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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (21 page)

BOOK: El día de los trífidos
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Coker sonrió mostrando los dientes.

—Tampoco lo tiene para mí, de veras —dijo—. Eso pasa por ser un híbrido. Uno nunca sabe qué es uno. Mi madre tampoco sabía qué era yo. Por lo menos nunca pudo probarlo, y me lo frotó siempre por las narices para justificar por qué no me daba dinero. Eso me amargó un poco la infancia, y cuando deje la escuela comencé a asistir a los mítines, cualquier clase de mitin siempre que se protestara contra algo. Y eso me llevó a mezclarme con la gente que frecuenta esos sitios. Supongo que me encontraban algo así como divertido. Sea como sea acostumbraban a llevarme a fiestas artístico-políticas. Al cabo de un tiempo me cansé de ser objeto de diversión y verlos reírse doblemente —en parte conmigo y en parte de mí—, aunque yo les dijera lo que pensaba. Comprendí que necesitaba un poco de la educación que ellos tenían, que entonces yo también, quizá, podría reírme de ellos un poco; así que empecé a ir a clases nocturnas, y a practicar el modo de hablar de aquella gente para usarlo cuando fuese necesario. Hay mucha gente que no parece comprender que hay que hablarle a un hombre en su propio lenguaje si se desea que lo tomen a uno en serio. Si usted habla torpemente y cita a Shelley piensan que es usted ingenioso, como un mono amaestrado o algo similar, pero no prestan atención a lo que uno les dice. Tiene que hablar la clase de jerga que ellos acostumbran a tomar en serio. Y lo mismo en el otro sentido. La mayor parte de los jefes políticos que se dirigen a un auditorio de trabajadores no logran hacer ver el valor de sus ideas, no tanto porque superen el nivel de comprensión de los oyentes, sino porque la mayor parte de éstos están atendiendo a la voz y no a las palabras, y deducen por lo tanto que la mayor parte de lo que oyen es pura fantasía, ya que no es una charla normal. Así que comprendí que lo que había que hacer era usar el lenguaje adecuado en el sitio adecuado… y de cuando en cuando el no adecuado en el lugar no adecuado, inesperadamente. Es asombroso como eso los sacude. Una maravilla, aquel sistema de castas inglés. Desde entonces me desempeñé muy bien en el negocio de la oratoria. Lo que se llama un trabajo seguro, pero variado e interesante. Wilfred Coker. Orador de mítines. Temas, indiferente. Ese soy yo.

—¿Qué quiere decir «temas, indiferente»? —pregunté.

—Bueno, yo proveo al mundo parlante del mismo modo que el impresor provee al mundo impreso. El impresor no tiene por qué creer en todo lo que imprime.

Dejé eso por el momento.

—¿Cómo no le ocurrió a usted lo que a los demás? —le pregunté—. ¿Usted no estaba en un hospital, no?

—¿Yo? No. Ocurrió que estaba hablando en un mitin en el que se protestaba con bastante dureza contra la parcialidad de la Policía. Comenzamos alrededor de la seis, y a eso de la seis y media la Policía en persona se presentó a interrumpirnos. Encontré una trampa, y me metí en el sótano. La Policía bajó, también, a echar una ojeada, pero no me vieron, pues yo me había escondido debajo de un montón de virutas. Siguieron caminando un rato por allá arriba, y al fin se hizo el silencio. Pero yo no me moví. No iba a salir para caer en una trampita cualquiera. Estaba muy cómodo, así que me dispuse a dormir. A la mañana siguiente cuando asomé con toda precaución la nariz, vi que había ocurrido todo esto. —Coker, pensativo, hizo una pausa—. Bueno, ahora que toda aquella diversión terminó, no creo que vayan a llamarme mucho para que use mis habilidades —añadió.

No se lo discutí. Terminamos de comer. Coker se dejó caer del mostrador.

—Vamos. Será mejor que nos pongamos en movimiento. «Mañana a campos jóvenes y a praderas nuevas», si quiere una cita realmente trillada.

—Es algo más que trillada; es inexacta. Es «bosques», no «campos».

Coker frunció pensativamente el ceño.

—Bueno… sí, hombre, así es —admitió.

Comencé a sentir esa animación que Coker estaba ya exhibiendo. La vista del campo daba alguna clase de esperanza. Cierto era que las recientes y verde cosechas nunca serían recogidas cuando llegasen a su madurez, y que nadie iba a sacar las frutas de los árboles, y que los prados nunca volverían a tener ese aspecto ordenado y limpio, pero todo esto seguiría su marcha, a su modo. No era lo mismo que las ciudades, estériles, detenidas para siempre. Era un sitio que uno podía trabajar y atender, donde aun era posible un futuro. Hacía que mi existencia de la semana anterior se pareciese a la de una rata que se alimenta de mendrugos y se aprovisiona en montones de basura. Extendía la vista por el campo, y sentía que se me ensanchaba el espíritu.

Los lugares que cruzábamos en nuestro camino, pueblos como Reading o Newbery, traían el recuerdo de Londres por un rato, pero no eran más que accidentes en una gráfica de resurrección.

Hay en el hombre una incapacidad de mantener el espíritu trágico, una cualidad fénix de la mente. Puede ser provechosa o dañina; forma parte del instinto de supervivencia, pero hace posible, también, que nos embarquemos en sucesivas guerras debilitantes. Es necesario para nuestro mecanismo que seamos capaces de llorar sólo por un rato, aun ante un océano de leche derramada; lo espectacular tiene que convertirse pronto en un lugar común, sino la vida sería insoportable. Bajo un cielo azul donde unas pocas nubes navegaban como témpanos celestiales, las ciudades se convirtieron en un recuerdo menos opresivo, y la sensación de vivir nos refrescó otra vez como un viento puro. No justifica quizá, pero al menos explica, por qué de cuando en cuando me sorprendía a mí mismo cantando mientras conducía el camión.

En Hungerford nos detuvimos a comer y cargar combustible. Aquella sensación de alivio continuó subiendo mientras cruzábamos kilómetros y kilómetros de campos intactos. No parecía aún una campiña solitaria, sólo somnolienta, y amable. Ni siquiera los ocasionales grupitos de trífidos que se balanceaban cruzando los prados, o aquellos que aún permanecían con las raíces hundidas en el suelo, lograban convertir mi humor en hostilidad. Eran, otra vez, simplemente el tema de mis suspendidos intereses profesionales.

Ya cerca de Devizes nos detuvimos una vez más para consultar el mapa. Un poco más allá doblamos a la derecha para tomar un camino lateral y nos dirigimos hacia la aldea de Tynsham.

10
Tynsham

Era un poco difícil que alguien pasara por alto la Finca de Tynsham. Más allá de las pocas casas que formaban la aldea, el alto muro de la heredad corría junto al camino. Lo seguimos hasta llegar a una maciza puerta de hierro forjado. Detrás de la puerta había una joven a quien la gravedad sombría de la responsabilidad había quitado toda expresión humana. Estaba provista de una escopeta que tomaba por lugares inadecuados. Le hice una seña a Coker para que se detuviese, y llamé a la mujer mientras iba acercándome. La mujer movió la boca, pero ninguna palabra traspasó el ruido del motor. Lo apagué.

—¿Es esta la Finca de Tynsham? —pregunté.

La mujer no estaba dispuesta a soltar esto ni ninguna otra cosa.

—¿De dónde vienen? ¿Y cuántos son? —replicó.

Yo hubiese deseado que no jugara con la escopeta de ese modo. Brevemente, y sin dejar de fijarme en aquellos torpes dedos, le expliqué quiénes éramos, por qué habíamos venido, qué traíamos con nosotros, y le garanticé que no ocultábamos a nadie. La mujer fijó en mí unos ojos tristes y pensativos, muy comunes en los sabuesos, pero nada tranquilizadores. Mis palabras no lograron desvanecer esa sospecha que hace a las personas concienzudas tan cansadoras. Cuando la mujer vino de detrás de la verja a examinar la parte trasera de los camiones, rogué porque no viera confirmadas sus sospechas al ver a Coker. Admitir que estaba satisfecha debió haber debilitado su papel de centinela, pues consintió, aunque todavía con algunas reserva, en dejarnos entrar.

—Tome el sendero de la derecha —me dijo mientras yo entraba en la finca, y se volvió enseguida para atender otra vez a la puerta. Más allá de una corta avenida de olmos se extendía un parque de estilo de fines del siglo dieciocho y matizado de árboles que habían tenido espacio suficiente como para adquirir toda su magnificencia. La casa, cuando se hizo visible, no me pareció nada majestuoso, en el sentido arquitectónico pero era muy grande. Ocupaba una considerable extensión de terreno y comprendía una verdadera variedad de estilos como si ninguno de sus sucesivos ocupantes hubiese podido resistir la tentación de dejar su marca personal. Cada uno de ellos, sin dejar de respetar el trabajo de sus antecesores, se había creído con el deber de expresar de algún modo el espíritu de su propia época. Un confiado olvido de las alturas previas había dado como resultado una evidente indocilidad. Era sin duda una casa graciosa y, sin embargo, de un aspecto amable y seguro.

El sendero nos condujo a un patio ancho donde ya estaban estacionados varios vehículos. Cochera y establos se extendían alrededor, ocupando aparentemente varios acres. Coker se puso a mi lado y descendió. No se veía a nadie.

Entramos por la puerta trasera del edificio principal y atravesamos un largo corredor. Este terminaba en una cocina de nobiliarias proporciones donde flotaba el calor y el olor de una comida que estaba preparándose. De algún sitio venía un murmullo de voces y un ruido de platos. Tuvimos que recorrer otro oscuro pasillo y atravesar otra puerta antes de llegar allí.

El lugar en que nos encontrábamos ahora había sido, imaginé, la sala de la servidumbre en épocas en que el servicio era bastante numeroso como para que tuviesen que disponer de una sala. Era lo suficientemente espacioso como para que pudiesen sentarse a la mesa un centenar de personas. Sus actuales ocupantes, sentados en dos largas filas de bancos, eran, me pareció, unos cincuenta o sesenta. Bastaba mirarlos para comprender que eran ciegos. Mientras seguían pacientemente sentados, unas pocas personas con vista se movían a su alrededor, muy ocupadas. En una mesa lateral tres muchachas trinchaban activamente unos pollos. Me acerqué a una de ellas.

—Acabamos de llegar —le dije—. ¿Qué podemos hacer?

La muchacha se detuvo, y sin soltar el tenedor se echó con la muñeca, hacia atrás, un mechón de pelo.

—Uno de ustedes puede encargarse de las verduras y el otro ayudar con los platos —me dijo.

Me encargué de dos grandes cubos de patatas y repollo. Mientras los distribuía por las mesas examiné a los ocupantes de la sala. Josella no estaba entre ellos, ni vi tampoco a ninguno de los más notables caracteres del grupo de la Universidad, aunque creí reconocer las caras de algunas mujeres.

La proporción de hombres era mucho mayor que en el grupo primitivo, y estaban curiosamente separados en grupos. Unos pocos podían haber sido londinenses, o por lo menos habitantes de alguna ciudad, pero la mayoría llevaba ropas de campo. Una excepción era un clérigo de edad madura. La ceguera era la característica común de todos ellos.

Las mujeres estaban distribuidas de un modo más irregular. Algunas llevaban trajes de ciudad, no muy apropiados para el ambiente; otras eran probablemente de la aldea. En el último grupo había sólo una muchacha con vista, pero el primero comprendía por lo menos una media docena de mujeres normales, y algunas que, aunque ciegas, no se manejaban con torpeza.

Coker, también, había estado inspeccionando la sala.

—Rara compañía ésta —me dijo en voz baja—. ¿La ha visto ya?

Sacudí la cabeza, comprendiendo tristemente que había tenido más esperanzas de encontrar allí a Josella de lo que me había confesado a mí mismo.

—Es gracioso —continuó Coker—, no hay prácticamente nadie del grupo que me llevé con usted, excepto la muchacha que está trabajando en aquella punta.

—¿Lo ha reconocido? —pregunté.

—Creo que sí. Me miró de bastante mal modo.

Cuando terminamos de acarrear los platos y servir las verduras, nos sentamos a la mesa. No había nada de que quejarse en la comida, y eso que haber vivido de conservas durante una semana había agudizado nuestro gusto. Cuando terminamos de comer, alguien golpeó la mesa. El clérigo se puso de pie, y esperó a que se hiciera el silencio antes de hablar.

—Amigos míos. Conviene que al terminar un nuevo día renovemos nuestras gracias a Dios que ha tenido la misericordia de preservarnos en medio del desastre. Rogadle que tenga compasión para con aquéllos que aún vagan solos en la oscuridad y que conduzca hacia aquí sus pasos, que nosotros los socorreremos. Pidámosle también que podamos sobrevivir a las pruebas y tribulaciones que nos aguardan, para que con su ayuda logremos participar en la reconstrucción de un mundo mejor para su mayor gloria.

El clérigo inclinó la cabeza.

—Dios todopoderoso y misericordioso…

Después del «amén» comenzó un himno. Cuando el canto terminó los asistentes se separaron en grupos, todos tomados de su vecino, y dirigidos por cuatro de las muchachas con vista.

Encendí un cigarrillo. Coker me aceptó uno distraídamente, sin hacer ningún comentario. Una muchacha se acercó a nosotros.

—¿Quieren ayudar a salir? —nos preguntó—. La señorita Durrant volverá pronto, espero.

—¿La señorita Durrant? —repetí.

—Es la organizadora —explicó la muchacha—. Podrán arreglar las cosas con ella.

Una hora más tarde, y ya casi de noche, oímos que la señorita Durrant había vuelto. La encontramos en una habitación no muy grande, algo parecida a un estudio, iluminada solamente por dos velas que la mujer tenía en el escritorio. Reconocí enseguida a la mujer morena, de labios delgados, que había hablado en nombre de la oposición en el mitin de la Universidad. Por el momento toda su atención estaba concentrada en Coker. Su expresión no era más amable que la de aquella otra noche.

—Me han dicho —dijo fríamente, mirando a Coker como si el hombre fuera algún desperdicio—, me han dicho que fue usted quien organizó el asalto al edificio de la Universidad.

Coker dijo que sí, y esperó.

—Entonces tengo que advertirle, de una vez por todas, que en nuestra comunidad de nada sirven los métodos brutales, y que no es nuestro propósito tolerarlos.

Coker sonrió ligeramente, y respondió recurriendo a su mejor lenguaje de clase media:

—Todo depende del punto de vista. ¿Quién puede juzgar quién fue el más brutal? ¿Aquéllos que vieron una responsabilidad inmediata y se quedaron, o aquéllos que vieron una responsabilidad lejana y se dieron a la fuga?

La mujer siguió mirándolo duramente. Su expresión era la misma, pero evidentemente estaba formándose una diferente opinión del hombre con que tenía que tratar. Ni su réplica ni sus modales habían sido lo que ella había esperado. Meditó unos instantes sobre este nuevo aspecto de las cosas y al fin se volvió hacia mí.

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