Read El día que murió Chanquete Online
Authors: José L. Collado
—Bueno, pues ya estamos aquí. Empieza la aventura.
—London calling!
—¿Qué?
—No, nada... ¿no conoces a los Clash?
La explanada exterior de la Waterloo Station es nuestro primer contacto con la ciudad. Ladrillo rojo y cielo gris, no parece muy diferente a Dublín. Estamos a sólo seis paradas de metro de nuestro destino, Euston Square. Somos los únicos blancos en el vagón, sí que es diferente a Dublín. La habitación no está lista, así que dejamos el equipaje en la recepción, posponemos el polvo que ambos teníamos en mente y damos un paseo hasta el famoso Soho. Es mi primera vez en la ciudad, no la suya. Pero pronto descubro que sus anteriores visitas se han limitado al Londres familiar y laboral. Es tan novato como yo en los ambientes en los que nos queremos sumergir durante estos tres días de libertad y libertinaje.
Barry ha hecho los deberes y saca del bolsillo un manojo de folios impresos con planos y listas de locales. Internet vuelve a guiar nuestro destino. Yo llevo la guía gay de Time Out, pero pronto me doy cuenta de que está orientada a un público mucho más estándar: mucha discoteca de moda y mucho shopping, justo lo que nosotros no vamos a hacer. En fin, quince euros por un plano del metro. Barry se dirige con paso resuelto hacia un bar que ha localizado sobre el papel. King's Arms. Aquí todo tiene que ver con kings y queens, supongo que por nostalgia del imperio expoliador que una vez fueron. Es un tradicional pub inglés de los de moqueta mugrienta y paredes de madera, con grandes ventanales de vidriera emplomada decorados con escudos de armas y lemas nobiliarios. No hay música.
—¿Esto es un bar gay? —susurro ante las miradas de los cinco clientes que se reparten solos en mesas y taburetes.
—Según esto, se supone que es un bar de osos.
Sobre una repisa, montones de flyers y publicaciones gratuitas ilustradas con torsos masculinos le dan la razón. El barman, un gordo fofo con cara de lerdo, nos mira descaradamente mientras tira dos pintas de Miller. Según Barry, en Londres no hay Smithwicks, y ni siquiera hay Guinness en todos los sitios, porque los ingleses siguen considerando los productos irlandeses como de segunda. Los demás clientes beben sus pintas con desgana y nos espían de reojo.
—Me esperaba un poco más de diseño en los bares londinenses.
—Bueno, según dice aquí es uno de los más tradicionales, y creo que explotan esa estética. De todas formas acaban de abrir, supongo que de noche estará más animado, ¿no?
—Eso espero. Por cierto, ¿qué se siente estando por primera vez en un bar gay? Yo ya no me acuerdo.
—Me siento bien. Es excitante.
—Pues ahí va otro first —le doy un piquito en los labios—. ¿A que nunca te había besado un hombre en público?
—No.
—¿Y qué tal?
—Me ha encantado.
—Vale, a partir de ahora nos besaremos en todos los locales gays que pisemos.
Dejamos el King's Arms en busca de un sitio donde comer. Llegamos paseando a Chinatown y nos dejamos convencer por un restaurante pijo lleno de orientales bien vestidos. Es nuestra primera comida juntos y me sorprendo al comprobar que Barry, al contrario de lo que pueda parecer, no es un tragaldabas. Come casi menos que yo, ¿cómo hace para mantener ese cuerpo? Termino empachado y él, dice, también. Llega el momento de pagar. Nos clavan considerablemente incluso para los estándares irlandeses. Propongo hacer un fondo común para estos gastos y Barry accede divertido sacando un billete de 50 libras. Para él forma parte de la excentricidad del fin de semana, pero para mí es una cuestión de principios. Durante la preparación del viaje, una vez tuvimos clara la fecha y él confirmó que podía cogerse el viernes libre, nos repartimos las tareas: yo compré los billetes de avión y él se encargó de buscar hotel. Supongo que no era necesario, pero preferí dejar claro que compartiríamos los gastos del viaje a partes iguales. Era importante que se plantease como dos amigos que viajan juntos al mismo nivel y no como el señor maduro que se lleva de excursión a su chulo latino. Lo entendió y estuvo de acuerdo.
Decidimos interrumpir la exploración del Soho y sus aledaños y volver al hotel. Ninguno de los dos tenemos ganas de andar después del atracón y son sólo tres paradas desde Leicester Square. Es Barry quien firma en la recepción, supongo que su mujer no le revisa los extractos de la VISA. La habitación es pequeña pero está recién reformada en el estilo de moda: muebles bajos de wengé, aluminio y cristal al ácido. No es mi estilo, pero después de sufrir en mis carnes la afición de los irlandeses por los dorados y las tulipas con volantes esto me parece lo más. La enorme cama de matrimonio es la respuesta a la sonrisita picarona de la recepcionista. Bien hecho, Barry, no esperaba menos.
Soltamos las maletas y nos besamos con ganas. Barry tiembla. Siempre tiembla en el primer beso. Lo interrumpo para sacar de mi mochila unos altavocitos Sony plegables y conectarlos al iPod. La fría habitación cobra vida con la música. Ya podemos follar tranquilos, y lo hacemos a la luz del día por primera vez. Ambos estamos eufóricos y excitadísimos por el cambio de escenario. Como era previsible, Barry se ha traído un frasquito de poppers que usamos profusamente. Él más, porque aún sigue necesitando ayuda para relajar esfínteres. Es un polvo rápido pero muy intenso, casi desesperado y, como siempre, a pelo.
Desde aquella primera y dolorosa consumación, el condón quedó fuera de nuestros juegos kamasutrísticos. El angelote de mi conciencia me obligaba a instruir al aprendiz sobre la absoluta necesidad de protección, pero el diablillo del otro lado me impedía predicar con el ejemplo. Los dos disfrutábamos más sin barreras, y en nuestros polvos primitivos y salvajes yo nunca encontraba el momento para ponerme el globito. A las pocas semanas zanjamos el tema con la promesa de usar condón con cualquier otro amante, como un matrimonio liberado, pero lo cierto es que yo he roto el compromiso en un par de ocasiones y nada me asegura que él no haya hecho lo mismo o lo pueda hacer en el futuro. Una vez más, aparto la idea de mi cabeza y disfruto del cigarrito a medias de después. Barry se ríe entre dientes y yo le miro intrigado.
—La canción, parece escrita especialmente para la ocasión.
Es el
Personal Jesus
de Depeche Mode. Tengo que concentrarme en la letra porque después de toda una vida escuchando canciones sin comprenderlas todavía tengo que hacer el esfuerzo de querer entender. Para Barry es su lengua y, lógicamente, las palabras entran en su cerebro de forma natural, igual que las de El Fary en el mío.
Your own personal Jesus, someone to hear your prayers, someone who cares... reach out and touch faith.
—¡Es verdad!, nunca lo había pensado. Soy tu Jesús personal y estoy aquí para hacer realidad tus oraciones. ¡Tócame la fe!
Me siento sobre su pecho y le pongo la polla morcillona en la cara. Su vello me hace cosquillas en el culo. La acoge en su boca y en pocos segundos está otra vez en forma. Alcanza el frasquito de poppers de la mesilla: es la señal de que está listo para empezar de nuevo.
Me despierta el retumbar de un pedo acuoso en la taza del váter. Barry está expulsando a mis chiquitines, que se habrán vuelto locos buscando un óvulo al que fecundar y en vez de eso se han encontrado con montañas de... Enciendo un cigarro en silencio, es un momento de intimidad que hay que respetar. Son sólo las cinco de la tarde y fuera ya es de noche. Desde la cama veo la torre BT iluminada con los colores olímpicos. La imprevisible inteligencia artificial del iPod acaba de seleccionar la sintonía de David el Gnomo. Aún recuerdo el capítulo en que David se metía en la bañera (con el gorro puesto) y luego se secaba provocadoramente. Pura pornografía, es raro que el Vaticano no lo condenase. Cambio de lista, no creo que Barry pille la gracia de un daddy diminuto que es siete veces más fuerte que tú, muy veloz, y que siempre está de buen humor. Es muy clásico en cuanto a gustos musicales: música celta, folk irlandés y crooners americanos tipo Sinatra y Dean Martin. Es curioso que los dos estilos preferidos por los irlandeses, aparte de su propia música tradicional y según la generación a la que pertenezcan, sean el country americano (que debe mucho al folk irlandés), y el hip hop (con su versión ñoña, el R'N'B). Justo los dos estilos que nunca he podido soportar. Puedo aguantar el rollo new age celta, aunque me aburre, pero cuando veo a esas petardas borrachas bailando en línea con Garth Brooks de fondo no puedo evitar la náusea. Y en cuanto al rap, me parece bien para los negros del Bronx, pero ¿qué coño tiene que ver con la cultura europea? Otra vez los yanquis, que ahora nos quieren vender la moto de la rebeldía de los oprimidos y marginados, representados por una panda de horteras forrados (literalmente) de oro que conducen deportivos tuneados con rubias florero al lado. Y ya lo que me produce vergüenza ajena es el rap en español:
La policía es tu enemiga, la calle es tu territorio, soy de Parla y no me gusta mamarla...
¡Venga ya, hombre, que no cuela! En fin, me temo que el machismo hortera y barriobajero de estos raperines difícilmente llegará a ser compatible con la sensibilidad mayoritaria del público gay.
He preparado una playlist para el viaje porque, como decía, no creo que Barry pille la gracia de, por ejemplo,
Petazetas en el coño,
temazo electro-trash de Cristinita Percances. Es lo malo de liarte con un anglosajón, que buena parte del bagaje cultural acumulado durante toda una vida, y su jocosa recuperación en forma de revival trash, les es completamente ajena. Nunca han escuchado el
No cambié,
no silban la musiquilla de Verano Azul cuando se suben a una bicicleta, ni cantan
Feliz en tu día
en los cumpleaños. Claro, que a mí me pasa lo mismo con sus referentes. El equivalente irlandés al
Vivir así es morir de amor,
es decir, la canción que todos berrean en las inevitables melopeas de bodas, bautizos, comuniones y funerales, es el
Come on Eileen,
de Dexi's Midnight Runners. Y el fenómeno musical del momento es una versión que hace un cómico de televisión de un tema camp de los 70,
Is this the Way to Amarillo,
que todos cantan a voz en grito y a mí no me dice nada.
Total, que en esta lista especialmente elaborada para la ocasión he metido: una recopilación de los grandes temas de Henry Mancini; un par de volúmenes del Ultralounge; un grandes éxitos doble de Julie London con versiones de clásicos americanos como
Love for Sale, My Heart Belongs to Daddy
o
Fly Me to the Moon;
y el
String Quartet Tribute to
U2,
porque los dioses irlandeses son una apuesta segura y estas versiones de cuerda son tranquilitas. Una buena colección de música polvera, en definitiva, llamada a ser la banda sonora de nuestras veladas concupiscentes.
Oigo correr el agua de la ducha. Me levanto y le espío a través de la puerta entreabierta. Veo su imagen reflejada en el espejo y me empalmo. El agua oscurece el vello de sus lomos. Es la primera vez que le veo en la ducha. Se enjabona el culo poniendo una pierna en el borde de la bañera. Se mete el dedo y no sé si es por higiene o por vicio. Se da la vuelta con el pelo cubierto de espuma y los ojos cerrados. Admiro su contundente barriga, la concavidad complaciente de sus muslos y nalgas, el trapecio oscuro y almohadillado sobre su polla reposada pero pendulona. Barry es una de las escasas excepciones que confirman la regla: los gordos la tienen pequeña. Yo he conocido incluso pichas negativas, que en reposo se repliegan hasta esconderse por completo dentro del pubis carnoso en una suerte de segundo ombligo. No es el caso. Barry tiene un pollón importante, bastante largo y del grosor de un lomo embuchado. La verdad es que yo no soy nada fálico. Las pollas no son un factor físico que valore especialmente, y las pequeñitas tienen también su encanto: muchas sorprenden por lo operativas y juguetonas que pueden llegar a ser. Pero reconozco que un buen rabo tiene un morbo especial siempre que se sepa usar. La arcada asfixiante es un buen acicate al morbo del sexo más desenfrenado, sobre todo en un 69 llevado al límite. El estómago revuelto, como el sudor pegajoso y el temblor de piernas, son deliciosos testimonios de un buen polvo.
Protegido por el murmullo del agua, me acerco sigiloso a la bañera acristalada, entro en ella sin que se percate y me río para mis adentros.
—Se te ha caído la pastilla de jabón.
—¿Qué? —se gira sobresaltado— Si, seguro, pues ya la recogerán las de la limpieza, que te veo las intenciones.
Nos besamos y sobamos bajo el chorro, demasiado tibio para mi gusto. Le echo para ducharme tranquilo, pero mis instintos incontrolables me dejan en evidencia. Me observa mientras se seca y su bajovientre también se despereza. Se ajusta la toalla bajo la barriga y esa imagen me excita incluso más que la desnudez total. Antes de salir del baño brumoso se acerca, me la come unos segundos y se relame.
—Degenerado —digo yo.
—Gracias, he tenido un buen maestro —contesta divertido, y al salir se afloja la toalla y me enseña el culo.
Son casi las seis cuando dejamos el bochorno de la habitación para enfrentarnos al húmedo invierno inglés. Ha debido de llover mientras echábamos la siesta, las calles están mojadas y cubiertas de pequeños charcos. Yo voy forrado de pana, con gorro, bufanda y las manos en los bolsillos. Él lleva una cazadora ligera, manga corta debajo y, menos mal, se ha quitado la gorra y las deportivas. Los irlandeses no son humanos. Están genéticamente preparados para soportar el frío sin inmutarse, la misma selección natural que les permite beber veinte pintas y no caer en coma. O quizá es el alcohol lo que les quita el frío... Nunca lo entenderé.
La única niebla es la que sale de nuestras bocas. ¿Dónde está la famosa bruma londinense? Volvemos al Soho, esta vez en metro, y se ve mucho más animado a estas horas. Montones de bares, restaurantes, sex shops, peep shows, tiendas de ropa, de decoración... Barry lleva sus hojitas impresas y pronto localizamos el epicentro del ambiente en el que nos queremos mover: Old Compton Street. Tras recorrer la calle de arriba abajo observando a las diferentes tribus que pueblan sus bares, nos decidimos por el Almiral Duncan, tristemente famoso por la bomba que un radical homófobo hizo estallar aquí hace unos años. Una escultura-lámpara en medio del local recuerda a las tres víctimas. Es Barry quien pide las pintas, como siempre. Pego la oreja a la conversación de dos ingleses encorbatados y su acento de la
BBC
me da risa. Cuando uno aprende inglés en Dublín termina por adoptar el acento y los giros propios del lugar, asumiéndolos como el inglés estándar. Con lo cual, el inglés de Inglaterra (los galeses y escoceses van por otro lado), y especialmente el acento engolado y condescendiente de los aristócratas, te da risa. Y como, además, esa misma inmersión te impregna pronto del odio histórico hacia los tiránicos explotadores de la isla vecina, el acento inglés adquiere una connotación negativa que se incrusta sin darse uno cuenta en el estante de los prejuicios del aprendiz extranjero. Pero es más un odio hacia el país y sus gobernantes, especialmente esa monarquía ridicula y decadente, porque los ingleses que yo he conocido (la mayoría en el sentido bíblico de la palabra) son gente amable y agradecida.