El día de los trífidos (22 page)

Read El día de los trífidos Online

Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El día de los trífidos
9.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estaba usted en eso, también?

Le expliqué mi participación en cierto modo negativa en el asunto, e hice mi propia pregunta.

—¿Qué pasó con Michael Beadley, el Coronel y el resto?

No fui muy bien recibido.

—Se han ido a otra parte —dijo la mujer secamente—. Esta es una comunidad limpia y decente con ciertas normas —normas cristianas—, y nos proponemos luchar por ellas. No tenemos lugar aquí para gente sin convicciones. La decadencia, la inmoralidad y la falta de fe son responsables de la mayor parte de los males del mundo. Es deber de aquéllos que nos hemos salvado edificar una sociedad donde eso no vuelva a ocurrir. El cínico y el listo descubrirán que no hay lugar aquí para ellos, no importa con qué brillantes teorías traten de disfrazar su materialismo y su licencia. Somos una comunidad cristiana, y pretendemos seguir siéndolo.

La señorita Durrant me miró desafiante.

—¿Así que usted se separó? —dije—. ¿Y a dónde han ido los otros?

La mujer me respondió con frialdad:

—Se han ido, y nosotros nos hemos quedado. Eso es lo que importa. En tanto mantengan su influencia lejos de aquí, podrán trabajar a su gusto en su propia condenación. Y como han decidido considerarse superiores, tanto a las leyes de Dios como a las de las costumbres civilizadas, no dudo que lo lograrán.

La señorita Durrant terminó su declaración con un movimiento de mandíbula que sugería que era inútil hacerle más preguntas, y luego se volvió hacia Coker.

—¿Qué sabe hacer usted? —le preguntó.

—Varias cosas —dijo Coker con calma—. Sugiero que se me ocupe en diversos trabajos hasta ver dónde se me necesita más.

La mujer titubeó un poco sorprendida. Había pensado, indudablemente decidir por su propia cuenta, y dar enseguida las instrucciones del caso, pero esto era distinto.

—Muy bien. Mire por ahí y venga mañana por la tarde y hablaremos —dijo.

Pero a Coker no lo despedían tan fácilmente. Deseaba conocer las dimensiones de la finca, el número de personas que albergaba la casa, la proporción de ciegos y gente normal, y otras varias cosas, y se las dijeron.

Antes de irnos, pregunté por Josella. La señorita Durrant frunció el ceño.

—Me parece haber oído ese nombre. ¿Dónde pudo haber sido? Oh, ¿no fue candidata de los conservadores en la última elección?

—No lo creo. Ella… este… escribió un libro —dije.

—Escribió.. —comenzó a decir la mujer. Enseguida vi que recordaba—. Oh, oh, ¡aquel libro! Bueno, realmente, señor Masen, no creo que esa señorita sea capaz de interesarse por una comunidad como ésta.

Ya fuera, en el corredor, Coker se volvió hacia mí. Había aún bastante luz como para que yo alcanzase a ver su sonrisa.

—Una ortodoxia bastante deprimente —comentó. La sonrisa desapareció mientras añadía—: Gente seria, ya me entiende. Orgullo y prejuicio. La mujer quiere que la ayuden. Lo necesita con urgencia pero no va a admitirlo por nada del mundo.

Hizo una pausa ante una puerta abierta. La oscuridad era ya bastante grande como para distinguir el interior de la habitación. Entramos y vimos que era un dormitorio de hombres.

—Voy a cambiar unas palabras con esta gente. Lo veré luego.

Observé como Coker cruzaba la habitación y saludaba a todos con un alegre:

—¡Salud, compañeros! ¿Cómo van las cosas?

Yo regresé al vestíbulo-comedor. No había más luz que la de tres velas puestas sobre una mesa. Muy cerca una muchacha miraba exasperadamente un remiendo.

—Hola —me dijo—. Terrible, ¿no es cierto? ¿Cómo podían hacer algo en aquellos viejos días cuando caía la noche?

—No tan viejos —le respondí—. No se trata sólo del pasado, sino también del futuro… siempre que haya alguien que nos enseñe a hacer velas.

—Sí, me imagino que así será. —La muchacha alzó la cabeza y me miró—. ¿Usted llegó hoy de Londres?

—Si —contesté.

—¿Van muy mal las cosas allá?

—Todo ha terminado.

—Habrá visto escenas horribles.

—Sí —dije, brevemente—. ¿Desde cuándo está aquí?

La muchacha me relató sucintamente lo que había ocurrido, sin mucho ánimo.

El asalto de Coker a la Universidad sólo había perdonado a media docena de personas con vista. Ella y la señorita Durrant habían sido dos de ellas. Al día siguiente la señorita Durrant se había hecho cargo de la situación con bastante ineficacia. Era imposible salir inmediatamente ya que sólo uno era capaz de conducir un camión. Durante ese día, y la mayor parte del otro, el grupo había vivido en una situación similar a la mía en Hampstead. Pero en la tarde del segundo día volvieron Michael Beadley y otros dos, y durante la noche unos pocos más. Al otro día había bastante gente como para manejar una docena de camiones. Decidieron que era más prudente salir enseguida que esperar la posibilidad de que regresaran otros.

La Finca de Tynsham había sido elegida como destino posible sólo porque el Coronel había dicho que ofrecía las condiciones de seguridad y aislamiento que estaban buscando.

No había mucha unanimidad en el grupo, como lo sabían muy bien sus jefes. Al día siguiente de llegar a Tynsham se había realizado una reunión, más pequeña, pero no muy diferente de aquella de la Universidad. Michael y sus partidarios habían anunciado que había mucho que hacer, y que no tenían la intención de desperdiciar energías en pacificar un grupo dominado por insensatos prejuicios y ganas de discutir. La tarea a realizar era demasiado grande y el tiempo apremiaba. Florence Durrant se mostró de acuerdo. Lo que había ocurrido en el mundo bastaba como advertencia. No entendía cómo podía haber gentes tan ciegas e ingratas que no alcanzaban a ver que habían sido salvadas por la gracia de un milagro y que pensaban aún en perpetuar las teorías subversivas que habían estado minando la fe cristiana durante todo un siglo. Por su parte no deseaba vivir en una comunidad donde unos cuantos tratarían de pervertir la sencilla fe de los que no se avergonzaban de mostrar su gratitud hacia Dios guardando sus leyes. No dejaba tampoco de advertir que la situación era seria. Lo correcto era tener en cuenta la señal de advertencia enviada por Dios y volver enseguida a sus enseñanzas.

La división del grupo, aunque realizada sin titubeos, no fue muy proporcionada. La señorita Durrant descubrió que la apoyaban cinco muchachas con vista, una docena de muchachas ciegas, unos pocos hombres y mujeres de mediana edad, también ciegos, y ningún hombre con ojos normales. Dada esta última circunstancia era indudable que la sección que tenía que mudarse era la de Michael Beadley. Los camiones estaban todavía cargados, así que no había por qué esperar, y aquella misma tarde salieron de allí dejando que la señorita Durrant y sus seguidores se hundieran o flotaran en sus principios.

Hasta ese entonces no había habido oportunidad de examinar los recursos de la finca y sus alrededores. La parte principal de la casa había estado clausurada, pero en los pabellones de la servidumbre encontraron huellas de recientes ocupantes. La investigación realizada más tarde en el jardín de la cocina les dio una imagen bastante clara de lo que había pasado. Los cuerpos de un hombre, una mujer y una muchacha yacían entre unas frutas.

Cerca; un par de trífidos esperaba pacientemente con sus raíces clavadas en el suelo. Junto a la granja modelo, en el extremo más lejano de la heredad, había ocurrido algo similar. Era difícil saber si los trífidos habían entrado en el parque por alguna puerta abierta, o si se trataba de ejemplares que no habían sido podados y que ya estaban allí; pero, evidentemente, eran una amenaza de la que había que librarse enseguida, antes que hicieran más daño. La señorita Durrant había enviado a una muchacha a que recorriese el muro de la finca y cerrase todas las puertas, mientras ella, por su parte, se dirigía a la sala de armas. A pesar de su inexperiencia, ella y otra mujer habían logrado volar la copa de todos los trífidos que habían encontrado, hasta el número de veintiséis. No habían visto más dentro de los muros, y se esperaba que no hubiese otros.

Al día siguiente una recorrida por la aldea había mostrado que los trífidos existían allí en número considerable. Los sobrevivientes eran aquéllos que se habían encerrado en sus casas para vivir allí mientras les durasen las provisiones, o los que habían tenido bastante suerte como para no encontrarse con trífidos cuando salían en busca de alimento. Todos ellos fueron recogidos y traídos a la finca. Eran personas sanas, y en su mayoría fuertes, pero por ahora constituían más una carga que una ayuda, pues no había nadie entre ellas que pudiese ver.

Cuatro mujeres más habían llegado en el curso del día. Dos, acompañadas por una muchacha ciega, en un camión; la otra sola, en un coche. Esta última después de una breve recorrida, había declarado que el sitio era poco atractivo, y se había ido. De los varios que continuaron llegando en los pocos días siguientes, sólo dos se habían quedado. Todos, menos dos, habían sido mujeres. La mayor parte de los hombres, parecía, se habían alejado sin remordimientos de la gente de Coker, y casi todos habían regresado a tiempo para unirse al grupo original.

De Josella, la muchacha no supo decirme nada. Era indudable que nunca había oído su nombre y mis intentos de descripción no le trajeron ningún recuerdo.

Hablábamos todavía cuando la luz eléctrica se encendió de pronto. La muchacha alzó los ojos con la expresión de suspenso y asombro de quien está recibiendo una revelación. Apagó las velas, y volvió a su zurcido mirando de vez en cuando las lámparas como para asegurarse de que estaban todavía allí.

Unos pocos minutos después, Coker entraba en la sala.

—Fue usted, supongo —le dije señalando las luces con un movimiento de cabeza.

—Sí —admitió Coker—. La casa tiene instalación propia. Es mejor usar el petróleo que dejar que se evapore.

—¿Quiere decir que pudimos haber tenido luz eléctrica desde que llegamos aquí? —preguntó la muchacha.

—Si se hubieran tomado la molestia de poner en marcha el motor —dijo Coker, mirándola—. Si querían luz eléctrica, ¿por qué no lo encendieron?

—No sabía que había un motor. Además, no sé nada de máquinas o electricidad.

Coker miró a la muchacha pensativamente.

—Así que siguió a oscuras —señaló—. ¿Y cuánto tiempo cree que podría sobrevivir quedándose sentada y a oscuras cuando hay tantas cosas que hacer?

La muchacha se sintió herida ante el tono de Coker.

—No es culpa mía si no sirvo para esas cosas.

—Permítame contradecirla —le dijo Coker—. No sólo es culpa suya, sino que es también una culpa en la que usted se ha complacido. Nada justifica que se sienta demasiado espiritual como para entender de maquinarias. Es una forma muy tonta de la vanidad. Nadie no sabe nada de nada en un principio, pero Dios da al hombre —y también a la mujer— un cerebro. No saber cómo usarlo no es una virtud que haya que alabar. Aún en una mujer es un defecto grave.

Como es natural la muchacha parecía molesta. Coker mismo parecía molesto desde que había llegado. La muchacha dijo:

—Todo está muy bien. Pero las mentes de distintas personas trabajan de distinto modo. Los hombres entienden el funcionamiento de las máquinas, y la electricidad. Las mujeres no se interesan comúnmente por esas cosas.

—No me mezcle leyendas y mentiras. No voy a aceptarlo —dijo Coker—. Usted sabe muy bien que las mujeres pueden manejar —o por lo menos han podido— las máquinas más complejas y delicadas cuando se molestan en entenderlas. Lo que pasa generalmente es que son demasiado perezosas para molestarse, a no ser que se vean obligadas a hacerlo. ¿Por qué van a molestarse cuando toda una tradición de conmovedor desamparo ha sido analizada como virtud femenina y se ha puesto el trabajo en manos de algún otro? Comúnmente es un artificio que nadie ha considerado necesario desenmascarar. En realidad, se lo ha alimentado por todos los medios. El hombre ha colaborado arreglando el incinerador de la pobre querida, y cambiando hábilmente los fusibles. La charada en su totalidad ha sido aceptada por ambos bandos. La dura eficacia complementa esa delicadeza espiritual y dependencia encantadora. Y es él quien se ensucia las manos.

Coker tomó aliento y continuó:

—Hasta hemos podido divertirnos a nosotros mismos con esa especie de parasitismo y pereza mental. A pesar de que se ha hablado durante generaciones de la igualdad de los sexos, las mujeres han hecho todo lo posible por continuar dependiendo de los hombres. Han cambiado un poco, como para adaptarse a las nuevas condiciones, pero sólo un poco… y de muy mala gana. —Coker calló un instante—. ¿Lo duda usted? Bueno, considere este hecho: tanto la muchachita descarada como la mujer intelectual traen a colación, cuando se trata de efectuar ciertos trabajos, su supersensibilidad. Sin embargo, cuando estalla una guerra, que acarrea deberes y obligaciones sociales, ambas pueden educarse y convertirse en mecánicos competentes.

—Pero ellas no eran
buenos
mecánicos —señaló la muchacha—. Todo el mundo lo dice.

—Ah, el mecanismo defensivo en acción. Permítame informarle que se dice eso en defensa de muchos intereses. Sin embargo —admitió Coker—, hasta cierto punto es verdad. ¿Y por qué? Porque casi todas las mujeres no sólo tuvieron que aprender muy rápidamente y sin una base adecuada, sino que tuvieron también que olvidarse de los hábitos alimentados cuidadosamente durante años y años. Habían llegado a creer que tales intereses les eran ajenos, y demasiado rudos para sus delicadas naturalezas.

—No sé por qué viene a refregarme todo eso por las narices —dijo la muchacha—. Yo no soy la única que no puso en marcha el motor.

Coker sonrió mostrando los dientes.

—Tiene usted razón. No es justo. Pero encontrar ese motor ya listo para funcionar, y pensar que nadie había hecho nada, me sacó de quicio. La torpeza de los inútiles me es insoportable.

—Me parece entonces que tendría que decirle todo eso a la señorita Durrant, y no a mí.

—No se preocupe. Lo haré. Pero no sólo le atañe a ella. También a usted, y a todos. Hablo en serio, ya lo sabe. Los tiempos, han cambiado de veras. Usted no puede seguir diciendo: «Oh, querido, no entiendo nada de estas cosas», y esperar a que otro haga el trabajo. Nadie puede ser ya tan estúpido como para confundir la ignorancia con la inconsciencia. Ni la ignorancia será ya algo gracioso o simpático. Será al contrario algo peligroso, muy peligroso. Si no nos apresuramos a entender muchas cosas que antes no nos interesaron, nadie saldrá adelante, ni los que dependen de nosotros.

Other books

(1964) The Man by Irving Wallace
Laura 02 The God Code by Anton Swanepoel
Ripley's Game by Patricia Highsmith
Betrayed by Claire Robyns
Midnight Rainbow by Linda Howard
Mortal Sin by Laurie Breton