El día de los trífidos (10 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El día de los trífidos
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A eso, y a mi adquirida resistencia al veneno, debía la vida. Sin embargo, yo tenía en el dorso de las manos y en el pescuezo unas pálidas manchas rojas que me picaban como todos los diablos. Me rasqué un rato mientras miraba el aguijón del trífido.

—Es raro… —murmuré, más para mí mismo que para Josella, pero la muchacha me oyó.

—¿Qué es raro?

—Nunca vi un trífido con los sacos de veneno tan vacíos como éstos. Tiene que haber lanzado un buen número de aguijonazos.

Creo que Josella no me oyó esta vez. Su atención se había vuelto hacia el hombre que yacía en el sendero, mirando de reojo al trífido que estaba allí cerca.

—¿Cómo podríamos alejarlo?

—No podemos… no hasta que haya concluido… —le dije—. Además… bueno, temo que no podamos ayudarlo.

—¿Quiere decir que está muerto? —Moví afirmativamente la cabeza.

—Sí. He visto a otros como él. ¿Quién era?

—El viejo Pearson. Hacía de jardinero y de chofer de mi padre. Querido Pearson. Lo conocí toda mi vida.

—Lo siento —comencé a decir, deseando que se me ocurriera algo más adecuado, pero la muchacha me interrumpió.

—¡Mire! ¡Oh, mire! —Josella señaló un sendero que corría junto a la casa. Una pierna con una media de seda negra y zapato de mujer asomaba en la esquina.

Miramos con cuidado, y luego nos movimos a un lugar seguro desde donde podíamos ver mejor. Una muchacha vestida de negro yacía parte en el camino y parte en un macizo de flores. Una línea roja y brillante le atravesaba el rostro. Josella reprimió un sollozo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Oh! ¡Es Annie! ¡Pobre Annie! —exclamó.

Traté de consolarla.

—Lo más probable es que no se hayan dado cuenta —le dije—. El golpe que llega a matar es por suerte bastante rápido.

Ningún otro trífido se escondía allí, aparentemente. Era posible que hubiesen sido atacados por el mismo. Cruzamos juntos el sendero y entramos en la casa por una puerta lateral. Josella llamó. No respondió nadie. Llamó otra vez. Un silencio total envolvía la casa. Josella me miró. No hicimos ningún comentario. La muchacha, en silencio, me llevó por un corredor hasta una puerta forrada con un paño verde. En el momento de abrirla se oyó un silbido y algo golpeó la puerta y el marco a unos centímetros por encima de su cabeza. Josella cerró apresuradamente, y se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos.

—Hay uno en la sala —dijo.

Habló en voz muy baja, como si temiera que el trífido pudiese oírla.

Volvimos a la puerta que daba al jardín. Caminamos sobre el pasto para no hacer ruido y rodeamos la casa hasta que nos encontramos ante la sala. La ventana balcón estaba abierta y el vidrio roto en parte. En el alféizar y la alfombra había unas huellas de barro. En un extremo de las huellas, en medio de la habitación, se alzaba un trífido. La punta del tallo llegaba casi al techo, y se balanceaba ligeramente. Al lado del tronco velludo y sucio, yacía el cuerpo de un hombre maduro envuelto en una brillante bata de seda. Tomé a Josella por el brazo. Tenía miedo de que se precipitara en la habitación.

—¿Es… es su padre? —le pregunté, aunque sabía que tenía que ser él.

—Sí —dijo Josella, y se llevó las manos a la cara. Le temblaba el cuerpo.

Me quedé allí, inmóvil, con los ojos clavados en el trífido por si se acercaba a nosotros. Luego pensé que Josella necesitaba un pañuelo y le alcancé el mío. Nada podíamos hacer. Después de un rato, Josella se repuso un poco. Recordando a la gente que habíamos visto durante el día, le dije:

—Sabe, hubiese preferido que me ocurriese eso a ser como aquellos otros.

—Sí —dijo Josella, después de una pausa.

Alzó los ojos al cielo. Era un cielo suave, de un profundo color azul, con algunas nubes que flotaban como plumas blancas.

—Oh, sí —repitió con más convicción—. Pobre papá. Nunca hubiese soportado la ceguera. Amaba demasiado todo esto. —Volvió a mirar el interior de la habitación—. ¿Qué vamos a hacer? No puedo dejar que…

En ese mismo instante percibí el reflejo de un movimiento en la hoja de vidrio. Miré con rapidez hacia atrás y vi que un trífido salía de los arbustos, y echaba a caminar en una línea que se dirigía directamente hacia nosotros. Alcancé a oír el murmullo de las hojas correosas mientras el tallo se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

No había tiempo que perder. Ignorábamos cuántos otros trífidos podía haber allí. Tomé otra vez a Josella por el brazo, y corrimos por el sendero. Cuando estábamos ya a salvo dentro del automóvil, Josella se echó a llorar.

Era mejor dejar que se desahogara. Encendí un cigarrillo y pensé qué podíamos hacer. Naturalmente, Josella no querría dejar allí a su padre. Desearía enterrarlo decentemente… y, por lo que habíamos visto, tendríamos que encargarnos nosotros mismos de cavar la tumba, y todo lo demás. Y antes de iniciar el trabajo sería necesario entendérselas con los trífidos que estaban por allí, y ahuyentar a sus posibles sucesores. Me sentía inclinado a abandonar totalmente el asunto… pero, claro, no se trataba de mi padre.

Cuanto más consideraba este nuevo aspecto de las cosas, menos todavía me agradaba. No tenía idea de cuántos trífidos podría haber en Londres. En todos los parques había varios ejemplares. Se trataba, comúnmente, de trífidos mutilados a los que se les permitía vagar a su antojo. Algunos conservaban sus aguijones, y crecían atados a unas estacas o detrás de un alambre tejido. Pensé en los que habíamos visto al cruzar Regent Park, y me pregunté cuántos habría en los corrales del zoológico y cuántos habrían logrado huir. En los jardines privados había algunos también. Uno debía pensar que eran ejemplares podados, pero nadie sabe hasta qué extremos puede llegar el descuido de la gente. Y había además algunos criaderos, y más lejos algunas estaciones experimentales.

Mientras pensaba en todo eso, creí recordar algo; era una asociación de ideas que no terminaba de formarse. Busqué durante un minuto o dos; luego, de pronto, me acordé. Casi podía oír la voz de Walter que decía:

—Te lo aseguro. Un trífido está en mejores condiciones de sobrevivir que un hombre ciego.

Naturalmente, se había referido a un hombre cegado por un trífido. Pero aun así, sentí un estremecimiento. Más que un estremecimiento. Me sentí asustado.

Recordé otra vez. No, había sido sólo una frase. Sin embargo, parecía terrible ahora.

—Suprime los ojos —había dicho Walter—, y nuestra superioridad habrá desaparecido.

Por supuesto, las coincidencias son algo usual, pero sólo las advertimos de cuando en cuando…

Un ruido en la grava me devolvió al presente. Un trífido venía balanceándose por el sendero hacia la puerta del jardín. Me incliné sobre el asiento y alcé la ventanilla.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Josella, histéricamente.

—Estamos seguros aquí —le dije—. Quiero ver qué hace.

Simultáneamente comprendí que una de mis preguntas ya tenía respuesta. Yo estaba acostumbrado a esas plantas y había olvidado la impresión que un trífido sin podar causa a la gente. Comprendí de pronto que Josella no querría volver aquí. Un trífido con aguijón provocaba en ella un solo deseo: apartarse de él, y mantenerse apartada.

El trífido se detuvo junto a la verja. Uno hubiese podido jurar que escuchaba. No nos movimos ni hablamos. Josella, horrorizada, lo miraba fijamente. Creí que iba a lanzar su aguijón contra el coche, pero no lo hizo. Quizá el rumor de nuestras voces en el interior del auto le hacía pensar que estábamos fuera de su alcance.

Las varitas comenzaron de pronto a golpear el tronco. Se balanceó, dobló pesadamente hacía la derecha, y desapareció por un sendero.

Josella suspiró aliviada.

—Oh, vámonos antes que vuelva —imploró.

Puse el coche en marcha, lo hice girar, y volvimos a Londres.

5
Una luz en la noche

Josella comenzó a recobrar el dominio de si misma. Con el deliberado y evidente propósito de dejar de pensar en lo que quedaba atrás, me preguntó:

—¿Adónde vamos?

—Primero a Clerkenwell —le dije—. Luego buscaremos algo de ropa para usted. Bond Street si quiere, pero primero Clerkenwell.

—¿Pero por qué Clerkenwell? ¡Cielo santo!

Su exclamación estaba justificada. Habíamos doblado una esquina y nos encontrábamos ahora en una calle que, a sesenta metros de nosotros, estaba llena de gente. Todos corrían hacia nosotros con los brazos extendidos hacia delante. Lloraban y gritaban a la vez. En el mismo momento que doblábamos la esquina, una mujer tropezó y cayó; otros rodaron sobre ella y la mujer desapareció bajo un montón de piernas y brazos que se agitaban en el aire. Detrás de la multitud vislumbramos la causa de todo esto: tres tallos de hojas oscuras se balanceaban sobre las cabezas enloquecidas por el miedo. Aceleré, y nos lanzamos por una calle lateral.

Josella volvió hacia mí un rostro aterrorizado.

—¿Vio… vio qué pasaba? ¡Los estaban
arreando
!

—Sí —dije—. Por eso vamos a Clerkenwell. Hay allí un lugar donde se fabrican armas y máscaras contra trífidos; las mejores del mundo.

Retrocedimos nuevamente y nos metimos en otra calle. Pero no encontramos el camino libre, como yo había esperado Cerca de la estación de King’s Cross había mucha gente. Aun sin sacar la mano de la bocina era cada vez más difícil seguir adelante. Frente a la estación fue ya imposible. Por qué había tanta gente en ese lugar, no lo sé. Todos los habitantes del distrito parecían haberse reunido allí. No podíamos pasar por entre esa multitud, y me bastó lanzar una mirada hacia atrás para comprender que tampoco era posible retroceder. Aquellos a quienes habíamos pasado ya habían cerrado filas.

—¡Salga, rápido! —le dije a Josella—. Creo que están tratando de atraparnos.

—Pero… —comenzó a decir Josella.

—¡Rápido! —le dije.

Lancé un último bocinazo y salí del coche detrás de Josella dejando el motor en marcha. Unos pocos segundos más, y hubiera sido demasiado tarde. Un hombre encontró la manija de la puerta trasera, la abrió y tanteó el interior. Josella y yo fuimos empujados por la presión de los que se acercaban al coche. Hubo un grito de furia cuando alguien abrió la puerta delantera y descubrió que el asiento estaba vacío. Por ese entonces ya nos habíamos puesto a salvo, entrando a formar parte de la multitud. Alguien asió al hombre que había abierto la puerta trasera creyendo que acababa de salir del coche. Alrededor de nosotros aumentaba la confusión. Tomé firmemente la mano de Josella y comenzamos a abrirnos camino con todo el disimulo posible.

Ya lejos de aquella gente, caminamos un rato en busca de un vehículo apropiado. Lo encontramos a un kilómetro de allí. Era un camioncito, más útil que un coche común para el plan que comenzaba a formarse en mi cabeza.

En Clerkenwell estaban acostumbrados a fabricar instrumentos de precisión desde hacía dos o tres siglos. La pequeña fabrica con la que yo había tenido que tratar profesionalmente algunas veces, había adaptado aquella antigua habilidad a las nuevas necesidades. La encontré sin dificultad, y poco nos costó, entrar en ella. Cuando nos pusimos otra vez en marcha estábamos ya mucho más tranquilos gracias a los varios rifles contra trífidos, algunos miles de bumerangs para los rifles, y algunas máscaras de alambre tejido que habíamos cargado en la parte trasera del camioncito.

—¿Y ahora… las ropas? —sugirió Josella.

—Plan provisional, sujeto a críticas y correcciones —dije—. Primero, lo que usted llamaría un
pied-à-terre
, es decir, un lugar donde podamos recobrarnos y discutir la situación.

—No otro bar —protestó Josella—. Ya tengo bastante de bares por hoy.

—Estoy de acuerdo, aunque como todo es gratis mis amigos se extrañarían —le dije—. Estaba pensando en un piso vacío. No puede ser difícil encontrar uno. Podríamos descansar un rato y planear la campaña. Nos serviría también para pasar la noche. Pero si le parece a usted que el obstáculo de las convenciones es más fuerte que estas peculiares circunstancias, bueno, podríamos buscar dos pisos.

—Pienso que sería más feliz si supiese que hay uno aquí cerca.

—Muy bien —convine—. Entonces operación número dos: proveer de ropas a damas y caballeros. Para eso quizá sea mejor que tomemos caminos diferentes. Pero no olvidemos la dirección del piso.

—S-si —dijo Josella titubeando.

—Todo irá bien —le aseguré—. Prométase a sí misma no hablar con nadie y no sospecharán que puede ver. Cayó usted en aquella trampa sólo porque no estaba bien preparada. «En el país de los ciegos, el tuerto es rey».

—Oh, si… fue Wells quien dijo eso, ¿no? Sólo que la historia no ha resultado cierta.

—Depende de lo que usted entienda por «país»,
patria
en el original —le dije—.
«Caecorum in patria luscus rex imperat omnis»
; un señor clásico, llamado Fullonius, fue el primero que lo dijo; eso es todo lo que se sabe de él. Pero no hay ninguna
patria
organizada aquí, ningún estado: caos solamente. Wells imaginó un pueblo que se había adaptado a la ceguera. No creo que vaya a ocurrir lo mismo aquí, no veo cómo.

—¿Qué cree usted que ocurrirá?

—Mis sospechas no serían mejores que las suyas. Y por pronto vamos a saberlo. Volvamos a lo que interesa. ¿De qué estaba hablando?

—De elegir algunas ropas.

—Oh, sí. Bueno, basta que nos metamos en una tienda, adoptando algunas pocas precauciones. No se encontrará con ningún trífido en el centro de la ciudad, por lo menos no todavía.

—Habla usted muy a la ligera de estas cosas —me dijo la muchacha.

—Pero no me las tomo a la ligera —le aseguré—. No estoy seguro de que eso sea una virtud, quizá se trate sólo de una costumbre. Pero rehusarse obstinadamente a admitir los hechos no resucitará el pasado, ni nos servirá de nada. Pienso que tenemos que considerarnos a nosotros mismos no como ladrones, sino más bien como herederos involuntarios.

—Sí, supongo que es algo parecido —dijo Josella en voz baja.

Calló un rato. Cuando habló otra vez volvió al asunto anterior.

—¿Y después de las ropas? —preguntó.

—Operación número tres —le dije—. O sea la cena.

Tal como yo lo había esperado, no fue difícil encontrar alojamiento. Dejamos el camión en medio de la calle, ante un edificio de imponente aspecto, y subimos al tercer piso. No sé por qué elegimos el tercero, pero nos pareció que sería mejor estar un poco lejos de la calle. El proceso de selección fue muy sencillo. Golpeábamos la puerta o tocábamos el timbre, y si alguien respondía, pasábamos de largo. Después de repetir la operación tres veces, llamamos a una puerta y no acudió nadie. La cerradura cedió ante un buen empujón con el hombro.

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