Tan pronto como se comprendió la gravedad de esta amenaza, todos se lanzaron a arrancar y destrozar nerviosamente trífidos, hasta que a alguien se le ocurrió que bastaba quitarles el aguijón. El asalto, ligeramente histérico, a las plantas disminuyó entonces, pero el número de los trífidos había descendido ya de un modo considerable. Poco después se difundió la moda de tener uno o dos trífidos, cuidadosamente mutilados, en el jardín. Se descubrió que pasaban por lo menos dos años antes que el perdido aguijón volviese a crecer: una poda anual les quitaba, pues, todo peligro, y servían así de motivo de diversión para los niños de la casa.
En los países templados, donde el hombre había logrado dominar todas las formas de la naturaleza, salvo la propia, la situación de los trífidos quedó perfectamente aclarada. Pero en los trópicos, particularmente en las regiones selváticas, pronto se convirtieron en un verdadero azote.
El viajero no advertía la presencia de un trífido entre los espesos matorrales y era golpeado al acercarse por el venenoso aguijón. Aun los naturales de aquellas regiones no veían fácilmente al trífido que acechaba inmóvil a un lado del sendero. Estas plantas eran increíblemente sensibles a cualquier movimiento, y muy pocas veces se las sorprendía descuidadas.
Los trífidos se convirtieron en un serio problema en tales regiones. Lo mejor era cortarles la punta del tallo, y junto con él, el aguijón. Los nativos de la selva iban armados de unas pértigas con ganchos afilados en la punta, muy útiles si lograban adelantarse, pero inservibles si el trífido se inclinaba hacia delante aumentando así el alcance de su aguijón en más un metro. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que estas garrochas fueran reemplazadas por armas de muelle de diferentes tipos. La mayoría de esas armas arrojaban discos, aspas y bumeranes de delgado acero. Como regla general eran poco seguras más allá de los doce metros, aunque capaces de cortar limpiamente el tallo de un trífido a una distancia de veinticinco si daban en el blanco. El invento agradó tanto a las autoridades —unánimemente enemigas de la portación indiscriminada de rifles— como de los usuarios que encontraban que los proyectiles de acero de hoja de afeitar eran más baratos y livianos que los cartuchos, y admirablemente adaptables al bandolerismo silencioso.
La naturaleza, las costumbres y la constitución de los trífidos fueron entusiastamente investigadas. Graves experimentadores trataron de determinar, en interés de la ciencia, qué distancia y durante cuánto tiempo podía caminar un trífido si se podía decir que tenía un frente, o podía trasladarse en cualquier dirección con igual torpeza; cuánto tiempo tenía que pasarse con las raíces hundidas en la tierra, qué reacciones mostraba ante la presencia de ciertos elementos químicos, y una enorme cantidad de otras cuestiones, tanto útiles como inútiles.
El ejemplar de mayor tamaño encontrado en los trópicos llegaba casi a los tres metros de altura. No se vio ningún ejemplar europeo de más de dos metros y medio; los más comunes apenas superaban los dos metros. Según todas las apariencias se adaptaban fácilmente a muy diversos suelos y climas. No tenían, parecía, enemigos naturales… salvo los seres humanos.
Pero había un buen número de características no muy evidentes que escaparon durante algún tiempo a la atención de los hombres. Todos tardaron, por ejemplo, en advertir la increíble exactitud con que lanzaban sus aguijonazos, y el hecho de que invariablemente daban en la cabeza. Nadie al principio notó tampoco que tenían la costumbre de quedarse un tiempo junto a sus víctimas. El motivo se aclaró totalmente cuando quedó demostrado que se alimentaban tanto de carne como de insectos. El venenoso aguijón no tenía bastante fuerza como para desgarrar un cuerpo de carnes firmes, pero si para arrancar trozos de carne descompuesta y llevarlos hasta el cáliz.
Nadie se interesó mucho, por otra parte, en las tres ramitas sin hojas que nacían en la parte alta del tronco. Se suponía que estaban relacionadas de algún modo con el sistema reproductivo, ese sistema que tiende a ser indiscriminado refugio de todas las partes de la planta de no muy seguro propósito, hasta que se les asigna alguna función específica. Algunos creían, por lo tanto, que esa repentina movilidad de las ramitas y ese su alegre repiqueteo contra el tallo eran una extraña demostración de exuberancia amatoria.
Posiblemente la poco agradable distinción de haber sido golpeado tan pronto por una de esas plantas, sirvió para estimular mi interés, pues desde ese entonces me sentí en cierto modo atado a ellas. Me pasaba —o «malgastaba», si se colocan ustedes en el punto de vista de mi padre— mucho tiempo observando fascinado a los trífidos.
No sería posible acusar a mi padre porque haya creído que mis investigaciones eran inútiles. Sin embargo, más tarde, encontré un empleo que superaba nuestras esperanzas, pues dejé la escuela poco antes que se reorganizase la
Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado
, dejando caer durante el proceso la palabra «pescado». Pronto corrió la noticia de que esta compañía, y otras similares de distintos países iban a cosechar trífidos en gran escala para extraerles valiosos aceites y jugos, y para proporcionar al ganado un muy nutritivo y oleoso forraje. Los trífidos entraron, pues, de un día para otro, en el reino de los grandes negocios.
Inmediatamente decidí mi futuro. Me presenté en la
Articoeuropea
y mis calificaciones me proporcionaron un empleo en el Departamento de Producción. La desaprobación de mi padre perdió un poco de su valor ante el monto de mi salario, el que era excelente para mi edad. Pero cuando le hablé con entusiasmo del futuro, resopló con incredulidad por entre los bigotes. Mi padre sólo creía en los empleos tradicionales, pero no me puso ninguna traba.
—Al fin y al cabo —me dijo—, si no tienes éxito serás aún bastante joven como para iniciarte en otra cosa más sólida.
No tuve que hacerlo. Cinco años después, poco antes que él y mi madre murieran en una excursión aérea, pudieron ver cómo las nuevas compañías de aceite arruinaban a todos los competidores, y cómo los que nos habíamos iniciado temprano teníamos, aparentemente, un brillante porvenir.
Entre esos pioneros se contaba mi amigo Walter Lucknor.
Durante un tiempo dudaron en tomar a Walter. Sabía poco de agricultura, menos de negocios, e ignoraba el trabajo de laboratorio. Por otra parte, sabía mucho de trífidos… tenía algo así como un conocimiento intuitivo de esas plantas.
Ignoro qué le pasó a Walter aquel mayo fatal, años más tarde, pero tengo mis sospechas. Es una lástima que no haya logrado escapar. Su colaboración hubiese sido inmensamente valiosa. No creo que nadie entienda realmente a los trífidos, o que los haya entendido, pero Walter estuvo muy cerca de comenzar a entenderlos, más cerca que ningún otro hombre.
Walter me dio la primer sorpresa cuando ya llevábamos un año o dos en la compañía.
El sol se estaba poniendo. Había terminado la hora de trabajo y observábamos con cierta satisfacción tres nuevos campos de trífidos maduros. En aquellos días no los guardábamos en recintos cercados, como hicimos más tarde. Los distribuíamos simplemente en filas… por lo menos los postes de acero a los que estaban encadenados se ordenaban en filas, aunque las plantas no tenían conciencia de esa rigurosa reglamentación. Un mes más y podríamos hacer las primeras incisiones para recoger el jugo. La tarde era tranquila. Sólo rompía el silencio el ocasional repiqueteo de las ramitas de algún trífido. Walter observaba las plantas con la cabeza ligeramente ladeada. Volvió a llenar la pipa.
—Están charlatanes esta noche —observó. Tomé estas palabras como lo hubiese hecho cualquier otro, metafóricamente.
—Quizá sea por el tiempo —sugerí—. Me parece que hacen eso sobre todo cuando hay tiempo seco.
Walter me miró de reojo, con una sonrisa.
—¿Tú hablas más cuando hay tiempo seco?
—¿Y por qué…? —comencé a decir, y me interrumpí—. No habrás querido decir realmente que están hablando —dije advirtiendo la expresión de su rostro.
—¿Y por qué no?
—Pero es absurdo, ¡plantas que hablan!
—No más absurdo que plantas que caminan —dijo Walter.
Clavé los ojos en los trífidos, y luego miré otra vez a Walter.
—Nunca lo pensé —comencé a decir, titubeando.
—Piénsalo un poco, obsérvalos. Me gustaría conocer tu opinión.
Era curioso que en mi largo trato con los trífidos nunca se me hubiese ocurrido una posibilidad semejante. Me había cegado, supongo, la teoría del llamado amoroso. Pero una vez que Walter me puso esa idea en la cabeza, allí se quedó. No pude ya dejar de sentir que los trífidos podían comunicarse secretamente con ese repiqueteo.
Hasta entonces yo creía haber observado a los trífidos con gran atención, pero cuando Walter hablaba de ellos me parecía que no había visto nada. Walter era capaz, sí estaba de humor, de hablar de los trífidos durante horas, enunciando teorías que eran, a veces, increíbles, pero que no eran, a veces, imposibles.
Por ese entonces el público había llegado al convencimiento de que los trífidos eran unos seres extravagantes, bastante divertidos, pero no de mucho interés. La compañía los encontraba interesantes, sin embargo. Parecía creer que la existencia de los trífidos era un acto de caridad para con todos, principalmente para con la compañía misma. Walter no compartía ninguna de estas dos opiniones. A veces, mientras lo escuchaba, yo también comenzaba a tener mis dudas.
Walter estaba ahora seguro de que los trífidos hablaban.
—Y eso —arguyó— significa que hay en ellos cierta inteligencia. Esa inteligencia no puede asentarse en un cerebro, pues la disección no muestra nada parecido a un cerebro. Pero eso no prueba que no haya algo que haga las funciones de ese órgano.
»Y es indudable que tienen cierta inteligencia. ¿Has notado que cuando atacan buscan siempre las partes no protegidas? Casi siempre la cabeza, pero a veces las manos. Y otra cosa: si observas las estadísticas de víctimas, advertirás que casi todos han sido golpeados en los ojos, y han quedado ciegos. Es algo notable… y significativo.
—¿Por qué?
—Porque saben que es el modo más seguro de poner a un hombre fuera de acción. En otras palabras, saben lo que hacen. Escucha. Si aceptamos que poseen cierta inteligencia, tenemos sobre ellos sólo esta superioridad: la vista. Nosotros podemos ver, y ellos no. Suprimamos los ojos, y nuestra superioridad se desvanece. Quedamos en una situación de inferioridad. Los trífidos están acostumbrados a una existencia sin ojos y nosotros no.
—Pero aunque fuese así, ellos no pueden
hacer
cosas. No pueden manejarlas. Tienen poca fuerza en ese tentáculo —señalé.
—Es cierto, ¿pero de que nos serviría nuestra habilidad manual si no viéramos lo que hacemos? Por otra parte, los trífidos no necesitan de esa habilidad, no como nosotros. Pueden recibir su alimento directamente del suelo, o de los insectos, o de la carne cruda. No necesitan recurrir a esos complicados procesos de producir cosas, distribuirlas y cocinarlas. En realidad, si hubiese que elegir entre la posible supervivencia de un hombre ciego y de un trífido, sé muy bien por quién apostaría.
—Estás presuponiendo un mismo nivel de inteligencia.
—De ningún modo. No es necesario. Basta con imaginar que la inteligencia del trífido es de un tipo totalmente diferente. Sus necesidades son mucho más simples. Recuerda el complejo proceso al que tenemos que recurrir para obtener de estas plantas un extracto asimilable. ¿Qué tiene que hacer en cambio el trífido? Sólo lanzarnos su aguijón, esperar unos pocos días y comenzar entonces a asimilarnos. Algo mucho más simple y natural.
Walter hablaba así durante horas, hasta que yo comenzaba a perder el sentido de las proporciones y me sorprendía a mí mismo imaginando a los trífidos casi como a competidores. Walter por su parte no creía otra cosa. Había pensado, admitía, escribir un libro sobre ese asunto tan pronto como reuniese un poco más de material.
—¿Lo has pensado? —repetí—. ¿Y qué te detiene?
—Sólo esto. —Hizo un amplio ademán como para abarcar la totalidad de la granja—. Hay muchos intereses creados. No convendría difundir ideas perturbadoras. Por otra parte, tenemos bastante dominados a los trífidos, así que es una simple cuestión académica, de muy escaso valor.
—Nunca puedo estar seguro contigo —le dije—. No sé hasta que punto hablas en serio o hasta donde te dejas arrastrar por la imaginación. ¿Crees realmente que hay aquí algún peligro?
Walter chupó un momento su pipa antes de contestar.
—No sé —admitió—, pues… bueno, yo mismo no estoy muy convencido. Pero de algo estoy seguro:
puede
haber algún peligro. Podría darte una respuesta mucho mejor si llegase a entender el significado de ese repiqueteo. En cierto modo esto no me preocupa. Helos ahí, y nadie piensa en ellos más que en una rara variedad de repollo. Y, sin embargo, se pasan la mitad del tiempo repiqueteando e intercambiándose mensajes. ¿Por qué? ¿De qué hablan? Eso es lo que quisiera saber.
Creo que Walter no comunicó nunca sus ideas a ningún otro, y yo se las acepté como una confidencia, en parte porque no conocía a nadie más escéptico que yo mismo, y en parte porque no nos convenía que la firma nos considerase un par de mentecatos.
Durante un año o más trabajamos casi siempre juntos. Pero al inaugurarse otros criaderos, y ante la necesidad de estudiar los métodos empleados en otros países, comencé a viajar. Walter abandonó el trabajo en el campo, y entró en el Departamento de Investigaciones. Se encontró a gusto allí, dedicándose tanto a investigar a pedido de la compañía como por cuenta propia. Yo solía visitarlo de cuando en cuando. Se pasaba la mitad del tiempo experimentando con sus trífidos pero los resultados no lograron aclarar sus propias ideas tanto como él esperaba. Había comprobado, para su propia satisfacción por lo menos, la existencia de una bien desarrollada inteligencia, y hasta yo tuve que admitir que había algo más que instinto. Tenía aún el convencimiento de que el repiqueteo de las varitas era una forma de comunicación. Para el consumo del público había demostrado que esas varitas eran algo más, y que un trífido privado de ellas se deterioraba gradualmente. Había establecido también que la infertilidad de las semillas de trífido alcanzaba a un noventa y cinco por ciento.
—Por suerte —señaló—. Si todas germinaran sólo habría sitio para los trífidos en este planeta.