—Oh —dijo—, pones la misma cara que mis parientes.
—No los acuso —le dije.
—¿Leíste el libro? —preguntó Josella.
Le dije que no con la cabeza. Josella suspiró.
—Son graciosos ustedes. Todo lo que conocen es el título y la publicidad y se sienten escandalizados. Y es realmente un librito tan inofensivo. Una mezcla de artificio verde y romanticismo rosa con matices rojos de colegiala. Pero el título fue una buena idea.
—Todo depende de lo que entiendas por bueno —sugerí—. Y además lo firmaste con tu nombre.
—Eso fue un error —admitió Josella—. Los editores me dijeron que era mejor para la publicidad. Desde su punto de vista tenían razón. Fui bastante famosa durante un tiempo. Me reía interiormente cuando la gente me miraba en los restaurantes y otros sitios. Aparentemente les resultaba difícil relacionar lo que veían con lo que pensaban. Un montón de gente que no me importaba en absoluto comenzó a visitarme. Así que para librarme de ellos, y como ya había probado que no
necesitaba
volver a casa, volví a casa.
»El libro, sin embargo, casi lo estropeó todo. La gente se había tomado el título tan al pie de la letra, que tenía que estar defendiéndome continuamente de los que no me interesaban, y aquéllos que me interesaban parecían asustados o escandalizados. Lo peor era que no se trataba ni siquiera de un libro inmoral, era sólo escandalosamente tonto. No sé cómo la gente con sentido común no se dio cuenta.
Josella calló adoptando un aire reflexivo. Se me ocurrió que la gente con sentido común pudo haber pensado que la autora de
«El sexo es mi aventura»
era también escandalosamente tonta, pero no se lo dije. Todos cometemos alguna tontería en la juventud, pero la gente encuentra difícil, de algún modo, calificar de tontería juvenil a algo que ha dado mucho dinero.
—Todo andaba mal —se quejó Josella—. Estaba escribiendo otro libro para poner las cosas en su sitio. Pero me alegro de no haberlo terminado. Era bastante amargo.
—¿Con un título igualmente alarmante? —Josella sacudió la cabeza.
—Se iba a llamar
«Aquí la olvidada
».
—Hum… Bueno, no tiene ciertamente la fuerza del primero. ¿Una cita?
—Sí —dijo Josella—. Del señor Congreve: «Aquí la olvidada virgen descansa del amor».
—Este… oh —dije, y pensé un momento en esa frase.
—Y ahora —sugerí— creo que ha llegado el momento de esbozar un plan de campaña. ¿Me permites que comience haciendo algunas observaciones?
Estábamos echados en dos sillones extraordinariamente cómodos. Entre nosotros había una mesita baja con el aparato del café y dos copas. La más pequeña, con cointreau, era de Josella. La de aspecto plutocrático, con un fondo de brandy de inimaginable precio, era mía. Josella echó una bocanada de humo, y bebió un sorbo. Saboreándolo, dijo:
—Me pregunto si volveremos a probar alguna vez naranjas frescas. Muy bien, habla.
—Bueno. No hay por qué ocultarse los hechos. Será mejor que nos vayamos enseguida. Si no mañana, pasado mañana. Ya puede verse qué va a pasar aquí. Por ahora aún hay agua en los tanques. Pronto no habrá más. La ciudad va a apestar como una enorme cloaca. Hay algunos cadáveres. Serán cada vez más numerosos. —Advertí que Josella se estremecía. Había olvidado un momento, al adoptar un punto de vista general, las particulares implicaciones que mi charla tendría para ella. Hablé más rápidamente—: Eso puede significar tifus, o cólera, o Dios sabe qué. Es importante que nos vayamos antes que comience algo de eso.
Josella movió afirmativamente la cabeza.
—Por lo tanto el segundo problema es el de nuestro destino. ¿Tienes alguna idea? —le pregunté.
—Bueno… supongo que tendrá que ser ante todo un lugar alejado. Un sitio donde haya agua, un manantial, por ejemplo. Y me parece que tendría que ser lo más alto posible… Un lugar con bastante viento.
—Si —dije—. No había pensado en eso del viento, pero tienes razón. La cima de una colina y una buena provisión de agua… no será fácil encontrarlas juntas. —Pensé un momento—. ¿El distrito de los lagos? No. Demasiado lejos. ¿Gales, quizá? O posiblemente Exmoor o Dartmoor o allá abajo en Cornwall. Cerca del Land’s End dominan los vientos limpios del Atlántico. Pero eso está, también, demasiado lejos. Sería conveniente no alejarse de las ciudades para cuando podamos visitarías.
—¿Y que te parecen las colinas de Sussex? —sugirió Josella—. Conozco una hermosa y vieja granja en el lado norte, que mira hacia Pulborough. No está en la cima de una colina, pero sí a bastante altura. Hay un molino de viento para el agua, y creo que también un generador de electricidad. Ha sido muy transformada y modernizada.
—Una residencia conveniente, de veras. Pero el lugar está muy poblado. ¿No crees que deberíamos ir más lejos?
—Bueno, no sé. ¿Cuánto tiempo pasará antes que podamos volver a las ciudades?
—No tengo idea, realmente —admití—. Pienso que algo así como un año. Creo que ése será un buen margen.
—Sí. Pero si nos alejamos mucho, luego no nos será fácil abastecernos.
—Una observación muy justa.
Abandonamos por el momento el problema de nuestro destino y comenzamos a elaborar los detalles de la mudanza. A la mañana, decidimos, adquiriríamos ante todo un camión, un camión espacioso. Hicimos juntos una lista de las cosas esenciales que pondríamos en el camión. Si terminábamos de aprovisionamos, saldríamos esa misma tarde, si no —y la lista estaba adquiriendo una longitud que hacía temer esto ultimo—, nos arriesgábamos a pasar otra noche en Londres, y partiríamos al día siguiente.
Era cerca de medianoche cuando terminamos de añadir a la lista de lo más importante algunas cosas secundarias. El resultado se parecía al catálogo de un almacén de ramos generales. Pero aunque no hubiese tenido otra utilidad que la de ayudarnos a que nos olvidáramos un rato de nosotros mismos, el trabajo habría valido la pena.
Josella bostezó, y se puso de pie.
—Tengo sueño —dijo—. Y unas sábanas de seda me esperan en una cama de maravilla.
Josella pareció flotar sobre la gruesa alfombra. Con la mano en el pestillo se detuvo y se volvió para mirarse solemnemente en el largo espejo.
—Algunas de estas cosas son divertidas —dijo, y le besó la mano a su imagen.
—Buenas noches, vana y dulce visión —dije.
Josella se volvió con una leve sonrisa, y luego desapareció por la puerta como una niebla llevada por el viento.
Me serví otro poco de aquel extraordinario brandy, lo calenté entre las manos, y me lo bebí.
—Nunca… nunca más volverás a ver nada semejante —me dije a mí mismo—.
Sic transit
…
Y enseguida, antes de caer en un estado de morbosidad total, me dirigí a mi más modesto lecho.
Estaba ya cómodamente acostado y a punto de dormirme, cuando oí un golpe en la puerta.
—Bill —dijo la voz de Josella—. Ven, rápido. ¡Hay una luz!
—¿Qué clase de luz? —pregunté, saliendo de la cama.
—Afuera. Ven a ver.
Josella estaba de pie en el pasillo, envuelta en una especie de vestidura que sólo podía haber pertenecido a la dueña de aquel notable dormitorio.
—¡Dios mío! —dije nerviosamente.
—No seas tonto —me dijo, irritada—. Ven y mira esa luz.
Era ciertamente una luz. Mirando por la ventana hacia lo que parecía ser el noroeste, pude ver un rayo brillante, como el de un reflector, que apuntaba serenamente hacia arriba.
—Debe de haber alguien ahí que puede ver —dijo Josella.
—Seguramente —admití.
Traté de localizar el origen de la luz, pero la oscuridad circundante me lo impedía. No estaba muy lejos, sin embargo, y parecía nacer en medio del aire, lo que significaba, posiblemente, que estaba en lo alto de un gran edificio. Titubeé.
—Será mejor dejarlo hasta mañana —dije.
La idea de atravesar aquellas calles oscuras no era nada atractiva. Y hasta era posible —poco verosímil, pero posible— que fuese una trampa. Un ciego bastante inteligente y desesperado
podía
haber encendido a tientas aquella luz.
Encontré una lima de uñas y me agaché hasta que mis ojos quedaron al nivel del alféizar. Con la punta de la lima tracé cuidadosamente una línea en la madera, señalando así la ubicación exacta de la luz. Luego volví a mi cuarto.
Me quedé despierto una hora o dos. La noche magnificaba el silencio de la ciudad, haciendo más desolados aún los ruidos que rompían ese silencio. De cuando en cuando llegaba de la calle alguna voz histérica, aguda y torturada. En una ocasión sonó un grito que parecía complacerse horriblemente en liberarse de la cordura. Le siguió, no muy lejos, un sollozo interminable, desesperado. Oí también, dos veces, las secas detonaciones de una pistola… Di gracias de todo corazón a quienquiera que fuese el que me había reunido con Josella.
No pude imaginar nada peor en ese momento que la soledad total. Solo, uno no sería nada. La compañía traía consigo la posibilidad de poder proyectar algo, y los proyectos ayudaban a mantener a raya el terror.
Traté de no oír los sonidos de la calle pensando en lo que tenía que hacer al día siguiente, y al otro día, y al otro; imaginando qué podía ser aquel rayo de luz, y de qué modo podría afectarnos. Pero los sollozos seguían y seguían como un fondo de mis pensamientos, recordándome las cosas que había visto hacia unas horas, y que vería otra vez mañana.
De pronto se abrió la puerta y me senté de un salto en la cama, asustado. Era Josella, con una vela encendida. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros, y había estado llorando.
—No puedo dormir —dijo—. Estoy asustada… horriblemente asustada. ¿Oyes a toda esa pobre gente? No puedo soportarlo…
Venía como una niña en busca de consuelo. No estoy seguro de que lo necesitase más que yo.
Fue la primera en dormirse, con la cabeza apoyada en mi hombro.
Las escenas del día no me abandonaban. Pero al fin yo también me dormí. Mi último recuerdo fue el de aquella dulce y triste voz de mujer que había cantado:
Ya nunca más pasearemos…
Cuando desperté pude oír a Josella ocupada ya en la cocina. Mi reloj indicaba que eran cerca de las siete. Terminé de afeitarme incómodamente con agua fría, y me vestí. Un aroma de tostadas y café flotaba en las habitaciones. Josella estaba sosteniendo una sartén sobre el hornillo. Tenía un aire de seguridad que era difícil asociar con la asustada figura de la noche pasada. Sus movimientos eran además precisos y justos.
—Leche condensada, lo siento —me dijo—. La refrigeradora se ha detenido. Pero todo lo demás está en orden.
Costaba creer que aquella forma prácticamente vestida fuese la maravillosa visión de la noche anterior. Josella había elegido un traje de esquiar azul oscuro, unas medias blancas y un par de fuertes zapatos. En un cinturón de cuero oscuro llevaba, en vez de aquella arma mediocre que yo había encontrado el día antes, un buen cuchillo de caza. Yo no sabía cómo esperaba verla vestida, ni siquiera si había pensado en eso, pero lo que más me impresionó fue el sentido común que había privado en su elección.
—¿Estoy bien así, no es cierto? —me preguntó Josella.
—Muy bien —le aseguré. Me miré a mí mismo. Yo también podía haberlo pensado. Una sastrería elegante no era lo más conveniente.
—Podías haberlo hecho mejor —dijo Josella mirando sin malicia mi traje lleno de arrugas—. La luz de anoche —continuó— venía de la torre de la Universidad. Estoy casi segura. Ninguna otra cosa se alza en esa línea. Además parece estar a la misma distancia.
Fui hasta la ventana y miré por sobre la raya que había trazado en el alféizar. Apuntaba como Josella había dicho, directamente a la torre. Y noté algo más. En un mástil de la torre flameaban dos banderas. Una podía haber quedado allí por casualidad, pero las dos tenían que ser una señal deliberada; el equivalente diurno de aquella luz. Después del desayuno decidimos que pospondríamos nuestro planeado programa, y que lo primero que haríamos seria investigar el asunto de la torre.
Dejamos el piso una media hora después. Tal como yo lo presumía nuestro camioncito había escapado, en medio de la calle, a la atención de los transeúntes. Sin detenernos más, pusimos las maletas de Josella en la parte trasera, entre las armas contra trífidos, e iniciamos la marcha.
Encontramos poca gente. El cansancio y el frío les habían anunciado, parecía, la llegada de la noche, y muy pocos habían dejado aún sus refugios. Los que habían salido no caminaban tan cerca de las paredes, como el día anterior, sino junto a la calle. La mayoría se había provisto de bastones o trozos de madera con los que tanteaban el borde de la calzada. Se movían así con mayor facilidad que por los frentes de los edificios, con sus entrantes y salientes, y los bastones contribuían a disminuir el número de los encontronazos.
Recorrimos nuestro camino con pocas dificultades, y al rato entrábamos en Store Street. La torre de la Universidad se alzaba al fin de la calle, frente a nosotros.
—Despacio —dijo Josella, mientras nos internábamos en la calle desierta—. Creo que pasa algo en la entrada.
Tenía razón. Al acercarnos pudimos ver a un grupo bastante considerable junto a la universidad. El día anterior nos había hecho desconfiar de las multitudes. Doblé por Gower Street, seguí unos cincuenta metros, y me detuve.
—¿Que crees que estará pasando? ¿Investigamos o nos vamos de aquí? —pregunté.
—Propongo que investiguemos —respondió Josella enseguida.
—Muy bien. Opino lo mismo —dije.
—Recuerdo el lugar —añadió Josella—. Hay un jardín detrás de esos edificios. Si podemos entrar en el jardín sabremos qué pasa sin mezclarnos con ellos.
Dejamos el coche y comenzamos a examinar esperanzadamente las casas. En la tercera encontramos una puerta abierta. Había un pasillo que conducía directamente al jardín. Este era compartido por una docena de viviendas y mostraba una curiosa disposición. La mayor parte se extendía al nivel de las casas, o un poco más abajo que las calles circundantes, pero en uno de sus extremos, aquél que estaba más cerca del edificio de la Universidad, se elevaba en una especie de terraza separada de la calle por altas rejas de hierro y una pared de poca altura. Podíamos oír del otro lado las voces de la multitud, como un confuso murmullo. Cruzamos el jardín, subimos a la terraza por un sendero de grava, y encontramos unos arbustos donde podíamos ocultarnos y observar la escena.