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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (9 page)

BOOK: El día de los trífidos
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—Creo recordar que alguien se divirtió en mezclar las bebidas —dijo la muchacha—. Nunca me sentí tan enferma como al terminar aquella fiesta, y eso que no bebí mucho.

Recordaba el martes como un día de confuso malestar y de un increíble dolor de cabeza. A eso de las cuatro de la tarde ya no aguantó más. Tocó el timbre. Y ordenó que la dejaran tranquila aunque se anunciasen cometas, terremotos, o aun el mismo día del juicio. Después de ese ultimátum se tomó una fuerte dosis de píldoras somníferas que en su estómago vacío actuaron con la eficacia de un
knock-out
.

Desde entonces no se había enterado de nada hasta esa mañana, su padre la despertó entrando en la habitación llevándose los muebles por delante.

—Josella —estaba diciendo, —en nombre de Dios llama al doctor Mayle. Dile que estoy ciego, totalmente.

Josella se había asombrado al advertir que ya eran las nueve. Se levantó de un salto y se vistió apresuradamente. La servidumbre no había respondido ni a sus llamados ni a los de su padre. Cuando dio con ellos descubrió horrorizada que también estaban ciegos.

Como el teléfono no funcionaba, lo único que quedaba por hacer era tomar el coche e ir en busca del doctor. Las calles silenciosas y sin tránsito le habían parecido extrañas, pero sólo después de haber recorrido poco más de un kilómetro comenzó a comprender lo que había ocurrido. Sintió pánico entonces, y tuvo deseos de llorar, pero eso no serviría de nada. Quizá el doctor se hubiera librado de la enfermedad, cualquiera que fuera, lo mismo que ella. De modo que con una urgente, pero cada vez más débil esperanza, continuó su camino.

En la mitad de Regent Street el motor comenzó a fallar. Al fin se detuvo. En medio de su prisa no había observado el tablero. El tanque estaba vacío.

Se quedó allí un momento, sin saber qué hacer. Todas las caras estaban ahora vueltas hacia ella, pero comprendió que nadie podía verla, o ayudarla. Salió del coche, con la esperanza de encontrar un garaje en las cercanías, y dispuesta, si no lo encontraba, a hacer a pie el resto del camino. Mientras cerraba la portezuela, una voz le gritó:

—¡Un momento, amigo! —Josella se dio vuelta y vio a un hombre que venía tanteando hacia ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Josella. El aspecto del hombre no era nada tranquilizador.

Sus modales cambiaron tan pronto como escuchó aquella voz de mujer.

—Estoy perdido. No sé dónde estoy.

—Estamos en Regent Street. El cinematógrafo
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está justo a sus espaldas —le dijo Josella, y se volvió para alejarse.

—Enséñeme por favor dónde está la acera, ¿quiere, señorita? —dijo el hombre.

Ella titubeó, y en ese momento el hombre llegó casi a su lado. Buscó con una mano extendida y encontró la manga. Enseguida se abalanzó y le tomó las dos manos apretándoselas dolorosamente.

—¿Así que puedes ver, eh? —le dijo—. ¿Por que demonios puedes ver, y yo no, ni tampoco los otros?

Antes que ella pudiese comprender qué ocurría, el hombre le había hecho dar media vuelta, la había tirado al suelo, y le había puesto una rodilla en la espalda. Le tomó las dos muñecas con una sola mano, y comenzó a atárselas con un trozo de cuerda que sacó del bolsillo. Luego el hombre se incorporó y la obligó a levantarse.

—Muy bien —dijo—. Desde ahora en adelante tu verás por mí. Tengo hambre. Llévame a donde haya una buena comida. En marcha.

Josella se apartó del hombre.

—No quiero. Desáteme las manos enseguida. Yo…

El hombre la interrumpió atravesándole la cara con una bofetada.

—Basta de eso, querida. Vamos. En marcha. Comida, ¿me has oído?

—No quiero; ya se lo dije.

—Ya lo querrás, querida mía —le aseguró el hombre.

Y Josella echó a caminar.

Lo hizo buscando todo ese tiempo una oportunidad para escaparse. Y él lo sabía. En una ocasión casi lo logró, pero el hombre obró con rapidez. En el mismo momento en que Josella consiguió soltarse, el hombre le hizo una zancadilla, y antes que se pusiera de pie, la había atrapado de nuevo. Después de eso el hombre buscó una cuerda más larga, y se la ató a la muñeca.

Josella lo llevó primero a un café, y lo guió hasta una refrigeradora. La máquina había dejado de funcionar, pero estaba llena de comida fresca. La próxima parada fue un bar donde el hombre pidió una botella de whisky irlandés. Josella le dijo que la botella estaba en uno de los estantes de arriba.

—Si me desatara… —sugirió.

—¿Para que me rompas la cabeza de un botellazo? No he nacido ayer, mi querida. No. Me serviré whisky escocés. ¿Dónde está?

Josella le dijo cuál era la botella de las varias que él estaba tocando.

—Me parece que estaba un poco aturdida —me explicó Josella—. Ahora me doy cuenta que pude haberlo engañado de mil modos. Si usted no hubiese aparecido, quizá hubiera llegado a matarlo. Nadie puede volverse brutal de pronto… no yo, por lo menos. En un principio no pude pensar claramente Creía que aquello no podía durar, y que en cualquier momento aparecería alguien, y que todo terminaría.

Había habido una pelea en aquel bar antes que se fueran. Un grupo de hombres y mujeres descubrió la puerta abierta, y entraron en el salón. Poco precavido, el hombre le ordenó a Josella que les dijese qué había en la botella que el grupo había encontrado. Inmediatamente todos dejaron de hablar y volvieron hacia ella los ojos ciegos. Se oyó un murmullo, y dos hombres se adelantaron cautelosamente. Tenían una expresión decidida. Josella tiró de la cuerda.

—¡Cuidado! —gritó.

Sin titubear un instante, el hombre que había capturado a Josella lanzó un puntapié. Fue un puntapié afortunado. Uno de los hombres se dobló sobre sí mismo con un grito de dolor. El otro se adelantó de un salto, pero Josella se apartó y el hombre chocó contra el mostrador.

—Malditos, no la toquen —rugió el hombre de Josella, volviendo un rostro amenazador a un lado y a otro—. Es mía les digo. Yo la encontré.

Pero era indudable que los otros no iban a abandonar fácilmente sus propósitos. Aunque hubiesen podido ver la expresión del compañero de Josella, eso no hubiera bastado para detenerlos. Josella comenzó a comprender que el don de la vista, aun de segunda mano, era ahora algo superior a todas las riquezas, y que nadie renunciaría a ese don sin antes luchar duramente. Los hombres y mujeres del grupo ya estaban acercándose con las manos extendidas. Josella estiró una pierna, alcanzó la pata de una silla, y la hizo caer.

—¡Vamos! —gritó, arrastrando a su guardián.

Dos hombres tropezaron con la silla, y una mujer cayó sobre ellos. Rápidamente el bar se transformó en una forcejeante confusión. Josella se abrió camino por entre esa pelea y escapó con su compañero a la calle…

Apenas sabía por qué había hecho eso, pero la perspectiva de servir de lazarillo de aquel grupo le había parecido aún peor que su situación actual. El hombre no se lo agradeció. Le ordenó simplemente que buscara otro bar, un bar vacío.

—Creo —dijo Josella juiciosamente— que a pesar de su aspecto, no era un hombre malo, realmente. Pero estaba asustado. En el fondo estaba mucho más asustado que yo. Me dio un poco de comida y un poco de whisky. Comenzó a golpearme sólo porque estaba borracho, y no quise acompañarlo a su casa. Si usted no hubiese aparecido de pronto no sé qué hubiera ocurrido. —Hizo una pausa, y añadió—: Pero estoy muy avergonzada de mi misma. ¿Ha visto a lo que puede llegar una mujer moderna? Gritos, y desmayos. Algo horrible.

Josella parecía, y se sentía, evidentemente, mucho mejor, aunque se estremeció al tomar su vaso.

—Creo —le dije—, que he sido bastante estúpido… y bastante afortunado. Pude haberme dado cuenta cuando vi a aquella mujer con la niña en brazos, en Piccadilly. Sólo la casualidad me impidió caer en una trampa similar.

—Los que poseen algún tesoro siempre llevan una existencia precaria —dijo Josella reflexivamente.

—Lo recordaré siempre, de aquí en adelante —le dije.

—Yo lo tengo bien grabado —señaló Josella.

Durante algunos minutos escuchamos el ruido que venía de la otra taberna.

—¿Y qué piensa hacer ahora? —pregunté al fin.

—Tengo que volver a casa. Me espera mi padre. Indudablemente, es inútil ir a buscar al doctor ahora, aunque haya sido uno de los afortunados.

Pareció como si fuese a añadir algo, pero titubeó.

—¿Le importa si voy con usted? —le dije—. No me parece conveniente que ninguno de los dos ande solo.

Josella se volvió hacia mí con una mirada de agradecimiento.

—Gracias. Iba a pedírselo, pero pensé que usted querría buscar a alguien.

—No, a nadie —le dije—. No en Londres por lo menos.

—Me alegro. No es que tema que me atrapen otra vez… Tendré mucho cuidado. Pero, para ser sincera, temo la soledad. Me siento tan… tan perdida y desamparada.

Yo estaba viéndolo todo ahora bajo una nueva luz. La sensación de alivio se mezclaba ahora con la visión, cada vez más clara, del horror que podía aguardarnos. Había sido imposible, al principio, no sentir cierta superioridad, y, por lo tanto, cierta confianza. Nuestras posibilidades de sobrevivir a la catástrofe eran un millón de veces más grandes que las del resto. Donde ellos tenían que tantear, buscar y sospechar, a nosotros nos bastaba con entrar y servirnos. Pero había otras cosas.

—Me pregunto —dije—, ¿cuántos serán capaces de ver como nosotros? Me he cruzado con un hombre, una niña, y un bebé. Usted, con ninguno. Me parece que vamos a descubrir que la vista es algo raro de veras. Entre los otros, algunos han comprendido ya que sobrevivirán sólo si se apoderan de alguien que pueda ver. Cuando todos hayan comprendido lo mismo, el panorama no será muy tranquilizador.

Me pareció en ese momento que había que elegir entre una existencia solitaria, con el constante temor de caer en manos de alguien, o reunir un grupo escogido con el que pudiéramos protegernos de otros grupos. Seríamos algo así como jefes-prisioneros, y enseguida se me presentó una desagradable visión de sangrientas guerrillas, en las que distintos bandos luchaban por apoderarse de nosotros. Estaba todavía pensando incómodamente en esas posibilidades, cuando Josella me llamó a la realidad poniéndose de pie.

—Tengo que irme —me dijo—. Pobre padre. Pasan de las cuatro.

Ya otra vez en Regent Street, me asaltó de pronto una idea.

—Crucemos —dije—. Creo recordar que hay por aquí una tienda…

La tienda estaba todavía allí. Nos equipamos con unos cuchillos de tranquilizador aspecto y un par de cinturones.

—Me siento como un pirata —dijo Josella, mientras se ponía el cuchillo en el cinturón.

—Es mejor sentirse un pirata que botín de un pirata —le dije.

Unos pocos metros más arriba encontramos un salón de venta de automóviles, grande y brillante. Los automóviles parecían silenciosos. Pero cuando puse uno en marcha, el ruido nos pareció más fuerte que el del tránsito de una calle concurrida. Fuimos hacia el norte, zigzagueando para evitar los vehículos abandonados y los transeúntes que se quedaban clavados en medio de la calle al oír nuestro motor. Todas las cabezas se volvían esperanzadas hacia nosotros cuando nos acercábamos, y todas caían desanimadamente sobre el pecho al comprobar que no nos deteníamos. Encontramos un edificio que ardía furiosamente, y vimos la nube de humo de otro incendio en algún lugar de la calle Oxford. Había más gente aún en Oxford Circus, pero la esquivamos sin dificultades, pasamos la
BBC
y nos dirigimos hacia el norte, hacia la carretera de Regent Park.

Fue un alivio salir de las calles y viajar por un espacio abierto, un espacio donde no había ningún infortunado que se arrastrara tanteando las paredes. En las anchas franjas de hierba sólo se movían uno o dos grupitos de trífidos que se dirigían hacia el sur. Habían logrado, de algún modo, arrancar los postes, y caminaban arrastrando las cadenas. Recordé que en un rincón del zoológico había varios ejemplares sin podar, algunos sujetos con correas, pero la mayoría cercada por alambres, y me pregunté cómo habrían logrado salir. Josella los vio también.

—No será muy distinto para ellos —dijo.

Durante el resto del camino no encontramos nada de importancia. Pocos minutos después nos deteníamos ante la casa indicada por Josella. Salimos del coche y abrí la puerta del jardín. Un sendero no muy largo bordeaba un macizo de arbustos que ocultaba la casa. Cuando nos encontrábamos frente a los arbustos, Josella dio un grito y echó a correr. Había una figura tendida en el sendero, sobre el vientre, pero con la cabeza un poco ladeada de modo que se le veía la mitad del rostro. Enseguida noté la brillante mancha roja en la mejilla.

—¡Deténgase! —le grité a Josella.

Había bastante alarma en mi voz como para que me obedeciese.

Yo ya había visto al trífido. Estaba escondido entre los arbustos; su aguijón podía llegar fácilmente hasta la caída figura.

—¡Atrás! ¡Rápido! —dije.

Josella titubeó, y siguió mirando al hombre.

—Pero tengo que… —comenzó a decir, volviéndose hacia mí. Enseguida se detuvo. Abrió enormemente los ojos, y lanzó un grito.

Giré sobre mí mismo y me encontré con un trífido, a no más de un metro.

Automáticamente, me llevé las manos a los ojos. Oí el silbido del aguijón… pero no me desmayé, ni sentí siquiera aquella ardiente quemadura. La mente puede actuar como un relámpago en esos momentos; sin embargo, fue más el instinto que la razón lo que me hizo saltar hacia el trífido antes que volviese a golpearme. Choqué con él, y lo derribé. Caíamos aún y ya mis manos se tomaban de la parte superior del tallo tratando de arrancarle el cáliz y el aguijón. Los tallos de los trífidos no se quiebran, pero pueden destrozarse. Antes de ponerme de pie yo ya lo había destrozado de veras.

Josella estaba aún en el mismo sitio, paralizada.

—Acérquese —le dije—. Hay otro en los arbustos, detrás de usted.

Josella miró con temor por encima del hombro, y vino hacia mí.

—¡Pero el trífido lo golpeó! —me dijo, incrédula—. ¿Cómo no está…?

—No lo sé. Tendría que estarlo.

Miré al trífido caído. Recordé de pronto los cuchillos de que nos habíamos provisto para tratar con enemigos muy diferentes, y usé el mío para cortar el aguijón por la base. Lo examiné.

—Esto lo explica todo —dije, señalando los sacos de veneno—. Ve, están vacíos, secos. Si hubieran estado llenos, aun a medias… —Apunté hacia abajo con el pulgar.

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