El día que Nietzsche lloró (32 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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También esa primera semana aparecieron dos nuevas pacientes sin ninguna evidencia de patología orgánica y que padecían histeria: Breuer estaba seguro de ello. Una era una cuarentona que desde hacia dos años sufría ataques espasmódicos cada vez que se quedaba sola. La otra paciente, una joven de diecisiete años, sufría un desorden espasmódico en las piernas y sólo podía caminar con la ayuda de dos paraguas a guisa de bastones. A intervalos irregulares tenía momentos de conciencia en que pronunciaba frases extrañas como "¡Déjenme! ¡Váyanse! ¡No estoy aquí! ¡No soy yo!".

Breuer creía que ambas pacientes eran candidatas al remedio coloquial que había utilizado con Anna O. Pero por aquel tratamiento había tenido que pagar un elevado y gravoso precio, pues había afectado a su tiempo, a su reputación profesional, a su equilibrio mental y a su matrimonio. Si bien se juraba no volver a utilizarlo, le desmoralizaba recurrir al régimen terapéutico convencional e ineficaz: concienzudos masajes musculares y estímulos eléctricos, según los consejos, todavía no invalidados, que Wilhelm Erb prescribía en su difundido Manual de terapias eléctricas.

¡Si al menos pudiera remitir a aquellas dos pacientes a otro médico! ¿Pero a quién? Nadie quería ese tipo de casos. En diciembre de 1882, aparte de él, no había en Viena —ni en toda Europa— nadie que supiera tratar la histeria.

Pero Breuer estaba exhausto, no por las exigencias normales de su profesión, sino por el tormento psicológico que él mismo se había impuesto. Las sesiones cuarta, quinta y sexta con Nietzsche habían seguido el plan establecido en la tercera reunión: Nietzsche le presionaba para que afrontara las cuestiones existenciales de su vida, sobre todo las referidas a la carencia de propósito, a su conformismo y falta de libertad y a su temor al envejecimiento y a la muerte. "Si Nietzsche busca aumentar mi desasosiego", pensaba Breuer, "debe de estar satisfecho de los progresos".

Breuer se sentía verdaderamente mal. Se sentía todavía más distanciado de Mathilde. La angustia lo abrumaba. No podía librarse de la presión que sentía en el tórax. Era como si un torno gigantesco le oprimiera las costillas. Su respiración era agitada. Se obligaba sin cesar a respirar con fuerza, pero, por más que lo intentaba, no podía desprenderse de la tensión que lo constreñía. En los últimos tiempos, los cirujanos habían empezado a practicar la inserción de un tubo torácico con el fin de drenar el fluido pleural del paciente; a veces, Breuer se imaginaba insertándose tubos en el pecho y en las axilas para extraer su angustia. Tras varias noches de sueños espantosos y horas de insomnio, acababa tomándose una dosis de cloral mayor aún que la de Nietzsche. No sabía cuánto tiempo podría seguir así. ¿Valía la pena vivir de aquel modo? En varias ocasiones, pensó en tomar una sobredosis de veronal. Varios de sus pacientes habían soportado aquel sufrimiento durante años. Bien, ¡allá ellos! Ellos podían aferrarse a una vida de dolor, carente de significado. ¡Él, no!

Nietzsche, que se suponía que estaba allí para ayudarlo, le proporcionaba escaso consuelo. Cuando él describía su angustia, Nietzsche apenas si le concedía importancia como si de una bagatela se tratara.

—Claro que sufre: tal es el precio de la visión. Claro que tiene usted miedo: vivir significa estar en peligro. ¡Debe endurecerse! —le exhortaba—. Usted no es una vaca y yo no soy el apóstol de los rumiantes.

El lunes por la noche, una semana después del pacto Breuer sabia que el plan de Nietzsche había salido mal. Nietzsche había elaborado la teoría de que sus fantasías sobre Bertha eran una táctica mental de desviación, una especie de callejón trasero inventado por su mente para no hacer frente a los problemas, mucho más dolorosos, de la existencia, que exigían atención. "Haga frente a los problemas existenciales", insistía Nietzsche, "y la obsesión por Bertha desaparecerá".

¡Pero no era así! ¡Las fantasías relacionadas con Bertha minaban su resistencia con remozada ferocidad! Exigían más: más atención, más futuro. De nuevo Breuer se imaginaba a sí mismo cambiando de vida, buscando un modo de escapar de su prisión —la prisión conyugal, cultural y profesional— y huyendo de Viena con Bertha en sus brazos.

Una fantasía específica cobró fuerza: una noche, al regresar a casa, se encontraba en la calle con un grupo de vecinos y bomberos. ¡Su casa se incendiaba! El se cubría la cabeza con la chaqueta y, rechazando múltiples brazos que pugnaban por detenerlo, subía hasta su casa para salvar a su familia. Pero las llamas y el humo imposibilitaban el rescate. Perdía el conocimiento y era rescatado por los bomberos, que le decían que toda su familia había muerto en medio de las llamas: Mathilde, Robert, Bertha, Margarethe y Johannes. Todo el mundo elogiaba su valiente actitud; todo el mundo estaba apenado por la trágica pérdida. Él sufría profundamente, su dolor era inexpresable. ¡Pero era libre! Libre para estar con Bertha, libre para huir con ella, a Italia, a las Américas. Libre para volver a empezar.

Ahora bien, ¿daría resultado? ¿No era ella demasiado joven para él? ¿Coincidían, de veras, sus intereses? ¿Perduraría el amor? No bien surgían tales preguntas, la imagen volvía a aparecer: de nuevo se veía a si mismo en la calle, observando cómo las llamas consumían su casa.

La fantasía se defendía de las interrupciones: una vez que empezaba, tenía que terminar. A veces, incluso en el breve intervalo que mediaba entre un paciente y otro, Breuer se encontraba delante de la casa en llamas. Si en ese momento Frau Becker entraba en su despacho, él fingía hacer una anotación en la ficha de un paciente y con un ademán le indicaba que lo dejara solo unos instantes.

Cuando estaba en casa, no podía mirar a Mathilde sin sufrir exacerbados sentimientos de culpa por haberla situado en la casa en llamas. De modo que la miraba menos, pasaba más tiempo en el laboratorio haciendo experimentos con sus palomas y más tardes en el café; jugaba a las cartas con sus amigos dos veces por semana, aceptaba a más pacientes y regresaba a su casa muy, muy cansado.

¿Y el proyecto Nietzsche? Ya no luchaba activamente por ayudar a Nietzsche. Se había refugiado en una nueva idea: quizás ayudara mejor a Nietzsche dejando que Nietzsche lo ayudara a él. A Nietzsche parecía irle muy bien. No abusaba de los medicamentos, dormía profundamente con sólo medio gramo de cloral, su apetito era bueno, no tenía dolores gástricos y no había vuelto a tener migraña. Breuer reconocía ya su propia desesperación y su necesidad de ayuda. Había dejado de engañarse a sí mismo; de simular que hablaba con Nietzsche por el bien de Nietzsche; de fingir que las sesiones de medicina coloquial habían sido una estratagema, un ardid inteligente para inducirlo a hablar de su desesperación. Breuer se maravillaba de la seducción del tratamiento. Lo atraía: fingir que se estaba en tratamiento significaba estar en tratamiento. Era estimulante desahogarse, compartir sus peores secretos, acaparar toda la atención de alguien que, por lo general, le entendía, le aceptaba e incluso parecía perdonarle. Si bien algunas sesiones hacían que se sintiera peor, Breuer, de forma inexplicable, aguardaba deseoso la siguiente. Su confianza en la habilidad y en la sabiduría de Nietzsche aumentó. Su mente ya no albergaba dudas sobre que Nietzsche tuviera la facultad de curarlo. ¡Ojalá encontrase él el camino que conducía a ese poder!

¿Y Nietzsche como persona? "¿Sigue siendo nuestra relación", se preguntaba Breuer, "únicamente profesional? Lo cierto es que me conoce mejor (o, al menos, sabe más de mí) que nadie en el mundo. ¿Me cae bien? ¿Y yo a él? ¿Somos amigos?". Breuer no estaba seguro con respecto a ninguna de aquellas preguntas, y tampoco sabía si de veras le interesaba una persona tan distante como Nietzsche. "¿Podré ser leal? ¿O también yo lo traicionaré algún día?"

Entonces sucedió algo inesperado. Una mañana, después de la reunión con Nietzsche, Breuer llegó a su consultorio y Frau Becker, tras saludarle como de costumbre, le entregó una lista de doce pacientes en la que había señalado en rojo cuáles se encontraban ya en la consulta. Asimismo, le entregó un sobre azul en el que reconoció la letra de Lou Salomé. Al abrirlo, Breuer extrajo una tarjeta de bordes dorados:

11 de diciembre de 1882

Estimado doctor Breuer:

Espero verlo esta tarde.

Lou.

¡Lou! A ella no le importaba utilizar su nombre de pila, pensó Breuer, y entonces se percató de que Frau Becker le estaba hablando.

—La Fräulein rusa ha estado aquí hace una hora y ha preguntado por usted —explicó Frau Becker. Tenía el entrecejo fruncido, algo inusual en ella—. Me he tomado la libertad de decirle que usted tenía una mañana muy atareada, a lo que ella ha respondido diciendo que volvería a las cinco, pero yo le he explicado que por la tarde también estaría muy ocupado. Entonces me ha pedido la dirección del profesor Nietzsche en Viena, pero yo le he contestado que tendría que hablar con usted para conseguirla. ¿He hecho bien?

—Por supuesto, Frau Becker, como de costumbre. Pero parece usted preocupada.

Breuer sabia que Frau Becker no sólo tenía ojeriza a Lou Salomé desde su primera visita, sino que la culpaba de todo aquel fastidioso asunto de Nietzsche. La visita diaria a la clínica Lauzon causaba tanto desorden en el horario del consultorio que ahora Breuer apenas si tenía tiempo para prestar atención a la enfermera.

—Para serle sincera, doctor Breuer, me ha molestado que entrara en la consulta, atestada de pacientes, convencida de que usted, sin cita previa, la estaría esperando y la recibiría antes que a nadie. Y por si esto fuera poco, va y me pide la dirección del profesor. Eso no está bien: es actuar a sus espaldas y también a espaldas del profesor.

—Por eso creo que ha hecho usted bien —dijo Breuer en tono consolador—. Ha sido discreta, le ha dicho que me pidiera la dirección a mí y ha protegido la intimidad de nuestro paciente. Nadie podría haberlo hecho mejor. Ahora, haga pasar a Herr Wittner.

Alrededor de las cinco y cuarto, Frau Becker anunció la llegada de Fräulein Salomé y al mismo tiempo le recordó que aún había cinco pacientes esperando.

—¿A quién hago entrar a continuación? Frau Mayer hace casi dos horas que espera.

Breuer se sintió presionado. Sabía que Lou Salomé quería entrar enseguida.

—Haga pasar a Frau Mayer. Luego veré a Fräulein Salomé.

Veinte minutos después, cuando Breuer todavía estaba escribiendo observaciones sobre Frau Mayer, Frau Becker hizo pasar a Lou Salomé. Breuer se puso en pie de un salto y besó la mano que le tendió la recién llegada. Desde su último encuentro, la imagen de la rusa se había desvanecido. Ahora, una vez más, quedó impresionado por su belleza. De repente, el consultorio se llenó de luz.

—¡Ah, gnädiges Fräulein, es un placer! ¡Ya me había olvidado!

—¿Ya me había olvidado, doctor?

—No, no la había olvidado a usted, sino el placer de verla.

—Pues míreme con más atención esta vez. Le ofrezco este perfil —dijo Lou Salomé, volviendo la cabeza, con ademán coqueto, primero a la derecha, luego a la izquierda—, y ahora el otro. Me han dicho que éste es mi mejor perfil. ¿Qué opina usted? Pero ahora dígame, ¿ha leído mi nota? Y dígame la verdad, ¿no se ha sentido ofendido por ella?

—¿Ofendido? No, claro que no, aunque si mortificado por tener tan poco tiempo que ofrecerle; quizá sólo un cuarto de hora. —Le señaló un sillón y, mientras ella se acomodaba (con gracia, poco a poco, como si tuviera a su disposición todo el tiempo del mundo), Breuer ocupó el sillón contiguo—. Ya ha visto que la sala de espera está llena. Por desgracia, hoy no tengo un momento libre. —Lou Salomé parecía impertérrita. Si bien asintió con actitud comprensiva, siguió dando la impresión de que la sala de espera de Breuer era algo que no tenía nada que ver con ella—. Todavía —añadió él— debo visitar a varios pacientes a domicilio y esta noche tengo que asistir a una reunión de la sociedad médica.

—Ah, el precio del éxito, estimado profesor. Breuer no quería concluir ahí el asunto.

—Dígame, mi querida Fräulein, ¿por qué vive de manera tan peligrosa? ¿Por qué no me avisa con antelación para concederle más tiempo? Hay días que no tengo ni un momento; y hay otros que tengo que ausentarme de la ciudad a causa de una consulta. Su viaje a Viena podría haber resultado inútil. ¿Para qué correr ese riesgo?

—La gente siempre me ha advertido de tales riesgos. Y sin embargo, hasta la fecha, nadie me ha defraudado todavía. Ni una sola vez. Por ejemplo, fíjese en este momento. Aquí estoy, hablando con usted. Y puede que me quede en Viena unos días y volvamos a vernos mañana. Así que dígame, doctor, ¿por qué debo cambiar un comportamiento que funciona tan bien? Además, soy demasiado impetuosa. No suelo avisar de antemano por escrito porque no hago planes con antelación. Tomo decisiones y las llevo a cabo en el acto. Pero, en fin, querido doctor Breuer —prosiguió Lou con serenidad—, no era a esto a lo que me refería cuando le he preguntado si le había ofendido mi nota. Pensaba que podía haberle ofendido mi informalidad, ya que he firmado con el nombre de pila. Casi todos los vieneses se sienten amenazados o desnudos sin sus títulos formales, pero yo detesto las distancias innecesarias. Me gustaría que me llamara Lou.

"Dios mío, qué mujer tan formidable y provocativa", pensó Breuer. A pesar de su incomodidad, no supo cómo protestar sin aliarse con los estirados vieneses. De pronto, pudo apreciar la embarazosa situación en que había puesto a Nietzsche unos días antes. De todos modos, él y Nietzsche eran coetáneos, mientras que Lou tenía la mitad de su edad.

—Por supuesto, lo haré encantado. Nunca aprobaré las barreras entre nosotros.

—Bien, entonces llámeme Lou. Ahora, en cuanto a los pacientes que están esperando, permítame asegurarle que siento un gran respeto por su profesión. De hecho, mi amigo Paul Rée y yo con frecuencia hacemos planes para ingresar en la facultad de medicina. Así pues, dado que valoro su deber para con sus enfermos, iré al grano. Sin duda habrá adivinado que vengo con una información importante y preguntas sobre nuestro paciente. Es decir, si sigue viéndolo. Me entere a través del profesor Overbeck de que Nietzsche había salido de Basilea para visitarlo a usted, pero no sé nada más.

—Si, nos hemos visto. Pero dígame, Fräulein, ¿qué información trae?

—Cartas de Nietzsche, tan salvajes, tan enfurecidas y confusas que hay momentos en que parece haber perdido el juicio. Aquí están. —Le entregó unos papeles—. Mientras esperaba, le he copiado unos fragmentos.

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