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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (33 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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—Un placer. A pesar de tus dudas, no quiero que te pase nada malo.

—Es bueno saberlo —repuse, manteniendo a raya las expresiones de mi voz.

Bellenos rió.

—Si te sientes demasiado sola en el bosque, siempre puedes llamarme —dijo.

—Hmmm —medité—. Gracias. —¿Me estaba tirando los trastos un elfo? Eso no tenía sentido. Lo más probable es que quisiera comerme, y no en el sentido más lúdico.

Mejor no saberlo. Me preguntaba cómo iba a volver Dermot, pero no como para llamar a Bellenos otra vez.

Segura de su regreso, repasé mi lista de preparativos para la fiesta. Había pedido a Maxine Fortenberry que se encargase del ponche; el suyo era famoso. Yo recogería la tarta de la pastelería. Libraba ese día y el siguiente, lo que significaba una gran pérdida de propinas, pero me venía muy bien. Así quedaba mi lista de tareas pendientes: hoy, completar todos los preparativos para la fiesta de los bebés.

Esa noche, matar a Víctor. Mañana, recibir a los invitados para la fiesta.

Mientras tanto, como le pasaría a cualquier anfitriona incipiente, me dedicaría a limpiar. El salón aún estaba desordenado después de haber albergado todos los trastos del desván, y empecé de arriba abajo: quitar el polvo de las fotos, luego de los muebles y finalmente de los zócalos. A continuación, aspiradora. Me armé con una botella de espray de limpiador polivalente y ataqué las superficies de la cocina. Iba a pasar la mopa por el suelo cuando detecté a Dermot en el patio trasero. Había venido conduciendo el destartalado Chevy compacto.

—¿De dónde has sacado ese coche? —lo interpelé desde el porche.

—Lo he comprado —anunció, orgulloso.

Ojalá no hubiese utilizado ningún encantamiento feérico ni nada parecido. Temía preguntarle.

—Deja que te vea la cabeza —lo insté cuando entró en casa. Observé la parte posterior de su cráneo, donde había estado la brecha. Una fina línea blanca. Eso era todo lo que quedaba.

—Estás limpiando —dijo—. ¿Hay alguna celebración?

—Sí —respondí, poniéndome ante él—. Lamento haber olvidado decírtelo. Vamos a agasajar a Tara Thornton, Tara du Rone, con una fiesta por sus bebés mañana. Claude dice que espera gemelos. Oh, ella ya lo ha confirmado.

—¿Puedo participar? —preguntó.

—Por mí, perfecto —contesté, sorprendida. La mayoría de los chicos humanos preferirían que les pintasen las uñas de los pies antes de participar en una fiesta como ésa—. Serás el único hombre, pero supongo que eso no será un inconveniente, ¿me equivoco?

—Me parece un plan estupendo —dijo sonriente.

—Tendrás que ocultar tus orejas y escuchar un millón de comentarios sobre lo que te pareces a Jason —le advertí—. Tendremos que explicar algunas cosas.

—Diles simplemente que soy tu tío abuelo —señaló.

Por un momento me imaginé haciendo eso. Tuve que descartar la idea, no sin pesar.

—Pareces demasiado joven para ser mi tío abuelo, y además aquí todo el mundo conoce mi árbol genealógico. La parte humana, quiero decir —añadí apresuradamente—. Ya se me ocurrirá algo.

Mientras yo pasaba la aspiradora, Dermot miró la gran caja de fotografías y la más pequeña con material pintado que aún no había tenido tiempo de repasar. Las fotografías parecían fascinarlo.

—Nosotros no utilizamos esta tecnología —dijo.

Me senté a su lado tras guardar la aspiradora. Había intentado ordenar las fotos en orden cronológico, pero había demostrado ser una tarea más compleja de lo esperado, y estaba convencida de que tendría que repetirla.

Las fotografías del principio de la caja eran muy antiguas. Personas sentadas en apretados grupos, las espaldas tan rígidas como las caras. Algunas estaban etiquetadas en la parte posterior con rebuscada caligrafía. La mayoría de los hombres lucían barbas o bigotes, así como sombreros y corbatas. Las mujeres estaban confinadas en largas mangas y faldas, y sus posturas eran asombrosas.

Poco a poco, la familia Stackhouse fue avanzando con los tiempos, las fotos eran menos posadas, más espontáneas. Las indumentarias fueron variando junto con las actitudes. El color fue dando vida a los rostros y los escenarios. Dermot parecía genuinamente interesado, así que le expliqué los fondos de las fotos más recientes. Una era de un hombre anciano sosteniendo un bebé envuelto en una manta rosa.

—Ésa soy yo con uno de mis bisabuelos; murió cuando yo era pequeña —expliqué—. Éstos son él y su mujer cuando tenían unos cincuenta. Y ésta es mi abuela, Adele, con su marido.

—No —dijo Dermot—. Es mi hermano Fintan.

—No, es mi abuelo Mitchell. Míralo bien.

—Es tu abuelo, sí. Tu auténtico abuelo. Fintan.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Se hizo pasar por el marido de Adele, pero sé que es mi hermano. Es mi gemelo, a fin de cuentas, aunque no éramos idénticos. Mírale los pies. Son más pequeños que los del hombre que se casó con Adele. Fintan siempre se descuidó con ese detalle.

Extendí sobre la mesa todas las fotos de los abuelos Stackhouse. Fintan figuraba en al menos un tercio de ellas. Por la carta, sospechaba que Fintan la había visitado más veces de las que ella se había percatado, pero esto ya era demasiado escalofriante. En cada foto de Fintan suplantando a Mitchell, sonreía abiertamente.

—Ella no sabía nada de esto, seguro —dije. Dermot no las tenía todas consigo. Tuve que admitir que mi abuela tendría sus sospechas. Estaba todo ahí, en su carta.

—Estaba gastando una de sus bromas —dijo Dermot afectuosamente—. Fintan era todo un bromista.

—Pero —titubeé sin saber muy bien cómo verbalizar lo que quería decir—. ¿Comprendía que estaba mal? — pregunté—. ¿Te das cuenta de que la estaba engañando desde varios puntos de vista?

—Ella accedió a que fueran amantes —lo defendió Dermot—. La quería mucho. ¿Qué diferencia hay?

—Hay mucha diferencia —remarqué—. Si ella pensaba que estaba con un hombre cuando en realidad estaba con otro, eso es un engaño con mayúsculas.

—Pero inofensivo, ¿verdad? A fin de cuentas, incluso tú estás de acuerdo con que amaba a los dos hombres voluntariamente. Entonces —insistió—, ¿qué diferencia hay?

Lo contemplé llena de dudas. Independientemente de cómo se sintiera mi abuela acerca de su marido o su amante, seguía convencida de que había un conflicto moral en todo aquello. Me pregunté de qué lado se pondría mi bisabuelo Niall. Pero tenía la dolorosa sensación de que ya lo sabía.

—Será mejor que vuelva al trabajo —me urgí con una leve sonrisa—. Tengo que terminar de fregar la cocina. ¿Seguirás con el desván?

Dermot asintió entusiasmado.

—Me encantan las herramientas —dijo.

—Por favor, cierra la puerta del desván, porque he limpiado el polvo aquí abajo y no quiero tener que volver a hacerlo mañana.

—Claro, Sookie.

Y subió las escaleras silbando. Era una melodía que no había escuchado nunca.

Volví a juntar las fotografías, dejando aparte las que Dermot había identificado como las de su hermano. Pensé en hacer una pequeña hoguera con ellas. Arriba, en el desván, la lijadora se puso en marcha. Miré al techo, como si pudiese ver a Dermot a través de las tablas de madera. Entonces me sacudí y volví al trabajo, pero de un humor inquieto y abstraído.

Cuando estaba subida a la escalerilla, colgando el cartel de bienvenida a los bebés, recordé que tenía que planchar el mantel de mi bisabuela. Odio planchar, pero tenía que hacerlo, y mejor hoy que mañana. Tras guardar la escalerilla, abrí la tabla de planchar (en la anterior cocina había una empotrada) y me puse manos a la obra. El mantel ya no era exactamente blanco. Había adquirido un tono marfil con los años. No tardé en dejarlo suave y bonito. Tocarlo me recordaba a las ocasiones importantes del pasado. Hoy mismo había visto fotos antiguas en las que salía ese mismo mantel; había estado en la mesa de la cocina o en el viejo aparador en Acción de Gracias, Navidades, fiestas prenupciales y aniversarios. Adoraba a mi familia y atesoraba esos recuerdos. Sólo lamentaba que quedásemos tan pocos que pudiéramos recordarlos.

Y era consciente de otra verdad, otro hecho innegable. Me había dado cuenta de que no me gustaba nada el sentido feérico de la diversión que había convertido algunos de esos recuerdos en mentiras.

A las tres de la tarde, la casa estaba prácticamente lista para la fiesta. El aparador estaba vestido con el mantel, los platos de papel y las servilletas desplegados, así como los cubiertos de plástico. Limpié el juego de plata para poner los frutos secos y los palitos de queso, que yo misma había hecho y congelado un par de semanas atrás. Comprobé la lista. Listo.

Si no sobrevivía a la noche, mucho me temía que la fiesta de los bebés se iría al garete. Asumí que mis amigas estarían demasiado traumatizadas como para seguir adelante. Sólo por si las moscas, dejé cuidadosamente anotada la ubicación de todas las cosas que ya no estuvieran colocadas. Incluso saqué mis regalos para los bebés. Dos cestas de mimbre iguales que podían servir para viajar. Estaban decoradas con grandes lazos de guinga y repletas de cosas útiles. Había ido acumulando todos los regalos a lo largo del tiempo. Botes de alimentación enriquecida, un termómetro para bebés, unos cuantos juguetes, unas cuantas mantas, algunos álbumes de fotos, biberones, un paquete de paños de tela para limpiar vómitos. Se me hacía extraño que quizá no estaría para verlos crecer.

También se me hizo extraño que los gastos por la fiesta no hubiesen sido tan excesivos, gracias a los ahorros acumulados en mi cuenta.

De repente tuve una idea asombrosa. Ya iban dos en dos días. Tan pronto como se dibujaron en mi mente, estuve en el coche de camino a la ciudad. Se me hizo raro entrar en el Merlotte’s en mi día libre. Sam se sorprendió, pero se alegró de verme. Estaba en su despacho con una pila de facturas delante. Puse otro papel sobre el escritorio. Él lo miró.

—¿Qué es esto? —preguntó con voz contenida.

—Ya sabes lo que es. No me lo devuelvas, Sam Merlotte. Necesitas el dinero. Y yo lo tengo. Ingrésalo en tu cuenta hoy mismo. Úsalo para mantener a flote el bar hasta que lleguen tiempos mejores.

—No puedo aceptarlo, Sookie. —No me miró a los ojos.

—Y un carajo que no, Sam. Mírame.

Finalmente lo hizo.

—No bromeo. Ingrésalo en el banco hoy —ordené—. Y si me ocurriera algo, podrás reembolsárselo a mi patrimonio en, digamos, cinco años.

—¿Por qué te iba a pasar algo? —Su expresión se ensombreció.

—No pasará nada. Es sólo por hablar. Es irresponsable prestar dinero sin asentar las condiciones para su devolución. Llamaré a mi abogado y se lo diré todo. Él redactará algo. Pero ahora mismo, en este mismo instante, ve al banco.

Sam volvió a apartar la mirada. Podía sentir cómo sus emociones lo envolvían. Lo cierto es que me sentí maravillosamente de poder hacer algo bueno por él. Él había hecho muchas cosas maravillosas por mí.

—Está bien —dijo. Sabía que era un trago duro para él, como lo habría sido para prácticamente cualquier hombre, pero sabía que era lo más sensato, y él sabía que no era ninguna limosna.

—Es una demostración de amor —le expliqué sonriente—. Como la que tuvimos en la iglesia el sábado pasado. —En aquella ocasión había sido para los misioneros en Uganda, y ésa era para el Merlotte’s.

—Te creo — respondió, mirándome a los ojos.

Mantuve mi sonrisa, pero empecé a ser un poco más consciente de mí misma.

—Tengo que prepararme —dije.

—¿Para qué? —preguntó, juntando sus cejas rojizas.

—Para la fiesta de los bebés de Tara —expliqué —. Típica fiesta pasada de moda, sólo para chicas, así que no estás invitado.

—Intentaré contener mi desdicha —expresó. No se movió.

—¿Vas a levantarte ya para ir al banco?

—Eh, sí, ahora mismo. —Se levantó de la silla y dijo por el pasillo a la plantilla que se iba a hacer unos recados. Entré en mi coche a la vez que él lo hacía en su ranchera. No sabía él, pero yo me sentía extraordinariamente bien.

Hice una parada para decir a mi abogado lo que había hecho. Era mi abogado humano local, no el señor Cataliades, de quien, por cierto, hacía tiempo que no sabía nada.

Conduje hasta la casa de Maxine para llevarme el ponche, le di las gracias profusamente, le dejé una lista de lo que iba a hacer y lo que ya había hecho para los preparativos (para su asombro) y llevé de vuelta a mi casa los recipientes congelados para dejarlos en el pequeño refrigerador de mi porche trasero. Tenía la gaseosa de jengibre lista para mezclar con los zumos congelados.

Estaba más preparada que nunca para la fiesta.

Ahora sólo me quedaba prepararme para matar a Victor.

Capítulo
14

Sam llamó cuando me estaba maquillando.

—Hola —dije —. Has llevado el cheque al banco, ¿verdad?

—Sí —contestó—. Como me lo has dicho como un millón de veces, no se me ha podido olvidar. Pero te llamaba para contarte que acabo de recibir una llamada telefónica muy extraña de tu amiga Amelia. Ha dicho que me llamaba a mí porque tú no querrías cogerle el teléfono. Dijo que se trataba de eso que encontraste. Lo ha mirado. ¿Algo llamado
cluviel dor
? —Lo pronunció con mucho cuidado.

—No quiso comentarme nada por teléfono, pero me indicó que consultaras inmediatamente tu correo electrónico. Dijo que siempre se te olvida mirarlo. Parecía convencida de que no cogerías el teléfono si el identificador de llamada la delataba.

—Iré a comprobar el correo ahora mismo.

—¿Sookie?

—¿Sí?

—¿Estás bien?

Estaba segura de que la respuesta era negativa.

—Claro, Sam. Gracias por hacer las veces de contestador automático.

—No hay problema.

Amelia se las había arreglado para llamar mi atención. Saqué el
cluviel dor
del cajón y me lo llevé al pequeño escritorio del salón, donde tenía el ordenador. Sí, tenía un montón de correos en la bandeja de entrada.

La mayoría era correo basura, pero había uno de Amelia, como era de esperar, y otro del señor Cataliades de hacía dos días. Mentiría si dijese que no me quedé de una pieza.

Sentía tanta curiosidad, que abrí el mensaje del abogado primero. Si bien no hacía economía de palabras, iba al grano.

Señorita Stackhouse,

He escuchado su mensaje en el contestador automático. He estado viajando para que ciertos individuos no pudieran encontrarme. Tengo muchos amigos, pero también enemigos. La estoy vigilando de cerca, aunque espero no haber dado lugar a ninguna intrusión. Usted es la única persona que conozco con tantos enemigos como yo. He hecho todo lo que ha estado en mi mano para mantenerla siempre un paso por delante de esa criatura diabólica de Sandra Pelt. Con todo, aún no está muerta, así que ándese con cuidado.

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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