Read El día que Nietzsche lloró Online
Authors: Irvin D. Yalom
Breuer miró la primera página, escrita con la pulcra caligrafía de Lou Salomé:
"Ay, melancolía..., ¿dónde habrá un océano donde uno pueda ahogarse de verdad?"
"He perdido lo poco que tenía: mi buen nombre, la confianza de unos cuantos, y perderé a mi amigo Rée. He perdido el año entero por culpa de las terribles torturas que se han apoderado de mi. ""Uno perdona a los amigos con mayor dificultad que a los enemigos."
Aunque había mucho más, Breuer interrumpió bruscamente la lectura. Por más fascinantes que fueran las palabras de Nietzsche, cada línea que leía era una traición a su amigo.
—Bien, doctor Breuer, ¿qué piensa de estas cartas?
—Dígame por qué cree que yo debería verlas.
—Bien, las recibí todas juntas. Paul las retuvo aunque no tenía derecho a hacerlo.
—Pero ¿por qué es urgente que yo las vea?
—¡Siga leyendo! ¡Fíjese en lo que dice Nietzsche! He pensado que un médico debía tener esta información. Menciona el suicidio. Además, muchas cartas son muy deshilachadas: quizá sus facultades racionales se estén deteriorando. Además, también soy humana y no puedo olvidarme con tanta facilidad de los amargos y dolorosos ataques que me dirige. Voy a ser sincera con usted: ¡necesito su ayuda!
—¿Qué clase de ayuda?
—Respeto su opinión: usted es un observador entrenado. ¿Cree usted que soy así? —Hojeó las cartas—. Escuche estas acusaciones: "Una mujer sin sensibilidad..., sin espíritu..., incapaz de amar..., nada fiable..., grosera en cuestiones de honor". O ésta: "Un depredador disfrazado de animal doméstico". O ésta: "Pensaba que eras la encarnación de la virtud y la honorabilidad, pero en realidad eres carne de horca".
Breuer cabeceo.
—No, desde luego, yo no creo que sea usted así. Sin embargo, dadas las escasas ocasiones, tan breves y formales, en que nos hemos visto, ¿qué valor puede tener mi opinión? ¿Es ésa la ayuda que espera de mí?
—Sé que mucho de lo que escribe Nietzsche es impulsivo y que lo hace para castigarme. Usted ha hablado con él. Y debe de haber hablado de mí, estoy segura. Necesito saber qué piensa, realmente, él de mí. Este es mi ruego. ¿Qué dice de mí? ¿Me odia de verdad? ¿Me considera un monstruo?
Breuer permaneció callado unos instantes, pensando en las implicaciones de las preguntas de Lou Salomé.
—Pero aquí estoy —prosiguió ella—, haciéndole más preguntas, cuando todavía no ha contestado a las anteriores ¿logró persuadirlo de que hablara con usted? ¿Lo sigue viendo? ¿Está haciendo algún progreso? ¿Se ha convertido ya en médico de la desesperación?
Hizo una pausa, mirando a Breuer a los ojos, en espera de una respuesta. Breuer percibió que aumentaba la presión por todos los frentes: el de ella, el de Nietzsche, el de Mathilde, el de los pacientes que esperaban, el de Frau Beckerr. Sintió ganas de gritar.
Respiró con fuerza y respondió.
—Gnädiges Fräulein, no sabe cuánto lamento decirle que la única respuesta que puedo darle es ninguna.
—¿Ninguna? —exclamó Salomé, sorprendida Doctor Breuer, no le entiendo.
—Considere mi posición. Si bien las preguntas que me hace son del todo razonables, no puedo contestar sin violar la intimidad de mi paciente.
—¿Eso significa, entonces, que es su paciente y que lo sigue viendo?
—Lo siento, pero ni siquiera puedo contestar a esa pregunta.
—Pero seguro que en mi caso es diferente —replicó indignada—. No soy una desconocida ni una recaudadora de impuestos.
—Los motivos de quien formula las preguntas carecen de importancia. Lo que tiene importancia es el derecho del paciente a proteger su intimidad.
—¡Pero éste no es un tipo normal y corriente de atención médica! ¡Todo el proyecto fue idea mía! La responsabilidad es mía por haber traído a Nietzsche con el fin de impedir que se suicidara. Sin duda merezco saber el resultado de mis esfuerzos.
—Si, como idear un experimento y querer saber el resultado.
—Exacto. No va a privarme de ello, ¿verdad?
—Pero ¿y si al decírselo pongo en peligro el experimento?
—¿Cómo podría ocurrir?
—Le ruego que confíe en mi criterio. Recuerde: usted acudió a mi porque me consideraba un experto. Por ello le pido que me trate como a un experto.
—Pero, doctor Breuer, no soy observadora desinteresada, un simple testigo en el lugar de los hechos, con curiosidad morbosa por la suerte de la víctima. Nietzsche era importante para mí y sigue siendo importante. Además, como le he dicho, creo que soy, en parte, responsable de su aflicción. —Su voz se volvió aguda—. Yo también estoy afligida. Tengo derecho a saber.
—Si, noto su aflicción. Pero como médico, mí preocupación primordial es mi paciente y me pongo de su lado. Quizá algún día, si sigue usted con sus planes y llega a ser médico, valore mi posición.
—¿Y mi aflicción? ¿No cuenta para nada?
—Me aflige su aflicción, pero no puedo hacer nada. Le sugiero que acuda a alguien para que la ayude.
—¿Me puede dar la dirección de Nietzsche? Sólo puedo ponerme en contacto con él a través de Overbeck, que a lo mejor no le da mis cartas.
La insistencia de Lou Salomé acabó irritando a Breuer. La posición que debía adoptar se volvió más clara.
—Está usted tocando cuestiones que tienen que ver con el deber del médico hacia sus pacientes. Me obliga a adoptar posturas sobre las que no he reflexionado. Pero ahora creo que en este momento no puedo decirle nada: ni dónde vive, ni siquiera si es mi paciente. Y, hablando de pacientes, Fräulein Salomé —dijo, poniéndose en pie—, debo ocuparme de los que están esperando.
Mientras Lou Salomé se levantaba, Breuer le devolvió las cartas que le había llevado.
—Tengo que devolvérselas. Le agradezco que las haya traído, pero si, como usted dice, su nombre es veneno para él, no hay forma de usarlas. Creo que he cometido un error al leerlas.
Salomé cogió las cartas a toda prisa, dio media vuelta y, sin pronunciar una sola palabra, salió hecha una furia del consultorio.
Breuer volvió a sentarse, secándose la frente. ¿Sería la última vez que vería a Lou Salomé? Lo dudaba. Frau Becker entró para preguntar si debía hacer pasar a Herr Pfefferman, a quien en aquel instante le acababa de dar un violento acceso de tos en la sala de espera. Breuer le rogó que aguardara unos minutos.
—Muy bien, doctor Breuer. Avíseme cuando quiera que le haga pasar. ¿Quiere que le prepare una taza de té?
Breuer negó con la cabeza. Cuando se quedó solo, cerró los ojos, con la esperanza de descansar un instante. Le asaltaron fantasías sobre Bertha.
Cuanto más pensaba en la visita de Salomé, más se irritaba. No con ella —hacia ella más bien abrigaba temor—, sino con Nietzsche. Mientras le reprendía por preocuparse por Bertha, por "comer en el dornajo de la lujuria" o "hurgar en el estercolero de la mente", Nietzsche había estado haciendo exactamente lo mismo con Lou Salomé.
No, no debería haber leído aquellas cartas. Pero no había reaccionado a tiempo. ¿Y qué podía hacer ahora con lo que había leído? ¡Nada! No había nada que pudiera compartir con Nietzsche: ni las cartas ni la visita de Lou Salomé.
Era extraño que Nietzsche y él compartieran la misma mentira, que se ocultaran mutuamente a Lou Salomé. ¿Afectaría esta ocultación a Nietzsche de la misma manera que a él? ¿Se sentiría perverso? ¿Culpable? ¿Habría algún modo de utilizar esa culpa en beneficio de Nietzsche?
"Despacio", se dijo Breuer el sábado por la mañana, mientras subía por la ancha escalera de mármol hacia la habitación número 13. "¡No hagas movimientos bruscos! Algo importante está ocurriendo. ¡Mira lo mucho que hemos avanzado en una semana!"
—Friedrich —dijo Breuer en cuanto hubo efectuado un breve examen médico—, anoche soñé con usted y fue un sueño muy extraño. Me encontraba en la cocina de un restaurante. Los sucios cocineros habían derramado aceite por el suelo. Yo. resbalaba y se me caía una navaja de afeitar que se colaba por una grieta del suelo. Entonces entraba usted, aunque no se parecía a usted. Iba vestido con uniforme de general, pero yo sabia que era usted. Quería ayudarme a recuperar la navaja. Yo le decía que no, que se hundiría más. Pero usted, de todos modos, lo intentaba y en efecto, como yo suponía, la navaja se hundía más. Ahora estaba en el fondo de la grieta y cada vez que trataba de sacarla, me cortaba en los dedos. —Se detuvo y miró expectante a Nietzsche . ¿Qué piensa del sueño?
—¿Qué piensa usted, Josef.
—Casi todo el sueño, como ocurre en todos los sueños, es una tontería, salvo la parte que se refiere a usted, que debe de significar algo.
—¿Aún puede ver el sueño en su mente? Breuer asintió.
—Siga mirando y desholline.
Breuer vaciló, desalentado, e intentó concentrarse.
—Veamos. Dejo caer algo, la navaja de afeitar, llega usted...
—Con uniforme de general.
—Sí, llega usted vestido de general e intenta ayudarme, pero no me ayuda.
—De hecho, empeoro las cosas: entierro más la navaja.
—Bien, todo eso encaja con lo que he estado diciendo. Las cosas están empeorando: mi obsesión por Bertha, la fantasía de la casa que se incendia, el insomnio. ¡Tenemos que hacer algo diferente!
—¿Y yo voy vestido de general?
—Bien, esa parte es fácil. El uniforme debe de tener que ver con su modo altivo de ser, su lenguaje poético, sus proclamas. —Alentado por la nueva información obtenida de Lou Salomé, Breuer prosiguió—. Simboliza su reticencia a hablarme de una manera más simple. Por ejemplo, considere mi problema con Bertha. Por mi trabajo con los pacientes, sé lo frecuente que es tener problemas con el sexo opuesto. Nadie está libre del dolor de amar. Goethe lo sabía y por eso Werther tiene tanta fuerza: su mal de amores atañe a la verdad de todos los hombres. Sin duda le habrá pasado a usted. —Al no obtener respuesta Breuer insistió—. Estoy dispuesto a apostar una elevada suma de dinero a que usted ha tenido una experiencia similar. ¿Por qué no la comparte conmigo para que podamos hablar sinceramente, como iguales?
—Y no como general y soldado, no como poderoso e impotente. Ah, lo siento, Josef. Convine en no hablar del poder, aun cuando las cuestiones de poder son tan obvias que resultan inevitables. En cuanto al amor, no niego lo que usted dice. No niego que todos nosotros (y yo me incluyo) hayamos experimentado su dolor. Usted, menciona El joven Werther—prosiguió Nietzsche—, pero permítame recordarle las palabras de Goethe: "Sé hombre y no me sigas. ¡Síguete a ti mismo!". ¿Sabe que añadió esa frase en la segunda edición del libro porque numerosos jóvenes habían seguido el ejemplo de Werther y se habían suicidado? No, Josef, lo importante aquí no es que yo le hable de mi camino, sino ayudarle a que usted encuentre su camino para salir de la desesperación. Bien, ¿qué hay de la navaja del sueño?
Breuer vaciló. Que Nietzsche hubiera admitido que también él había experimentado el dolor de amar era una revelación importante. ¿Debía ahondar en ello? No, por ahora era suficiente. Permitió que su atención volviera a centrarse en él.
—No sé por qué hay una navaja de afeitar en el sueño.
—Recuerde nuestras reglas, Josef. No intente razonar. Limítese a deshollinar. Diga todo lo que se le ocurra. No omita nada.
Nietzsche se echó atrás y cerró los ojos, en espera de que Breuer contestara.
—Navaja, navaja. Anoche vi a un amigo, un oftalmólogo llamado Carl Koller, que va totalmente afeitado. Esta mañana he pensado en afeitarme la barba, si bien eso es algo en lo que a menudo pienso.
—¡Siga deshollinando!
—Navaja. Muñecas. Tengo un paciente un joven que está desesperado porque es homosexual y que hace un par de días se cortó las muñecas con una navaja. Lo veré hoy. A propósito, se llama Josef. Aunque no pienso cortarme las venas, sí pienso, como le he dicho, en el suicidio. Pero de manera ociosa, no lo planeo. La posibilidad de terminar con mi vida está muy lejos de mi intención, probablemente más que la de incendiar mi casa o llevarme a Bertha a América. Sin embargo, pienso en el suicidio cada vez más.
—Todos los que pensamos con seriedad contemplamos la posibilidad del suicidio —apuntó Nietzsche—. Es un consuelo que nos ayuda a pasar la noche. —Abrió los ojos y se volvió hacia Breuer—. Dice usted que debemos hacer algo más para ayudarle. ¿Qué otra cosa debemos hacer?
—¡Atacar mi obsesión de manera directa! Me está matando. Consume toda mi vida. No vivo el presente. Estoy viviendo en el pasado o en un futuro que jamás existirá.
—Pero tarde o temprano su obsesión cederá, Josef. Es obvio que mi modelo sirve. Está clarísimo que detrás de su obsesión yacen sus temores primordiales en torno a la Existencia. También está claro que, cuanto más explícitamente hablamos de tales temores, más fuerte se torna su obsesión. ¿No se da cuenta de que su obsesión intenta desviar su atención de estas cuestiones profundas de la vida? Es la única forma que usted conoce de aliviar sus temores.
—Pero, Friedrich, no estamos en desacuerdo. Su punto de vista me convence y ahora creo que su modelo es eficaz. Pero atacar mi obsesión directamente no es invalidar el modelo. Una vez usted describió mi obsesión como si fuera hongos o cizaña. Estoy de acuerdo, y también estoy de acuerdo en que, de haber empezado a cultivar la mente de otro modo hace mucho tiempo, esa obsesión nunca habría arraigado en mí. Pero ahora que está aquí, hay que erradicarla, arrancarla de cuajo. El procedimiento que usted sigue es demasiado lento.
Nietzsche se movió impaciente en la silla. Era evidente que la crítica de Breuer le había incomodado.
—¿Tiene usted alguna sugerencia concreta para erradicarla?
—Soy prisionero de la obsesión: nunca me dejará ver cómo escapar. Por eso le pregunto sobre su experiencia del dolor y los métodos a que recurrió para escapar de ella.
—Pero eso es exactamente lo que yo intentaba hacer la semana pasada cuando le pedí que se mirara de lejos —replicó Nietzsche—. Una perspectiva cómica siempre atenúa la tragedia. Si subimos lo suficiente, llegaremos a una altura desde la que la tragedia dejará de ser trágica.
—Sí, sí, sí. —Breuer se sentía cada vez más molesto—. Eso, en términos intelectuales, ya lo sé. Aun así, Friedrich, hablar de "una altura desde la que la tragedia deje de ser trágica" no me hace sentir mejor. Perdóneme si le parezco impaciente, pero hay un gran abismo entre saber algo intelectualmente y saberlo emocionalmente. Muchas veces, de noche, cuando estoy en la cama y el temor a morirme me impide conciliar el sueño, me recito sin cesar la máxima de Lucrecio: "Donde yo estoy, la muerte no está; donde está la muerte, no estoy yo". Se trata de algo por completo racional y de una verdad irrefutable. Pero cuando estoy asustado de verdad, nunca funciona, jamás atenúa mis temores. Aquí es donde la filosofía resulta insuficiente. Enseñar filosofía y utilizarla en la vida son dos tareas muy diferentes.