tonto esto? ¿Como cantar mientras arde Roma? —me dijo con una sonrisa triste.

—No… es hermoso. Gracias por haberlo hecho. Me recordará que a pesar de todos los errores había en este mundo muchas cosas hermosas. No podía haber hecho nada mejor.

Su sonrisa perdió aquella tristeza.

—Gracias, Bill. —Hizo una pausa. Y luego añadió—: ¿No te he dado todavía las gracias? Creo que no. Si no me hubieses ayudado…

—Si no fuese por ti —le dije— yo estaría tirado en un bar. Yo también tengo que darte las gracias. No es bueno estar solo ahora. —Enseguida, para cambiar de tema, añadí—: Hablando de bebidas. Encontré aquí un excelente amontillado y algunas otras cosas. La casa está bien provista.

Serví el jerez y alzamos los vasos.

—Salud, fortaleza… y suerte —dije.

Josella hizo un signo afirmativo. Bebimos.

—¿Qué pasaría —preguntó Josella mientras comenzábamos con un caro y sabroso paté— si el propietario de todo esto volviese de pronto?

—En ese caso le explicaríamos… y él o ella agradecerían tener aquí a alguien que les indicara el contenido de las botellas; pero no creo que eso ocurra.

—No —dijo Josella pensándolo—. No, temo que no. Me pregunto… —Paseó los ojos por la habitación. Se detuvo en un acanalado pedestal blanco—. ¿Has probado la radio? Supongo que eso es una radio, ¿no?

—También es un proyector de televisión —le dije—. Pero no sirve. No hay corriente.

—Claro. No me acordaba. Supongo que no nos acordaremos de muchas cosas durante algún tiempo.

—Pero probé una cuando estaba afuera, un aparato de batería. No pasaba nada. En todas las bandas había un silencio sepulcral.

—¿Eso significa que en todas partes ocurre lo mismo?

—Temo que sí. Oí sólo unos pitidos en cuarenta y dos metros. Nada más. Ni siquiera la presencia de una onda. Me pregunto quién sería, pobre diablo.

—Esto… esto va a ser bastante triste, ¿no, Bill?

—No. No voy a permitir que se nos nuble la cena —le dije—. Primero el placer, luego los negocios. Y el futuro es sólo negocios. Hablemos de algo interesante, como cuántas aventuras de amor has tenido, y por qué nadie se ha casado contigo todavía… ¿o se ha casado alguien? Ya ves que poco sé. Vamos, la historia de tu vida.

—Bueno —dijo Josella—. Nací a cinco kilómetros de aquí. Mi madre se molestó mucho.

Alcé las cejas.

—Ya verás, quería que yo fuese norteamericana. Pero cuando iban a llevarla al aeropuerto, ya era demasiado tarde. Era muy impulsiva; creo que heredé algo de eso.

Siguió hablando. No había nada notable en sus primeros años, pero creo que disfrutó al resumírmelos, y por un momento se olvidó de todo. Escuché con placer como charlaba de esas cosas familiares y divertidas que ya no existían en el mundo. Atravesamos rápidamente su infancia, la época de colegio, y su «estreno social»… aunque esto último ya no significaba mucho en aquellos días.

—Estuve a punto de casarme cuanto tenía diecinueve años —admitió—, y ahora me alegro de no haberlo hecho. Pero no me parecía así en aquel entonces. Tuve una terrible discusión con papá que se había opuesto terminantemente al asunto, pues había descubierto que Lionel era una lagartija faldera.

—¿Una qué? —interrumpí.

—Una lagartija faldera. Algo así como una cruza entre una lagartija y un perrito faldero. De la especie holgazana. Así que corté con mi familia y me fui a vivir con una muchacha que tenía casa en Londres. Y mi familia me cortó los víveres, lo que fue algo muy tonto pues pudo haber tenido un efecto contraproducente. No ocurrió así porque todas las muchachas que yo conocía y que estaban en una situación similar parecían llevar una vida muy cansadora. Poca diversión, muchos celos, y nada más que proyectos… Pero no podía vivir a costa de aquella muchacha. Tenía que conseguir algún dinero así que escribí el libro.

Creí no haber oído bien.

—¿Editaste un libro? —pregunté.

—Escribí un libro. —Josella me lanzo una mirada y sonrió—. Debo de tener cara de tonta. Así me miraban todos cuando les decía que estaba escribiendo un libro. Te advierto que no era un libro bueno. Quiero decir, no como los de Aldous o Charles o gente similar, pero logré lo que quería.

Hice un esfuerzo para no preguntarle a qué posible Charles se refería. Le dije simplemente:

—¿Quieres decir que lograste publicarlo?

—Oh, sí. Y gané de veras mucho dinero. Los derechos cinematográficos…

—¿Cómo se llamaba el libro? —le pregunté.


«El sexo es mi aventura»
.

La miré un rato y al fin me golpeé la frente.

—Josella Playton, claro. No sabía por qué me sonaba tu nombre. ¿Y tú escribiste eso? —añadí con incredulidad.

No sé cómo no me había acordado. Su fotografía había estado en todas partes —una fotografía no muy buena ahora que podía ver el original—, y el libro había estado también en todas partes. Dos grandes bibliotecas circulantes lo habían prohibido, posiblemente sólo por el título. Después de esto, el éxito estaba asegurado, y las ventas subieron vertiginosamente hasta varios cientos de miles de ejemplares. Josella lanzó una risita.

BOOK: El día de los trífidos
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