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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (19 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Me encontré pensando otra vez en Michael Beadley y su grupo. Yo ya había comprendido antes que eran lógicos, ahora comenzaba a ocurrírseme que era también más compasivos. Habían visto que sólo era posible salvar a algunos. Dar al resto una inútil esperanza era poco menos que crueldad.

Además, estábamos nosotros. Si había algún propósito en todo esto ¿para qué habíamos sido salvados? No para consumirnos en una tarea inútil, seguramente.

Decidí que al día siguiente saldría en busca de Josella. Juntos resolveríamos la cuestión.

El pestillo de la puerta se movió con un ruido seco. La puerta se abrió lentamente.

—¿Quién es? —pregunté.

—Oh, es usted —dijo una voz de mujer. Una muchacha entró y cerró la puerta.

—¿Qué quiere? —le pregunté.

Era alta y delgada. Menos de veinte años, me pareció. Tenía el cabello ligeramente ondulado. Castaño. Era sencilla, pero el color de su piel y su figura llamaban la atención. Mi voz y mis movimientos le habían indicado donde estaba yo. Sus ojos, de un castaño dorado, miraban por encima de mi hombro izquierdo. Si no, hubiese jurado que me estaba estudiando.

No me contestó enseguida. Era una falta de seguridad que no concordaba con el resto. Esperé a que comenzara a hablar. Sentí que algo me apretaba la garganta. Era joven y hermosa. Hubiera podido tener toda una vida, quizá una vida maravillosa, ante ella. Y siempre hay, en cualquier circunstancia, algo triste en la belleza y la juventud.

—¿Va usted a irse? —me preguntó con una voz baja y temblorosa. Era en parte una pregunta, y en parte una afirmación.

—Nunca dije eso —repliqué.

—No —admitió la muchacha—, pero es lo que dicen los otros. Y tienen razón, ¿no es cierto?

No dije nada. La muchacha continuó:

—No puede irse. No puede abandonarlos de ese modo. Lo necesitan.

—No hago nada bueno aquí —le dije—. Todas las esperanzas son falsas.

—¿Pero y si resulta que no son falsas?

—Tienen que serlo… Si no ya lo sabríamos.

—Pero, ¿y si no lo son… y usted se ha ido?

—¿Cree que no lo he pensado? No hago nada bueno aquí, ya se lo he dicho. He sido como esas drogas que sólo sirven para que el paciente dure un poco más, que no tienen ningún valor curativo, que sólo aplazan las cosas.

La muchacha no replicó durante unos instantes. Luego dijo con una voz poco firme:

—La vida siempre vale algo… aun una vida como ésta.

Parecía como si casi hubiese perdido el dominio de sí misma. No pude decir nada. La muchacha se recobró.

—Puede seguir cuidándonos un tiempo. Siempre hay una posibilidad… una posibilidad de que algo pueda ocurrir, aun ahora.

Yo ya le había dicho qué pensaba acerca de eso. No lo repetí.

—Es tan difícil —dijo la muchacha, como para sí misma—. Si por lo menos pudiese verlo… Pero claro que entonces, si yo pudiera… ¿Es usted joven? Parece joven.

—Tengo menos de treinta años —le dije—. Y una cara muy común.

—Yo tengo dieciocho. Era mi cumpleaños… el día que pasó el cometa.

No supe qué decirle que no pareciese cruel. La pausa se hizo esta vez más larga. Vi que la muchacha se apretaba las manos. Luego las dejó caer. Los nudillos habían perdido su color. Pareció que iba a hablar, pero no lo hizo.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué puedo hacer salvo prolongar un poco más todo esto?

La muchacha se mordió el labio inferior.

—Ellos… ellos dicen que quizá usted se encuentra solo —dijo luego—. Pensé que quizá… —le falló la voz, y los nudillos se hicieron todavía más blancos—. Quizá si usted tiene a alguien… Quiero decir, alguien aquí… usted… usted quizá se quedaría.

—Oh, Dios —dije suavemente.

La miré. Estaba muy derecha, con los labios temblorosos. Podía haber tenido varios pretendientes que hubiesen clamado por la más leve de sus sonrisas. Podía haber sido feliz y despreocupada por un tiempo, y luego preocupada y feliz. La vida podía haber sido encantadora para ella, y el amor algo muy hermoso.

—¿Será usted bueno conmigo, no es cierto? —me dijo—. Pues yo nunca…

—¡Cállese! ¡Cállese! —le grité—. No debe decirme esas cosas. Por favor, váyase ahora.

Pero la muchacha no se fue. Se quedó allí clavando en mí unos ojos que no podían verme.

—¡Váyase! —repetí.

Yo no hubiera podido soportar sus reproches. No era solo ella; eran miles y miles de jóvenes vidas destruidas para siempre.

La muchacha se acercó.

—Pero cómo, ¡está usted llorando! —me dijo.

—Váyase, por favor. Váyase.

La muchacha titubeó. Al fin se volvió y tanteó el camino hacia la puerta.

—Puede decirles que me quedaré —le dije mientras se iba.

Lo primero que advertí a la mañana, fue el olor. Ya se había sentido antes, algunas veces, pero por suerte el tiempo se había mantenido fresco. Descubrí que me había dormido hasta tarde, y que el día era más caluroso. No voy a entrar en detalles a propósito de ese olor; aquellos que lo conocieron no lo olvidarán nunca; por lo demás es indescriptible. Surgió de todos los pueblos y ciudades durante semanas, y fue arrastrado por todos los vientos. Aquella mañana me pareció que había llegado el fin de veras. La muerte es sólo el sorprendente fin de la animación; la disolución es el fin de todo.

Me quedé acostado unos minutos, tratando de pensar. Lo único que podía hacer era cargar a mi gente en camiones y llevarla al campo. ¿Y las provisiones que habíamos reunido? Habría que cargarlas y llevarlas también… Y yo era el único capaz de manejar el vehículo… Nos llevaría días, si teníamos días.

Enseguida me pregunté qué estaría ocurriendo en el hotel. Había un raro silencio. Escuché mejor y pude oír una voz que se quejaba en una habitación vecina. Nada más. Salí de la cama y me vestí apresuradamente, alarmado. Afuera, en el pasillo, escuché de nuevo. No se oía ni una pisada. Tuve la sensación repentina y desagradable de que la historia se estaba repitiendo, y que yo estaba otra vez en el hospital.

—¡Eh! ¿No hay nadie aquí? —pregunté.

Contestaron varias voces. Abrí una puerta cercana. Había un hombre allí. Tenía muy mal aspecto, y deliraba. Yo nada podía hacer. Cerré la puerta.

Mis pisadas resonaban en la escalera de madera. En el otro piso una voz de mujer llamó:

—Bill. ¡Bill!

La muchacha que había ido a verme la noche anterior estaba acostada en un cuartito. Volvió hacía mí la cabeza. Vi que también ella estaba enferma.

—No se acerque. ¿Es usted, Bill?

—Si, soy yo.

—Tenía que ser usted. Todavía puede caminar; los otros se arrastran. Me alegro, Bill. Les dije que usted no se iría, pero ellos dijeron que sí. Ahora son ellos los que se han ido. Todos los que pudieron irse.

—Yo estaba dormido —dije—. ¿Qué pasó?

—Cada vez más enfermos. Se asustaron.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dije desesperadamente—. ¿Puedo darle algo?

La muchacha apretó la boca, se abrazó a sí misma, y se retorció. El espasmo pasó y vi que el sudor le bañaba la cara.

—Por favor, Bill. No soy muy valiente. ¿Puede darme algo… para terminar esto?

—Sí —dije—. Puedo hacer eso por usted.

Volví de la droguería diez minutos más tarde. Le di un vaso de agua y le puse las pastillas en la otra mano.

La muchacha sostuvo el vaso en el aire un rato y luego dijo:

—Todo tan vacío… y pudo haber sido tan diferente. Gracias, Bill… y gracias por haber hecho la prueba.

La miré, allí tendida. Había algo que hacía todo aún más vacío. Me pregunté cuántas mujeres habrían dicho: «Llévame contigo» en vez de: «Quédese con nosotros».

Y nunca supe ni siquiera cómo se llamaba.

9
Evacuación

El recuerdo del joven pelirrojo, decidió que camino tomaría para ir a Westminster.

Desde los dieciséis años, mi interés por las armas había ido decreciendo, pero ahora, en un ambiente que retornaba al salvajismo, había que estar preparado, aparentemente, para comportarse como un salvaje, o quizá para dejar de comportarse en absoluto. En St. James Street había varias tiendas donde uno hubiese podido comprar, dentro de la mayor corrección posible, cualquier forma de mortal amenaza, desde un rifle para caza menor hasta un arma contra elefantes.

Salí de una de esas tiendas sintiéndome a la vez más amparado y como un bandolero. Había vuelto a proveerme de un útil cuchillo de caza. En el bolsillo llevaba una pistola fabricada con la precisión de un instrumento científico. En el asiento, a mi lado, descansaban una escopeta de calibre doce y varias cajas de cartuchos. Yo había elegido una escopeta y no un rifle porque la detonación de la primera no era menos convincente, y decapitaba además a un trífido con una limpieza pocas veces lograda por una bala. Y ahora había trífidos en el mismo corazón de Londres. Parecían aún evitar las calles, pero advertí la presencia de varios en Hyde Park; y había otros en Green Park. Muy posiblemente eran trífidos ornamentales, prudentemente podados; pero quizá también no lo eran.

Y así llegué a Westminster.

La muerte, el fin de todas las cosas, era aquí aún más evidente. Las calles estaban ocupadas por los vehículos abandonados de costumbre. Había muy poca gente a la vista. Sólo vi a tres hombres. Dos de ellos marchaban tanteando el borde de las aceras de Whitehall, el tercero estaba en Parliament Square. Sentado cerca de la estatua de Lincoln apretaba contra el cuerpo su más preciada posesión: un jamón del que estaba sacando una lonja de forma irregular con una desafilada navaja.

Sobre la plaza se alzaban los edificios del Parlamento, con las manecillas del reloj detenidas en las seis y tres minutos. Era difícil creer que todo aquello ya no significara nada, que sólo se tratase ahora de una presuntuosa armazón de cierta clase de piedras que podía derrumbarse en paz. Poco importaba que los pináculos cayeran sobre los techos, no habría ya representantes indignados que pudieran quejarse del peligro que corrían sus valiosas existencias. Los techos podían desplomarse a su debido tiempo en esas salas donde algún día habían resonado los ecos de unas buenas intenciones y unos tristes oportunismos; nadie trataría de impedirlo, y nadie se preocuparía. A un lado, el Tamesis seguía imperturbable su curso. Y así seguiría, hasta que se derrumbaran los paredones y el agua extendiese sus límites y Westminster se convirtiera en una isla rodeada de pantanos.

Maravillosamente cincelada en el aire sin humos, se alzaba la Abadía, plateada y gris. La serenidad de la vejez parecía destacarla de las efímeras obras de su alrededor. Se levantaba sobre una base de siglos, destinada quizá a seguir intacta durante varios siglos más, como un monumento en memoria de aquéllos cuya labor ya no existía.

No me entretuve allí. Años más tarde alguien vendría, quizá, a contemplar la vieja Abadía con romántica tristeza. Pero sentimientos de esa especie nacen de la unión de la tragedia con el recuerdo. Yo estaba todavía demasiado cerca.

Además, yo estaba empezando a sentir algo nuevo… el temor de la soledad. No había estado solo desde que al salir del hospital recorrí las calles de Piccadilly, entonces todo había sido una novedad para mí. Ahora, por primera vez, estaba comenzando a experimentar el horror que siente ante la soledad real una especie que es de naturaleza gregaria. Me sentí como desnudo, expuesto a todos los miedos…

Me metí por Victoria Street. El ruido de mi coche me alarmaba con sus ecos. Sentí el impulso de abandonar el vehículo, y seguir a pie, buscando el amparo del disimulo, como una bestia en el bosque. Necesité de toda mi voluntad para seguir adelante, sin apartarme de mi plan. Sabía qué habría hecho, si hubiese tenido la suerte de alojarme en este distrito: habría tratado de proveerme en las grandes tiendas.

Alguien había vaciado ya el Departamento de Comestibles de
Army & Navy
. Pero no había nadie allí.

Salí por una puerta lateral. Un gato en la acera estaba jugando con lo que podía haber sido una pelota de trapo, pero que era otra cosa. Golpeé las manos. El gato me miró, y salió corriendo.

Un hombre dobló la esquina. Tenía una expresión de deleite, y hacia rodar pacientemente un enorme queso por el medio de la calle. Cuando oyó mis pisadas detuvo el queso y se sentó sobre él, esgrimiendo ferozmente su bastón. Volví a mi coche.

Era posible que Josella hubiera elegido también un hotel como el refugio más apropiado. Recordé que había varios cerca de la estación Victoria, así que me dirigí hacia allá. Resultó que había muchos más de lo que yo había supuesto. Después de haber examinado una veintena sin encontrar señales de ninguna invasión organizada, comencé a desalentarme.

Busqué a alguien. Existía la posibilidad de que algunos de los que andaban por aquí todavía con vida se lo debieran a Josella. Yo no había visto a más de una docena desde mi llegada. Ahora las calles parecían vacías. Pero al fin, cerca del Palacio Buckingham encontré una vieja acurrucada en un umbral.

La mujer estaba tratando de abrir una lata con unas uñas rotas, lanzando de cuando en cuando algunos gemidos y maldiciones. Entré en una tienda cercana y en los estantes de arriba encontré media docena de latas de guisantes que las visitas anteriores habían pasado por alto. Descubrí, también, un abrelatas, y volví a donde estaba la mujer. Esta luchaba todavía inútilmente con su envase.

—Será mejor que tire eso —le dije—. Es café.

Le puse el abrelatas en la mano y le di una lata de guisantes.

—Escúcheme —dije—. ¿Sabe algo de una muchacha que andaba por aquí? ¿Una muchacha que podía ver? Estaba, creo, a cargo de un grupo.

Yo no tenía muchas esperanzas, pero alguien tenía que haber ayudado a la vieja a vivir un poco más. Cuando la mujer movió afirmativamente la cabeza, me pareció imposible que fuese cierto.

—Sí —dijo mientras comenzaba a trabajar con el abrelatas.

—¡Sí! ¿Dónde está? —le pregunté. De algún modo no se me había ocurrido que pudiera no tratarse de Josella.

Pero la mujer sacudió la cabeza negativamente.

—No lo sé. Estuve con el grupo de ella sólo un tiempo y luego los perdí. Una vieja como yo no pude seguir a los jóvenes, así que los perdí. No esperaron por una pobre vieja, y nunca los volví a encontrar.

La mujer siguió cortando en redondo la lata.

—¿Dónde vivían? —le pregunté.

—Estábamos todos en un hotel. No sé dónde está, o hubiera vuelto a encontrarlos.

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