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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (16 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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Tras el ya tradicional piquito, bebemos con ansia por el ejercicio vespertino y salimos en busca de un lugar donde terminar de reponer fuerzas. Elegimos un café-bar-restaurante de aire sofisticado y evidentemente gay: Rupert Street, en la calle del mismo nombre. Mucho gay de marca, buen vino y platos informales pero muy elaborados. Volveremos.

No tenemos una idea clara de por dónde seguir, pero Barry está impaciente por visitar el mayor número de bares posible. Sin llegar a tomar nada, huimos del Village y sus adolescentes extravagantes en busca de algo más testosterónico. A punto de entrar en Compton's of Soho suena
Danny Boy.
No puede ser, ¡lleva el himno oficioso de Irlanda como melodía en el móvil! Mira que es nacionalista. Un vistazo a la pantalla y le cambia la cara. Se aleja unos pasos antes de descolgar y me da la espalda mientras habla. Cuando cuelga y se gira ya ha recuperado su sonrisa traviesa.

—Mi mujer.

—Me lo he imaginado. ¿Algún problema?

—Nada importante —fuerza la sonrisa y me suelta un piquito en medio de la calle—. Otro first, entremos aquí que parece que está animado.

Y lo está. Mucho cráneo rapado, vello facial, efluvios de gimnasio y alguna cana. Estética semidura y miradas descaradas desde todos los rincones del local abarrotado. Me miran a mí, pero también a él, el único chubby del bar. Pero Barry no tiene desarrollado su gaydar y no se entera de los ataques.

—Me gusta este sitio, tiene morbo.

—No está mal. Y tienes admiradores.

—¿Cómo? ¿Quién? ¿Dónde?

—En la otra parte de la barra, el de la bomber negra.

Se gira con demasiado descaro y el otro le mantiene la mirada.

—¡Es verdad! —se ríe y me da un beso. El barbudo de la bomber capta el mensaje y se vuelve hacia sus amigos.

—Acabas de desperdiciar un plan —digo orgulloso de su gesto y feliz con mi idea del piquito obligatorio.

—Bueno, tengo otro mejor.

Nos miramos y sonreímos en silencio, chocamos nuestros vasos y los apuramos para volver a la barra a repostar.

Se me ha adelantado. Es lo primero que pienso, incluso antes de abrir los ojos, al reconocer la húmeda calidez que acaricia mi glande dormido. Parece que no era yo el único que había planeado esta forma de dar los buenos días. Desnudo y despeinado, mueve su cabeza lentamente sobre mi entrepierna. El sol entra de lleno a través de la persiana veneciana y pinta de cebra fluorescente su espalda de gorila albino. Mi instinto reacciona a sus caricias y me descubre. Me mira, sonríe, sonrío y vuelve a la faena. Aprovecho para sacarme los tapones de los oídos, que se han convertido en imprescindibles siempre que duermo acompañado. Todos los gordos roncan y algunos, como Barry, emiten bramidos hipohuracanados que los trocitos de espuma apenas amortiguan. Gajes del oficio. He terminado por acostumbrarme y sólo me molestan hasta que cojo el sueño. Anoche estábamos tan cansados y borrachos que caímos rendidos sin tiempo para nada, apenas un beso, un «night night» y a dormir, abrazados con mi cara contra los pliegues carnosos de su nuca. Era la primera vez que nos metíamos en la cama sin follar.

Bajo el sol invernal fundimos alientos resacosos, sudores sedimentados y secreciones varias en uno de los más agradables despertares que yo, paradigma de la mala hostia matinal, recuerdo.

—Morning —resopla él.

—Good morning —suspiro yo.

Son sólo las ocho y media, pero teniendo en cuenta que nos echaron del último bar a las once y pico (la puta campanita), hemos descansado mucho y bien. Enciendo mi primer cigarro del día y Barry se mete en la ducha. Al salir se pone unos boxer Calvin Klein que parecen recién sacados de la caja. Seguro que los ha comprado especialmente para este fin de semana. Desde que le conozco, de vez en cuando me sorprende con detalles estéticos con los que parece querer aproximarse al mundo gay, o a la idea que él se ha hecho a través de lo que ve en Internet: una camiseta DKNY sin mangas, unas patillas perfiladísimas, el famoso tatuaje del corazón... y ahora los calzoncillos CK. Todos ellos intentos fallidos, porque con su edad y sus kilos no puede pretender imitar a los jovencitos fashion victims que se ven en Gaydar. Pero bueno, a él le hace ilusión y a mí me divierte, y como hace bastante caso a mis consejos, todo se soluciona (o casi).

Hoy toca turismo convencional y nos equipamos para ello. Calzado cómodo, ropa de abrigo y el paraguas en la mochila, porque hace sol pero unos nubarrones en el horizonte no admiten mucho optimismo. Tras un copioso desayuno inglés, nos echamos a la calle dispuestos a cumplir con los rituales del perfecto guiri en la patria de Sherlock Holmes.

Barry es el guía experto y yo me dejo llevar. Primera parada: Trafalgar Square, el corazón de la ciudad. Bajo la columna de Nelson definimos lo que va a ser nuestro tour: ver mucho y visitar poco. Ni National Gallery, ni British Museum, ni Tate. No hay tiempo para el arte. Bajamos hacia Westminster y pillamos el final del pretencioso cambio de guardia. Visto. La abadía está cerrada. Foto en la portada y a otra cosa mariposa. Big Ben. Sí que es grande. Foto y explicación de Barry: el Big Ben no es la torre, sino la campana de tropecientas toneladas que hay dentro. Es una de sus pieces of useless information. Barry tiene una sorprendente retentiva para este tipo de detalles. Yo le digo que no son inútiles, que a mí me interesan. Siguiente parada: London Eye, la meganoria que construyó British Airways para inaugurar el milenio. La vemos desde este lado del río y Barry me ilustra sobre su mecánica y lo desesperante que puede ser estar ahí colgado media hora, que es lo que tarda en dar una vuelta completa. No pensaba subir, ahora menos. Barry propone un paseo en barco por el Támesis. Yo dudo por lo pastelón de la idea y por el sacrificio de autonomía que supone. Me convence con el argumento de que al otro lado está el Observatorio de Greenwich, un mercadillo de nosequé y una olla llena de monedas de oro. Vale. Confiados por el sol, cogemos un barco descubierto y, además, nos sentamos en la parte de arriba. Con dos cojones. El guía ilustra al pasaje, mayoritariamente oriental, con breves explicaciones de los edificios que vemos en los márgenes, intercalando bromas desgastadas por el uso. Una nube oculta el sol y el frío arrecia. Me calo el gorro de lana hasta los hombros y me hundo bajo el borreguito de la cazadora. Barry tampoco tiene calor con su gorra y su chaquetilla de entretiempo, pero no se quita las gafas de sol. La travesía se alarga y se alarga, y a mí cada vez me la pela más quién construyó el Puente de Londres y para qué servían los almacenes reconvertidos en oficinas. Hemos contratado el viaje largo y Barry no me deja bajarme en la Tate Modern. Vale, yo no soy irlandés pero tengo orgullo. Siento la gangrena avanzar piernas arriba y los japoneses de mi lado me están poniendo de los nervios. ¿Para qué coño querrán una foto de una bolsa de plástico flotando? Como me enfoques a mí te tragas la cámara extraplana. Barry admite que está helado, pero ya falta poco, dice. ¿Poco? Yo creo que al capitán se le ha ido la olla y nos lleva a invadir la Bretaña francesa. Pero no, por fin llegamos a puerto y la sangre de mis pies se descongela al trote camino de la cafetería del Museo Marítimo. Calefacción, café con leche para mí y sopa para Barry. Aprovechamos para tomar unos paninis calientes. No vemos nada, ni observatorio ni mercadillo ni pollas. Bastante tenemos con recuperar la temperatura que los biólogos consideran vida. Laura Palmer tenía mejor color que yo.

¡Y aún queda la vuelta! Esta vez elegimos un barco cerrado y acristalado. Más explicaciones y más japoneses. Yo me quedo medio traspuesto sobre su hombro y llegamos al embarcadero de Westminster justo cuando el sol vuelve a brillar. Prueba superada.

Debate de gran trascendencia: ¿somos lo suficientemente mariquitas como para visitar el Lady Di Memorial Park? No unánime. Siguiente parada: los almacenes Harrods. Escaso gusto en la ostentosa decoración y pocos artículos asequibles. Nos entretenemos viendo las pantallas de plasma más grandes del mundo, a Barry también le encantan la electrónica y los gadgets de todo tipo. No colamos por compradores. Al final le puede su patriotismo y se lleva un par de cedés de música tradicional irlandesa, como los que se venden a miles en Dublín a mitad de precio. Al salir del laberinto de mármol y moqueta, nieva y hace sol al mismo tiempo. Están locos estos ingleses. Callejeamos por los alrededores de Picadilly Circus y no sé cómo terminamos en una especie de corteinglés del juguete en Regent Street: cinco plantas con todo lo que un crío pueda soñar. Es la tienda favorita de sus hijos, confiesa, y me inspira una gran ternura verle mirar los precios de los coches teledirigidos. Es un padrazo, no lo puede evitar.

—¿Les vas a llevar algo?

—No, no.

—Un poco difícil de explicar, ¿no?

—Sí.

Está serio. Barry nunca está serio. Anochece cuando por fin le saco de allí. Ya no nieva, pero cae un chirimiri que cala hasta los huesos. Damos por finalizada la jornada turística y nos dirigimos al Soho en busca de una merecida pinta. Sopesamos la posibilidad de un musical, pero
Mamma Mia
está sold out y de todas formas tenemos mejores planes para esta noche. Decidimos volver al hotel a descansar los pies, quitarnos la ropa húmeda y prepararnos para la gran noche. Taciturno, Barry se mete en la ducha sin una palabra. Yo respeto su silencio, como siempre. Ha llegado a estar hasta dos meses sin dar señales de vida, y aunque no le gusta hablar del tema, yo sé que sufre periódicas crisis existenciales, que suelen coincidir con malas rachas en su aburrido trabajo y que tienen como trasfondo la insatisfacción con la vida que le ha tocado vivir. Grumpy days, los llama él. Pero siempre pasan, la jovialidad infantil vuelve y con ella los polvos gloriosos.

La ducha le ha devuelto la sonrisa. Yo estoy tumbado en la cama en gayumbos, hojeando mi inútil guía con
Days of Wine and Roses
sonando de fondo. Deja caer la toalla de su cintura y se tumba a mi lado, húmedo todavía y perfumado de mi gel Magno. Me besa con ganas y me manosea el paquete. ¡Ahora lo pillo! Uno de los first que más me ha agradecido y que ponemos en práctica siempre que las condiciones lo permiten es el rimming, el beso negro. De ahí el detalle higiénico de la ducha. Deseo concedido. El poppers dispara el 69 negro hasta la extenuación de los esternocleidomastoideos, y después, follada salvaje. Sus gritos de «fuck me harder!» retumban en todo el hotel, estoy seguro, pero pa lo que nos queda en el convento... Y yo fucking harder and harder, deeper and deeper, con empellones brutales, de esos con carrerilla, y su frente golpea el cabezal y grita «harder!», y a mí ya me duele la pelvis de los trompazos contra su culo gordo y zampón. Se corre casi sin tocarse y yo no tardo en seguirle, y caemos los dos destrozados, felices y muy satisfechos tras uno de los mejores polvos de la historia.

—Gracias —dice robándome un cigarro—, lo necesitaba.

Con el polvazo han vuelto las buenas vibraciones y retomamos la calle dispuestos a exprimir la noche londinense. El destino final ya está decidido: la fiesta XXL que se celebra dos veces por semana en una discoteca en la zona del London Bridge. Me pregunto si tiene algo que ver con el XXL de Sitges, espero que no. Aún falta mucho para eso, así que nos dirigimos de nuevo hacia nuestro segundo hogar: el Soho. Las tiendas están abiertas y curioseamos en alguna de ellas. En Prowler, una librería/sex-shop en Rupert Street, encuentro un exhaustivo estudio sobre teoría e historia del movimiento bear. Me sorprendo de ver cómo los americanos hacen negocio con todo lo que se menea. Barry se mueve entre los estantes como en una pastelería. Todo le interesa, todo le choca. Hojea un tocho sobre la doble vida de gays famosos. Me ofrezco a regalárselo, pero tumba mi oferta con una lógica aplastante:
«¿y
dónde lo meto?». Claro, no puede llevar a casa nada comprometedor. Qué discreto es el ordenador: puedes acceder a todo, verlo todo, y cuando lo apagas te guarda tus secretos.

El Soho está más ambientado que ayer. Ha dejado de llover y las plumas ondean como banderas de libertad. Qué gusto ver mariquitas cogidos de la mano y besándose en medio de la calle. Cuánto camino le queda por recorrer a Irlanda. Barry disimula su sorpresa ante tanta desinhibición bajo una expresión de divertida normalidad. Volvemos a Compton's of Soho a tomar una pinta antes de cenar. Barry decide que es su bar favorito hasta ahora: le pone la concurrencia. Nadie nos tira los trastos, ya nos tienen calados.

El panini de la mañana debe de andar ya por los tobillos, es hora de retomar energías. En pleno Old Compton Street hay un restaurante que se llama España, pero mi experiencia irlandesa me dice que estos reclamos suelen ser más que decepcionantes. Aún me hierve la sangre al recordar el día que me llevé a uno de mis rollos a cenar a La Paloma, supuesto restaurante español en el Temple Bar dublinés cuyo cocinero (armenio) hacía la tortilla española con ajo y pimiento. ¡Y encima nos clavaron!

Pero un vistazo a la carta del Restaurante España me sorprende. Parece comida auténtica y no es caro. Barry está de acuerdo y entramos. Una señora gorda con pinta de adorable madre de familia nos da la bienvenida con un acentazo gallego que tira patrás. Le pregunto en español si hay una mesa para dos, porque a pesar de la hora está ya bastante lleno. Nos sienta en una mesa redonda que me recuerda a la mesa camilla de mi abuela. Esto promete, le digo a Barry, esta señora es la típica mamma española y tiene pinta de cocinar como Dios. El único contacto de Barry con la gastronomía española se reduce a lo que probó en unas vacaciones en Tenerife. Le digo que eso no cuenta, que no tiene nada que ver con la cocina peninsular. Me deja elegir a mí, of course, y se me van los ojos hacia los platos de las mesas vecinas. Desde Navidad que no he probado bocado mediterráneo, nunca pensé que echaría tanto de menos unas bravas y una sepia. Me vuelvo loco con la carta: queso manchego, pulpo a la gallega, pollo en salsa, calamares, chorizos a la sidra... y Ribera del Duero para regarlo todo. No puedo evitarlo: estoy en Londres, con un amante irlandés en un restaurante español ¡y en la carta hay chanquetes fritos! Pido una ración y me río solo. Casi se me cae una lágrima al probar el pollo: es idéntico al que hace mi madre. Yo estoy disfrutando como un cerdo, pero Barry no se queda atrás. El camarero, hijo de la dueña, es una locaza divertidísima y gritona que va perdiendo aceite (de oliva virgen) por todo el local. Con cada plato que trae me suelta alguna en español, y con los chanquetes me canta «del barco de Chanquete no nos moverán». Yo le intento traducir a Barry, pero ¿cómo le explicas a un irlandés quién era Chanquete? ¿Cómo se dice Dorada en inglés? De todas formas, está encantado con la comida y el espectáculo. Me entero de que la mamma lleva veinte años en Londres, aunque nadie lo diría por su inglés. Es un negocio familiar que se mantiene fiel a sus orígenes caseros y que cualquier londinense conoce. Con razón está lleno, parece que sus paellas son famosas incluso entre los valencianos residentes en la ciudad. No puedo más. Las raciones son más que generosas y me he pasado tres pueblos pidiendo. Barry sigue comiendo, dice que es un delito dejar todo eso, especialmente el pollo y los chorizos. Y yo disfruto viéndole disfrutar.

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