Tal cambio de interés, de las espadas a los arados, fue sin duda un adelanto social, pero los optimistas cayeron en el error de creer que había habido un cambio en el espíritu humano. El espíritu humano siguió siendo el mismo: el noventa y cinco por ciento anhelando vivir en paz; el otro cinco por ciento sopesando sus posibilidades si se arriesgaba en una nueva guerra. Sólo porque esas posibilidades no parecían muy buenas pudo seguir manteniéndose la paz.
Mientras tanto, como todos los años unos veinticinco millones de nuevas bocas reclamaban alimento, el problema de los víveres empeoró cada vez más, y después de varios años de ineficaz propaganda un par de atroces cosechas demostró al fin la urgencia del problema.
El factor que llevó a aquel militante cinco por ciento a abandonar sus deseos de discordia fue los satélites. Los entendidos en cohetes habían alcanzado al fin uno de sus objetivos. Era posible ya lanzar un proyectil que no cayese enseguida. Era, en realidad, posible enviar un cohete a bastante altura como para que siguiese una órbita alrededor de la Tierra. Una vez allí, seguiría girando como una lunita, bastante inactiva e innocua, hasta que la presión de un botón la impulsase a caer, con devastador efecto.
Aunque la consternación del público, cuando una nación anunció triunfalmente que había sido la primera en lanzar al espacio un arma-satélite, fue muy grande, esa consternación fue mayor aún cuando otras naciones de las que se sabía que habían logrado un éxito igual, no hicieron ningún anuncio. No era nada agradable saber que pendía sobre nuestras cabezas un número desconocido de amenazas, que girarían y girarían hasta que alguien decidiese hacerlas caer… y que no había defensa posible. Sin embargo, la vida tiene que seguir su camino, y la novedad es algo de existencia maravillosamente precaria. Los hombres terminaron, a pesar suyo, por acostumbrarse a la idea. De cuando en cuando había un aterrorizado florecimiento de debates ante el rumor de que, además de satélites con cargas atómicas, había otros con enfermedades vegetales, enfermedades del ganado, polvos radiactivos, virus, e infecciones; no sólo las ya conocidas, sino también otras nuevas, desarrolladas recientemente en los laboratorios. Y todos estaban girando arriba. Es difícil saber si se habían lanzado realmente al espacio unas armas semejantes. Pero en aquel entonces los límites de la locura —principalmente de la acicateada por el miedo— no eran muy definidos. Un organismo virulento, bastante inestable como para convertirse en inofensivo en el curso de unos pocos días (¿quién podía decir que era imposible desarrollar tal organismo?) podía ser de gran utilidad estratégica si se lo arrojaba en ciertos lugares.
Al fin el Gobierno de los Estados Unidos terminó por dar bastante importancia a los rumores y desmintió que sus satélites pudiesen lanzar una guerra biológica directamente contra seres humanos. Una o dos naciones menores, de las que nadie sospechaba que tuviesen algún satélite hicieron declaraciones similares. Otras y mayores potencias no dijeron nada. Ante esta reticencia, el público comenzó a preguntarse por qué los Estados Unidos habían dejado de prepararse para una forma de guerra que otros estaban dispuestos a usar. ¿Y qué quería decir «directamente», por otra parte? En este punto todos los interesados dejaron tácitamente de negar o afirmar cualquier cosa acerca de los satélites, e iniciaron intensos esfuerzos para desviar el interés del público al no menos importante, pero mucho menos sospechoso, tema de la escasez de alimentos.
La ley de la oferta y la demanda había permitido a los más emprendedores organizar monopolios de mercancías, pero el mundo en su casi totalidad era enemigo de los monopolios declarados. Sin embargo, el sistema de las compañías subsidiarias funcionaba realmente sin tropiezos, y sin contravenir los Artículos de la Federación. El público apenas se enteraba de las pequeñas dificultades que surgían de cuando en cuando. Casi nadie conoció por ejemplo, la existencia de Umberto Cristóforo Palánguez. Yo mismo no supe de él sino después de años de trabajo.
Umberto era de mezclada ascendencia latina, y nacido en algún país sudamericano. Entró un día en las oficinas de la
Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado
, mostró una botella de pálido aceite y se convirtió de pronto en un posible desbaratador de la industria de los aceites comestibles.
La
Articoeuropea
no mostró tener prisa. El comercio de aceite estaba bien asegurado. Sin embargo, pasó el tiempo y al fin analizaron la muestra de Palánguez.
Ante todo descubrieron que no era aceite de pescado de ningún modo; era un producto vegetal, aunque no pudieron identificar su origen. Y en segundo lugar advirtieron que comparado con él el mejor aceite de pescado parecía un vulgar aceite de máquinas. Alarmados enviaron lo que quedaba de la muestra a los laboratorios para un estudio intensivo, y trataron de averiguar apresuradamente si el señor Palánguez había establecido algunos otros contactos.
Cuando Umberto volvió a aparecer, el director de la compañía lo recibió con una aduladora atención.
—Es un aceite verdaderamente notable el que nos traído, señor Palánguez —le dijo.
Umberto movió afirmativamente la delgada y morena cabeza. Estaba perfectamente enterado de ese hecho.
—Nunca he visto nada parecido —admitió el director.
Umberto volvió a hacer el mismo signo afirmativo.
—¿No? —dijo, cortésmente. Luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Ya lo verá,
señor
[1]
. Y en gran cantidades. —Reflexionó un momento y dijo con sonrisa—: Aparecerá, creo, en el mercado dentro de siete u ocho años.
El director pensó que eso no era posible, y dijo franqueza:
—Es mejor que nuestro aceite de pescado.
—Eso me han dicho —admitió Umberto.
—¿Piensa lanzarlo usted mismo a la venta, señor Palánguez?
Umberto volvió a sonreír.
—¿Le hubiese traído esta muestra si lo pensara?
—Podríamos reforzar sintéticamente algunos de nuestros aceites —observó el director con aire pensativo.
—Con algunas vitaminas… Pero sería muy costoso sintetizarlas todas, aun en el caso de que fuese posible —dijo Umberto suavemente—. Además —añadió—, me han dicho que este aceite se vendería a menor precio que el mejor aceite de pescado.
—Hum —dijo el director—. Bueno, supongo que nos trae usted alguna propuesta, señor Palánguez. ¿Nos decidimos a examinarla?
—Hay dos modos de encarar este desgraciado asunto —explicó Umberto—. El común es evitar que ocurra… retrasarlo al menos hasta que el capital empleado en las maquinarias actuales haya sido amortizado. Esto sería, naturalmente, lo más satisfactorio.
El director movió afirmativamente la cabeza. Conocía muy bien estas cosas.
—Pero lo siento por usted, porque, verá, no es posible —añadió Umberto.
El director no estaba muy seguro. Sintió deseos de decir: «Me parece que se llevaría usted una sorpresa», pero se contentó con un «Oh» poco comprometedor.
—Otra solución —sugirió Umberto— sería que ustedes mismos produjeran el aceite antes que comenzaran las dificultades.
—Ah —dijo el director.
—Creo —le dijo Umberto— que podré proporcionarles unas semillas de esta planta en, digamos, de aquí a seis meses. Con las plantan ustedes enseguida podrían iniciar la producción de aceite dentro de cinco años y, en uno más podrían cubrir el mercado.
—Justo a tiempo, en verdad —observó el director.
Umberto hizo un signo afirmativo.
—El otro método sería más simple —señaló el director.
—Pero desgraciadamente —dijo Umberto— no es posible establecer contacto con los competidores, ni suprimirlos.
Umberto hizo esta declaración con una serenidad tal que el director lo miró atentamente durante algunos segundos.
—Comprendo —dijo al fin—. Me pregunto… este… ¿no será usted un ciudadano soviético, señor Palánguez?
—No —dijo Umberto—. De ningún modo. Pero tengo algunas conexiones…
Y esto nos lleva a considerar la otra sexta parte del mundo, la parte que uno no podía visitar tan fácilmente como el resto. En realidad, el permiso para visitar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era casi imposible de obtener, y los movimientos de aquellos que lograban ese permiso estaban estrictamente limitados. Rusia se había convertido deliberadamente en tierra misteriosa. Muy poco de lo que ocurría detrás esos velados secretos era conocido por el resto del mundo. Lo que llegaba a saberse, no era nunca seguro. Sin embargo, detrás de esa curiosa propaganda que ocultaba los hechos de importancia menor, se habían logrado en diversas esferas, éxitos indiscutibles. Una de esas era la biología. Rusia, que compartía con el resto mundo el problema del aumento de las necesidades alimenticias, se había preocupado intensamente por ganar desiertos, estepas y tundras septentrionales. En los días en que se intercambiaba alguna información había dado a conocer algunos de esos éxitos. Más tarde, sin embargo, el fracaso de ciertos métodos y puntos de vista había hecho seguir a la biología un camino distinto. La biología fue desde entonces otro de los secretos. La dirección que había tomado era totalmente desconocida y quizá poco provechosa. Pero todos se preguntaban si los rusos estarían cosechando éxitos o fracasos o rarezas, o las tres cosas a la vez.
—Girasoles —dijo el director expresando distraídamente sus propios pensamientos—. Me han dicho que los rusos han logrado mejorar la producción de aceite de girasol. Pero no es eso.
—No —dijo Umberto—. No es eso.
El director meditó unos instantes.
—Semillas, dijo usted. ¿Quiere decir que es una nueva especie? Pues si se trata de una variedad…
—Tengo entendido que es una nueva especie… algo totalmente nuevo…
—Pero entonces usted no ha visto esas plantas. Quizá sea, en realidad, una nueva variedad de girasol.
—He visto una fotografía,
señor
. No sé si esa planta tiene algo del girasol. No sé si tiene algo de nabo. No sé si tiene algo de ortiga, o aun de orquídea. Pero sé que si todas esas plantas fueran padres de esta nueva especie, no conocerían a su hijo. No creo siquiera que se sintieran orgullosos.
—Comprendo. Bueno, ¿qué cantidad pediría usted por esas semillas?
Umberto nombró una suma que interrumpió bruscamente las reflexiones del director de la compañía. Este se sacó los anteojos y miró desde más cerca a su interlocutor. Umberto no se inmutó.
—Piense,
señor
—dijo Umberto haciendo sonar sus nudillos—. Es algo difícil, muy difícil. Y peligroso, muy peligroso. No tengo miedo, pero no afrontaré el peligro sólo por divertirme. Hay otro hombre, un ruso. Tengo que alejarlo, y pagarle bien. Hay otros además, a quienes él tendrá también que pagar. Por otra parte tendré que comprar un aeroplano, un aeroplano a reacción, rápido. Todo esto cuesta dinero.
»Y además, como le digo, no es fácil. Tengo que traerle semillas buenas. Las semillas de esta planta son casi todas estériles. Para estar más seguro tendré que traerle semillas escogidas. Ciertamente no será nada fácil.
—Le creo. Pero de todos modos…
—¿Le parece tanto,
señor
? ¿Qué dirá usted dentro de algunos años cuando los rusos estén vendiendo ese aceite por todo el mundo, y su compañía se declare en quiebra?
—Tendré que pensarlo, señor Palánguez.
—Pero claro,
señor
—dijo Umberto con una sonrisa—. Puedo esperar, un poco. Pero lamento no poder reducir mi precio.
No lo redujo.
El inventor y el descubridor son el azote de los negocios. Un poco de arena en las máquinas apenas cuenta. Se reemplazan las partes dañadas y se sigue adelante. Pero la aparición de un nuevo proceso, de una nueva sustancia, cuando todo está ya organizado y funcionando a la perfección, es algo endiablado. A veces es aun peor. Hay que impedir entonces que esa novedad aparezca. Están demasiadas cosas en juego. Si no es posible recurrir a métodos legales, hay que intentar otros.
Pues Umberto había subestimado el caso. No se trataba sólo de un nuevo aceite con el que la
Articoeuropea
no podría competir. Los efectos se extenderían a todo el mundo. Podría no ser fatal para el maní, la aceituna, la ballena y otras muchas industrias del aceite. Pero se tambalearían de veras. Además, el fenómeno repercutiría en las industrias subsidiarias, en la margarina, el jabón y un centenar de productos, desde las cremas faciales hasta las pinturas de uso doméstico. En realidad, una vez que algunas de las empresas de mayor influencia comprendieron la gravedad de la amenaza, las exigencias de Umberto parecieron casi modestas.
Umberto obtuvo su contrato, pues sus muestras eran convincentes. El resto es bastante vago.
La aventura costó a los interesados mucho menos de lo que pensaban pagar, pues cuando Umberto consiguió su aeroplano y un poco de dinero, no se lo volvió a ver.
Hubo, sin embargo, ciertos rumores.
Años más tarde un oscuro individuo que dijo llamarse simplemente Fedor entró en las oficinas de la
Compañía Articoeuropea de Aceites
. (La palabra «pescado» había desaparecido por ese entonces tanto del nombre como de las actividades de la compañía). Era, así dijo, ruso. Necesitaba, así dijo, algún dinero, si los bondadosos capitalistas eran lo suficientemente amables como para disponer de cierta suma.
Fedor contó que había estado empleado en la primera estación experimental de trífidos en el distrito de Elovks, en Kamchatka. Era un lugar desamparado, y no le gustaba. Su deseo de alejarse de allí lo había llevado a escuchar una sugestión de otro trabajador, para ser precisos de un tal Nicolai Alexandrovich Baltinoff, y la sugestión había sido apoyada por varios miles de rublos.
La tarea no requería grandes gastos. Se trataba simplemente de sacar del depósito una caja de semillas de trífido, escogidas y fértiles, y, substituirla con otra caja similar de semillas estériles. La caja robada había que dejarla en cierto lugar, en cierto momento. No había prácticamente riesgo alguno. Pasarían años antes que se advirtiese la substitución.
Su obligación posterior era, sin embargo, más dificultosa. Había que instalar algunas luces en un prado situado a un kilómetro o dos de la plantación. Tenía que encontrarse allí una noche determinada. Oiría el ruido de un aeroplano. Encendería las luces. El aeroplano aterrizaría. Sería mejor entonces que se fuera de allí, antes que llegase algún curioso.