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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (29 page)

BOOK: El día de los trífidos
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»Si tienes una lata de combustible —me dijo— arroja el líquido ante ellos y ábrete camino con un trapo encendido. Eso bastará para tenerlos a raya.

»Así lo hice. Desde entonces he estado usando una jeringa. Es una maravilla que no haya incendiado todavía el edificio.

Con la ayuda de un libro de cocina Josella había logrado preparar diversos platos, y había tratado de enderezar la marcha de la casa. Trabajando, aprendiendo, e improvisando había estado tan ocupada que apenas había podido pensar en ese futuro que aguardaba no muy lejos. No había visto a nadie durante todos esos días, pero estaba segura de que tenía que haber otros en alguna parte, y había examinado el valle en busca de humo durante el día y de luces durante la noche. No había visto ninguna humareda, y hasta que yo aparecí no había habido ninguna luz; al menos ella no la había visto.

En cierto modo el más afectado del trío era Dennis. Joyce estaba todavía muy débil y en un estado de casi invalidez. Mary se refugiaba en sí misma y parecía encontrar interminable ocupación mental y cierta compensación en las perspectivas de su futura maternidad. Pero Dennis parecía un animal en una trampa. Cuando no juraba inútilmente, como otros muchos que yo había oído se quejaba con una viciosa amargura como si lo hubiesen metido a la fuerza en una jaula. Ya antes de mi llegada le había pedido a Josella que le buscase en la enciclopedia la reproducción del sistema Braille y que le fabricara una copia en relieve del alfabeto. Se pasaba las horas muertas escribiendo notas y tratando luego de leerlas. El resto del tiempo lo empleaba, en su mayor parte, en meditar en su propia inutilidad, aunque pocas veces hablaba de eso. Insistía, con sombría persistencia, en hacer esto u aquello, y yo tenía que dominarme a mí mismo para no ayudarlo. Haber visto una vez la amargura que podía despertar en él la ayuda no solicitada era suficiente. Era asombroso ver las cosas que se estaba enseñando a sí mismo, aunque lo que más me impresionaba era la construcción de un eficiente casco de alambre en el segundo día de su ceguera.

Lo animaba un poco el acompañarme en algunas de mis expediciones, y se complacía en ayudarme a mover los cajones más pesados. Estaba ansioso por tener libros en Braille; pero para esto, decidimos, habría que esperar a que desaparecieran los riesgos de contagio en las ciudades.

Los días comenzaron a pasar muy deprisa, por lo menos para los tres que podíamos ver. Josella estaba siempre ocupada, principalmente en la casa. Susan aprendía junto a ella. Yo siempre tenía también, algo que hacer. Joyce logró levantarse y hacer una vacilante aparición, y desde entonces se repuso muy rápidamente. Poco después comenzaron los dolores de Mary.

Aquella fue una mala noche para todos. Peor quizá para Dennis, ya que todo dependía de dos muchachas dotadas de buena voluntad, pero sin experiencia. Su dominio de sí mismo despertó mi inútil admiración.

En las primeras horas de la mañana, Josella bajó, muy cansada, y dijo:

—Es una niña. Las dos están bien —y se llevó a Dennis arriba.

Volvió momentos más tarde y tomó el vaso que yo había preparado para ella.

—Fue todo muy sencillo, gracias a Dios —dijo—. La pobre Mary tenía un miedo espantoso de que la niña fuera también ciega, pero no lo es, naturalmente. Ahora está llorando de un modo horrible por que no la puede ver.

Bebimos.

—Es raro —dije—. Como todo sigue su marcha, quiero decir. Como una semilla… Parece algo muerto y, sin embargo, no lo está. Y ahora una nueva vida, en medio de todo esto…

Josella se llevó las manos a la cara.

—¡Oh, Bill! ¿Seguirá siempre así? ¿Siempre y siempre y siempre?

Y se echó, también, a llorar.

Tres semanas más tarde fui a Tynsham a ver a Coker y a hacer los arreglos para nuestra mudanza. Tomé un automóvil para hacer el viaje de ida y vuelta en el mismo día. Al regresar me encontré con Josella en el vestíbulo. Me miró.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Que no vamos a ir —le dije—. Tynsham se ha acabado.

Josella volvió a mirarme.

—¿Qué ocurrió?

—No estoy seguro. Parece como si la plaga hubiese llegado allí.

Le describí brevemente la situación. No había necesitado investigar mucho. Las puertas estaban abiertas, y me bastó ver a los trífidos en el parque para comprender que podía esperar. Salí del coche y el olor confirmó mis sospechas. Entré. Parecía que nadie había vivido allí desde hacía dos semanas. Metí la cabeza en dos de los cuartos. Eso me bastó. Llamé y los ecos de mi voz rodaron por la casa. No seguí adelante.

Alguien había colgado una nota en la puerta de entrada, pero sólo quedaba una punta en blanco. Pasé mucho tiempo buscando el resto de la hoja. Había volado seguramente. No la encontré. En el patio del fondo no había camiones ni automóviles, y la mayor parte de las provisiones había desaparecido con ellos, pero no se podía saber a dónde. Sólo me quedaba volver a mi coche y regresar.

—¿Y ahora… qué? —me preguntó Josella cuando concluí mi relato.

—Ahora, querida, nos quedaremos aquí. Aprenderemos a mantenernos a nosotros mismos. Y seguiremos así… A no ser que llegue alguna ayuda. Debe de haber una organización en alguna parte.

Josella sacudió la cabeza.

—Creo que será mejor que olvidemos eso de la ayuda. Millones y millones de personas han estado esperando una ayuda que no ha llegado.

—Algo tiene que pasar —dije—. Hay seguramente miles de grupos como el nuestro diseminados por toda Europa… por todo el mundo. Algunos de ellos terminaran por unirse. Comenzará la reconstrucción.

—¿Dentro de cuánto tiempo? —dijo Josella—. ¿Después de varias generaciones? Quizá no en nuestra época. No… El mundo ha terminado, y estamos solos… Sólo contamos con nosotros mismos. En nuestros proyectos no puede tener cabida una posible ayuda…

Josella calló. Tenía una mirada rara e inexpresiva que yo nunca había visto antes. Frunció los ojos.

—Querida… —dije.

—Oh, Bill, Bill. Yo no estoy hecha para esta clase de vida. Si tú no estuvieras aquí, yo…

—Calma, mi querida —dije suavemente—. Calma.

Le acaricié el pelo.

—Lo siento, Bill. Siento lástima de mi misma… es repugnante. No volverá a ocurrir.

Se secó los ojos con un pañuelo.

—Así que voy a ser la mujer de un granjero. De todos modos, me gusta estar casada contigo, Bill… Aunque no sea un matrimonio auténtico y decente.

De pronto Josella soltó aquella risita que yo no oía desde hacía mucho.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Sólo pensaba en cómo me asustaba la idea de mi boda.

—Algo muy propio de una niña como tú… aunque un poco inesperado —le dije.

—Bueno, no era exactamente eso. Se trataba de mis editores, y los periódicos, y la gente de cine. Cómo se hubieran divertido. Volverían a editar el libro… Probablemente volvería a exhibirse el film… y aparecerían fotografías en todos los periódicos. No creo que te hubiesen gustado.

—Puedo recordar otra cosa que no me hubiese gustado mucho —le dije—. ¿Recuerdas… aquella noche de luna que impusiste una condición?

Josella me miró.

—Bueno, quizá no estén tan mal las cosas —dijo.

15
El mundo se estrecha

Desde entonces llevé un diario. Era una mezcla de memorias, registro y libreta de notas. En él anoté las particularidades de los sitios a que me llevaban mis expediciones, el detalle de nuestros bienes, la estimación de las cantidades disponibles, observaciones sobre el estado de los artículos de primera necesidad, y memoranda de aquellos que había que gastar enseguida para evitar deterioros. Alimentos, combustibles y semillas eran las cosas más buscadas, pero de ningún modo las únicas. Hay en mi libro entradas que especifican cargas de ropa, herramientas, artículos domésticos, arneses, objetos de cocina, varas, alambre, alambre y más alambre, y libros.

Veo allí que en la misma semana que volví de Tynsham comencé a levantar una valla de alambre para los trífidos. Ya teníamos algunas barreras para que no anduviesen por el jardín y los alrededores de la casa. Este era un plan más ambicioso para ganarles algunos centenares de metros cuadrados. Comprendía una fuerte valla de alambre que aprovechaba las irregularidades naturales del terreno y las barreras ya construidas y, en el interior, otra alambrada más débil para evitar que el ganado o la gente de la casa se acercara inadvertidamente a la valla principal poniéndose así al alcance de los aguijones. Fue un trabajo pesado y aburrido que me llevó varios meses.

Al mismo tiempo me dedicaba a aprender el a-b-c de los trabajos de granja. No es de esas cosas que se aprenden fácilmente en los libros. Ante todo a ninguno de los que habían tratado el tema se le había ocurrido que el granjero en potencia tuviese que partir de cero. Encontré que todas las obras comenzaban, por así decirlo, por la mitad, dando por sentados una base y un vocabulario que yo no tenía. Mis especializados conocimientos biológicos no servían para solucionar los problemas prácticos. Gran parte de la teoría hablaba de materiales y sustancias que yo no podía conseguir, o que no podría reconocer si llegaba a encontrarlos. Comencé a ver muy pronto que al descartar las cosas que dentro de poco tiempo serían inalcanzables, tales como fertilizantes químicos, forrajes importados, y todas las máquinas excesivamente complejas, aumentaba mi consumo de sudor en beneficio de ganancias problemáticas.

Los libros no eran indudablemente campo adecuado para artes tales como el manejo de caballos, las labores diarias, o las técnicas del matadero. Consultar el capítulo relativo a esos asuntos no me ayudaba a solucionar mis problemas. Además, la realidad presentaba persistentemente notables diferencias con la simplicidad del texto escrito.

Por suerte sobraba tiempo para cometer errores y aprender de ellos. Saber que pasarían varios años antes que tuviésemos que depender de nuestros propios recursos, evitaba que las desilusiones nos desesperaran. Nos consolábamos además pensando que mientras vivíamos de las tiendas aprovechábamos unos alimentos que de otro modo se echarían a perder.

Por razones de seguridad dejé pasar todo un año antes de volver a Londres. Era la zona más provechosa pero también la más deprimente. Parecía aun que el toque de una mano mágica podría de pronto devolverle la vida, aunque muchos de los vehículos que se veían en las calles estaban va cubriéndose de herrumbre. Un año después el cambio era más notable. Trozos de yeso desprendidos del frente de las casas comenzaban a cubrir las aceras. Había tejas y chimeneas en medio de las calles. Hierbas y pastos crecían en las calzadas y estaban tapando los desagües. Las hojas habían obstruido las cañerías, de modo que las hierbas, y hasta algunas plantas, crecían en las terrazas. Casi todos los edificios estaban cubriéndose de una capa verde, bajo la cual se pudrían lentamente los techos. A través de muchas ventanas se podía ver cielorrasos rotos, y paredes donde brillaba la humedad y de las que se desprendía el papel. Los jardines de parques y plazas estaban invadiendo las calles vecinas. Las cosas parecían crecer en realidad en todas partes: en las ranuras de las piedras, en las grietas del cemento, y hasta en los asientos de los coches abandonados. En todas partes parecían estar recuperando los áridos espacios creados por el hombre. Y, algo curioso, a medida que las cosas vivas lo invadían todo, el lugar parecía menos deprimente. Como ante un mágico conjuro los fantasmas se desvanecían, hundiéndose lentamente en la historia.

En una ocasión —no ese año, ni el siguiente, pero más tarde— volví a Piccadilly Circus otra vez, y contemplé aquella desolación y traté de representarme las apretadas multitudes. No pude hacerlo. Ni siquiera en mis recuerdos tenían alguna realidad. No había señales de ellas ahora. Habían quedado tan atrás en la historia como el público del coliseo romano o el ejército asirio. La nostalgia que se apoderaba de mí en las horas de quietud me conmovía más que la escena misma. Cuando estaba en el campo podía acordarme de cuán placentera había sido la vida anterior. Entre aquellos edificios que estaban derrumbándose lentamente sólo podía recordar la confusión, la frustración, las vidas sin rumbo, el resonante estrépito de las naves vacías, y no veía el valor de lo que habíamos perdido…

En mi primer viaje de exploración a Londres fui solo y volví con cajones de armas contra trífidos, papel, piezas de maquinaria, los libros y la máquina de escribir con alfabeto Braille que Dennis tanto deseaba, y el lujo de bebidas, dulces, discos, y más libros para el resto de nosotros. Una semana más tarde Josella vino conmigo para hacer una más práctica búsqueda de ropa, no sólo o principalmente para los adultos de la Colonia, sino también para la niña de Mary y para el bebé que ella estaba esperando. El viaje la deprimió y no volvió a repetir la visita.

Yo continué yendo de vez en cuando en busca de algo que necesitábamos y que escaseaba en otras partes, y aprovechaba siempre la oportunidad para proveerme de algunos lujos. Nunca vi nada viviente salvo unos pocos gorriones y algún trífido ocasional. Perros y gatos, más numerosos en cada generación, abundaban en la campiña, pero no en Londres. A veces, sin embargo, encontraba huellas que me decían que algunos otros estaban también proveyéndose allí; pero nunca llegué a verlos.

Hacia fines del cuarto año hice mí último viaje, pues descubrí que había ahora algunos riesgos que no había por qué correr. El primer signo fue un estruendoso derrumbe a mis espaldas, en los suburbios del mismo Londres. Detuve el camión y miré hacia atrás. Vi que de un montón de escombros, en el medio de la calle, se elevaba una columna de humo. Era evidente, que mi paso había dado la sacudida definitiva al ya vacilante frente de una casa. No eché abajo ningún otro edificio aquel día, pero me lo pasé temiendo algún torrente de cemento y ladrillos. Desde entonces me reduje a visitar las ciudades más pequeñas, y comúnmente entraba en ellas a píe.

Brighton, que podía haber sido nuestra mayor y más conveniente fuente de recursos, no era aconsejable. Cuando decidí hacerle una primera visita, descubrí que otros ya se habían encargado del lugar. Quiénes o cuántos eran, no lo supe. Encontré simplemente un tosco muro de piedras que cerraba el camino, y un anuncio que decía:

¡NO SE ACERQUE!

El consejo fue apoyado por el disparo de un rifle y una polvareda que se alzó ante mí. No había nadie a la vista con quien discutir el asunto… y además aquel no era un argumento discutible.

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