Read El día que murió Chanquete Online
Authors: José L. Collado
—Ese quería rollo contigo —le confirmo.
—Ya lo he visto. ¿Y después de las miradas qué se hace?
—Pues normalmente alguien dice algo, pero no siempre es necesario. Espera, que vuelve.
El barbudo regresa de las tinieblas pero esta vez no nos mira. Camina despacio y a la altura del gordito se detiene y se apoya en la pared contraria con cierta chulería. Se miran fijamente y el gordito sonríe. El otro se acerca y sin una palabra le suelta un morreo, al cual responde el cincuentón cogiéndole el culo con las dos manos. Tras unos minutos de besos y toqueteos crecientemente lascivos, el barbudo hace un gesto con la cabeza y el gordito asiente. Pasan por delante de nosotros y se pierden en la oscuridad.
—Y este, señoras y señores, ha sido nuestro reportaje de hoy sobre el cortejo y apareamiento del oso del Támesis.
—¡Increíble! ¿Y ya está?
—Así de sencillo. Ahora buscarán un sitio para consumar el acto y a disfrutar.
—Es increíble. Los heteros somos... son gilipollas.
—Alguna ventaja teníamos que tener después de siglos de persecución y secretismo.
—¿Y adónde han ido?
—No lo sé, vamos a averiguarlo.
Avanzamos por el pasillo y cada vez son más los bultos contra la pared. Algunos me susurran obscenidades, a Barry también. Llegamos a una sala más amplia donde parejas se besan y meten mano a la vista (o la intuición) de todo el mundo. Un osazo con un arnés de cuero le hace una mamada en cuclillas al bigotudo de los Village People. Varios espectadores observan a escasos centímetros y un anciano pellejudo se pajea en un rincón. Nos damos de bruces con una hilera de cubículos de madera cuyas puertas no llegan al techo. Gritos, palmadas y gemidos se escapan por las aberturas elevadas. El inconfundible aroma químico del poppers enrarece aún más la atmósfera. Cojo la manaza de Barry y me lo llevo hasta una cabina libre. Echo el cerrojo y le beso frenéticamente. Él responde con el mismo frenesí. Estamos los dos cachondos perdidos, imbuidos de la atmósfera kinky, y nos manoseamos con violencia, desabrochando hebillas, liberando carne, chupando, estrujando, mordiendo, sudando. Me da la espalda y se apoya en la pared. Escupo en mi mano y lubrico. Empujo.
Grita. No entra. Se agacha más. Vuelvo a lubricar. Nuevo intento. Lo consigo a medias. Le duele demasiado. Se gira en cuclillas. Me la come y se toca. Descargo en su boca y él en el suelo. Se lo traga y rebaña. Nos besamos, nos subimos los pantalones y, como Caroline, caminamos con los ojos encendidos hacia la luz.
Refrescamos la garganta en la pista remember. Suena el
Desert Rose
de Sting y los pies se me van hasta el centro de la pista. Barry me mira desde un rincón con una pinta en cada mano y una sonrisa de oreja a oreja.
Tengo los pies machacados, pero ni rastro de resaca. Anoche mearía como quince veces, al final ya ni el espejo cabrón me cortaba las ganas. Barrypótamo ronca plácidamente. Esta es la mía. Me capuzo bajo las sábanas dispuesto a darle los buenos días como se merece.
—Morning —resopla dejando el frasquito en la mesilla.
—Good morning —contesto encendiendo un cigarro para recuperar el resuello.
—Creía que soñaba que estaba en una película porno.
—Pues no, no soñabas. Estabas en una película porno de verdad.
—Gracias por darme el papel.
—¡Cómo no! Eres el Rocco Siffredi de los osos polares.
Enchufo el iPod y pongo las versiones de cuerda de U2 que todavía no hemos escuchado. Fuera está gris y frío. Llueve. Nos duchamos juntos sin lascivia, enjabonándonos mutuamente en silencio, besándonos a traición, recorriendo con las manos la piel contraria en una suerte de escaneo táctil, memorizando detalles clandestinamente porque ninguno de los dos queremos exteriorizar lo que para ambos es la única idea. Al cerrar el grifo vuelve la música y el hijoputa del iPod, envidioso porque no es más que plástico y cables, nos escupe a la cara la realidad que intentábamos maquillar.
—
Sunday Bloody Sunday...
La aventura llega a su fin.
—Sí... Odio los domingos. Son días de fútbol, de resaca, de misa... todo es malo un domingo.
—Cierto. Pero no pensemos en eso, el avión no sale hasta las cinco.
—Tienes razón, vamos a aprovechar lo que nos queda. Cheer up!
Hacemos las maletas en silencio. Lo último que guardo son los altavocitos y el iPod, interrumpo el
With or Without You
y en un segundo la habitación recupera toda su frialdad y deja de ser nuestro hogar de fin de semana. Son más de las diez y ya no nos dan desayuno. Dejamos las mochilas en recepción y Barry paga la cuenta.
—Lo pagamos a medias —digo ya en la calle bajo mi paraguas plegable.
—Ni hablar, tú has pagado los vuelos.
—Sí, pero me han costado la mitad.
—Me da igual. Y dejemos el tema, odio hablar de dinero.
Acepto porque el viaje ha resultado como yo esperaba, nadie ha estado por encima de nadie y anoche, cuando se acabó el bote común, yo seguí pagando pintas como si nada, y luego el taxi hasta el hotel... Yo también odio hablar de dinero, y más este fin de semana.
Hoy es el día grande del mercadillo de Candem, pero está muy al norte y no tenemos tanto tiempo. Barry propone un paseo por Covent Garden y al salir del metro, gracias al cielo, ha dejado de llover, aunque sigue gris y frío. Es un día perfecto para la depresión, pero no estamos dispuestos a dejarnos deprimir. Desayunamos en un bar frente a la Royal Opera House, justo donde, Barry me vuelve a ilustrar, el profesor Higgins descubre a la tosca vendedora de flores en
My Fair Lady.
—The rain in Spain stays mainly in the plain.
—¿Qué?
—Es la frase con la que el profesor martiriza a la pobre Audrey Hepburn hasta que consigue decirla con acento pijo.
—Pues no es cierto. En España llueve sobre todo en el norte, no en la llanura. ¿Y sabes lo que dicen en el doblaje español? Dicen: la lluvia en Sevilla es una pura maravilla, lo cual tampoco es verdad porque con el calentamiento global, el efecto invernadero y todo eso, que llueva en Sevilla más que una maravilla es un milagro.
Tengo que volver a verla en versión original. Toda la vida viendo películas dobladas como si fuese lo más natural y ahora no las aguanto: por muy buenos que sean los dobladores siempre queda falso y se pierde una parte imprescindible de las interpretaciones de los actores.
Damos una vuelta por el imponente mercado. Una soprano acompañada de un radiocasete canta
Un bel di vedremo
aprovechando la impresionante acústica del edificio. Nos quedamos un rato escuchándola y esta vez soy yo quien le cuenta la historia de la geisha que espera junto a su hijo el regreso de su amado Pinkerton. También le cuento el final, la llegada del americano con su nueva esposa para llevarse al niño y el sacrificio desesperado de la enamorada Butterfly por el bien de su hijo. Barry observa ahora a la soprano con expresión seria, ausente, y me doy cuenta de que no es la mejor historia para alegrar un día insistentemente triste. Me lo llevo a curiosear por las tiendas, pero no compramos nada. Salimos a la calle y cruzamos hasta el Jubilee Market, donde no puedo evitar la tentación y me llevo una de esas camisetas trucadas, que en este caso imita el logo de Kill Bill pero sustituyendo a Bill por Bush. Perfecta para hacer turismo en Texas, dice Barry.
Los dos estamos apáticos. Mi propia tendencia al desánimo silencioso me impide animar a nadie en días como este. Vuelve a chispear mientras paseamos hacia Leicester Square. Pasamos por Bear Street y le hago una foto con el rótulo a su espalda. No hay una calle Oso Polar. En Leicester, Barry me guía hacia la estatua del cómico inglés más famoso de todos los tiempos. ¿Benny Hill tiene una estatua?, pienso. Pero no, poso junto al mostacho nazi de Chaplin y continuamos hacia Picadilly Circus. Foto con los carteles luminosos de marcas asiáticas y americanas y sin darnos cuenta estamos en Rupert Street. Entramos en el café-restaurante del mismo nombre y decidimos comer algo, aunque los ecos del atracón gallego resuenan todavía en nuestros intestinos. Comemos en silencio. Barry sigue tristón y a mí no se me ocurren coñas para animarle. ¡Casi se me olvida! Le doy el tradicional piquito y sonríe, la gente nos mira.
—Déjame pagar a mí —dice cuando nos traen la cuenta.
—De eso nada, pago yo del bote.
—¡Pero si no queda bote! Por favor, es lo menos que puedo hacer.
Acepto a regañadientes, por su cara sombría diría que está a punto de echarse a llorar. Nunca le había visto así, pero claro, es fácil mantener el tipo durante unas horas de sexo esporádico, pero no tanto durante todo un fin de semana de convivencia marital. Hay que hacer algo, no podemos desperdiciar así nuestras últimas horas de libertad. Pero, ¿qué puedo hacer? Paseamos hasta Old Compton Street. Los pubs descansan y algunas tiendas están abiertas. Andamos sin rumbo, como queriendo fijar todo lo vivido estos días volviendo a los escenarios donde transcurrió. Pero lo que conseguimos es justo lo contrario: cubrir con el barniz gris de este día el recuerdo de los ratos de diversión que aquí disfrutamos.
Entramos en un café y buscamos una mesa apartada en la amplia sala subterránea donde jovencitos solitarios leen y toman capuchinos. Me decido a pinchar el globo.
—¿Qué te pasa? ¿Puedo hacer algo para ayudarte?
—¿A qué te refieres?
—A que parece que te acaban de decir que te queda un mes de vida. ¿Es esto a lo que te referías con lo de estar grumpy?
—No exactamente... Perdona, ya sé que no estoy siendo el Barry que tú conocías, pero es que...
—No te disculpes, todos tenemos días rojos. Entiendo por qué estás así: esta aventura está llegando a su fin y ahora toca volver a la vida real...
—No, no lo entiendes —habla en serio, como nunca antes le había visto hablar—. Escucha, este fin de semana ha sido realmente importante para mí, mucho más de lo que tú puedas imaginar.
—...
—Tengo cuarenta y cuatro años y esta ha sido la primera vez en mi vida en que he podido ser yo mismo. Tú no puedes saber lo que es eso, no sabes la suerte que tienes, ¡no sabes cómo te envidio! —no me mira a la cara, juega con la espuma de su capuchino; me asusta haber abierto la caja de Pandora—. Perdona que me desahogue contigo, tú no tienes culpa de nada. Al contrario, nunca podré agradecerte lo que me has dado en estos tres días... nunca.
—Intenta verlo por el lado positivo —me atrevo a intervenir poco seguro.
—¿Qué lado positivo? —levanta los ojos húmedos— ¿Que he tirado mi vida a la basura y ya no hay vuelta atrás?
—No, que tú tienes algo que probablemente yo nunca tendré: dos hijos que te adoran y a los que quieres con locura. Sólo por eso ya vale la pena el sacrificio que has hecho.
Le tiembla toda la cara, aprieta la boca pero no puede reprimirse y rompe a llorar como un crío. No sé qué hacer. Le paso un brazo por los hombros, apoya su cara contra mi pecho y llora en silencio. ¿Qué ha pasado? Intento tranquilizarle, me abraza el abdomen y sigue empapando mi suéter de lágrimas y mocos. Me sube una congoja desde el estómago hasta la nuez de ver a un tiarrón como él en este estado. Sigo acariciándole con palabras tranquilizadoras y parece que se le va pasando. Le doy un kleenex y se suena la nariz estrepitosamente. Me río y sonríe por fin.
—Venga, ya está. Es bueno abrir las compuertas de vez en cuando, relaja mucho.
—Lo siento —se vuelve a sonar—. Perdona por el espectáculo...
—Bueno, unas cantan ópera y otros tocan la trompeta —bromeo, y funciona.
—Ya está —se incorpora en la silla con los ojos como tomates—. No me hagas caso, no quiero que esto estropee el recuerdo que nos llevamos de Londres. Lo borramos del disco duro, ¿vale?
—Antes de borrarlo, ¿quieres otro kleenex o los guardo?
—No —se ríe—, guárdalos.
—Vale, ya está, borrado.
Pero no está borrado del todo, a pesar de sus intentos por bromear de camino al hotel, que yo recojo y retuerzo para devolverle una nueva coña. Se ríe a carcajadas, casi demasiadas, como borracho de su propia comedia, y yo le sigo el juego porque lo necesita y porque cualquier cosa es mejor que la escena que acabamos de vivir. Como un niño agotado después de un berrinche, se duerme apoyado en mi hombro en el tren camino de Stansted. Miro su cabezota plateada, sus mofletes rosados, y pienso: ¿no me habré pasado de amante enrollado?; ¿no habré forzado demasiado su condición de padre de familia ejemplar?; ¿no le habré hecho traspasar la frontera?
En el avión continúa el buen humor. Compartimos los auriculares del iPod y rebusco en las listas algo que sirva para animarle.
—¡Venga ya! ¡Eso no es inglés!
—Pues él cree que sí.
Nos reímos a carcajadas con el
In the Guetto
descuartizado por El Príncipe Gitano. Sigo con el
Aquarius
de Raphael y remato con algunos clásicos de La Terremoto de Alcorcón:
Pretty Woman, Holiday...
Terminamos llorando, esta vez de risa, y nos la pela que la gente mire y piense, estoy seguro, que estamos borrachos como cubas.
Dublín nos recibe con oscuridad absoluta y lluvia torrencial. Lleva dos días así, nos dicen. Es uno de esos días en que parece que llueve de abajo hacia arriba, y a pesar del paraguas nos empapamos cruzando hasta el parquin. Salimos del aeropuerto y el tráfico es infernal. Se junta la lluvia, el regreso de los domingueros y las eternas obras del túnel que debe unir la carretera de Belfast con el puerto y que desde que vivo aquí no parece haber avanzado ni un metro. Durante la hora larga que nos cuesta llegar a la ciudad y atravesarla, Barry me da la razón en cuanto a que no es normal que en uno de los países más lluviosos de Europa se inunden calles, carreteras y sótanos en cuanto llueve dos días seguidos. Y si la primavera no ha sido muy húmeda, en verano hay restricciones de agua... Aquí tendría que haber venido Paquito Pantanos a inaugurar unos cuantos. Llegamos por fin a Rathmines y detiene el coche frente a la verja del jardín.
—Bueno, ahora sí que se ha acabado la aventura —alcanzo mochila y paraguas.
—Me temo que sí —sonríe con su cara de pillo, parece que la crisis ya ha pasado.
—Muchas gracias por este fin de semana. No creas, para mí también ha sido muy especial. ¡Yo también he tenido unos cuantos firsts!
—No, gracias a ti. Lo que he dicho antes... antes del show, lo mantengo. Eso no lo borres. Ha sido una experiencia inolvidable, puedes estar satisfecho de tu labor didáctica —vuelve a difuminarse su sonrisa.