El dios de las pequeñas cosas (15 page)

Read El dios de las pequeñas cosas Online

Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
9.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Todo ha ido bien? Todo ha ido bien
. Devolvió el peine al bolso de su madre. Ammu sintió un súbito arrebato de amor por su pequeño hijo, tan reservado y digno con sus zapatos beige puntiagudos, que había llevado a cabo su primera tarea de adulto. Le pasó amorosa los dedos por el pelo. Le deshizo el tupé.

El Hombre de la Linterna de acero marca Eveready dijo que la película ya había empezado, que se dieran prisa. Tuvieron que subir corriendo los rojos escalones cubiertos con la vieja alfombra roja. La roja escalera con rojas manchas de escupitajos de betel en el rojo rincón. El Hombre de la Linterna se levantó el
mundu
y lo sostuvo bajo los testículos con la mano izquierda. Mientras subía, los músculos de las pantorrillas se le ponían tensos como peludas balas de cañón bajo la piel ascendente. Sostenía la linterna con la mano derecha y se daba prisa mentalmente.

—Hace rato que ha empezado —dijo.

O sea que se habían perdido el comienzo. Se habían perdido la subida del cortinón de terciopelo ondulado con bombillas en los racimos de borlas amarillas. Habría ido subiendo despacio mientras sonaba
Baby Elephant Walk
, de
Hatari
, o
La marcha del coronel Bogey
.

Ammu llevaba a Estha de la mano. Bebé Kochamma, que subía pesadamente los escalones, llevaba de la mano a Rahel. Bebé Kochamma, inclinada por el peso de sus melones, no quería admitir, ni siquiera para sí, que estaba ansiosa por ver la película. Prefería sentir que lo hacía solamente por el bien de los niños. Llevaba en la cabeza una cuenta detallada de Cosas Que Había Hecho Por La Gente y Cosas Que La Gente No Había Hecho Por Ella.

Lo que más le gustaba eran las escenas de monjas que había al principio, y esperaba no habérselas perdido. Ammu les había explicado a Estha y a Rahel que lo que más le gusta a la gente suele ser aquello con lo que más se
Identifica
. Rahel suponía que ella se Identificaba con Christopher Plummer, que hacía el papel de capitán Von Trapp. Chacko no se Identificaba en absoluto con él, y lo llamaba el gomoso del capitán Von Trapp.

Rahel parecía un mosquito bailando en un hilo. Volaba ingrávida. Dos escalones arriba. Dos escalones abajo. Y uno arriba. Por cada escalón rojo que subía Bebé Kochamma, Rahel subía cinco.

Popeye el marino soy,

(pim-pim)

a bordo de un barco voy,

(pim-pim)

la puerta abro

y al mar me caigo,

Popeye el marino soy

(pim-pim)

Dos para arriba. Dos para abajo. Uno para arriba. Un salto, otro salto.

—Rahel —dijo Ammu—, todavía no has aprendido la lección, ¿verdad?

Pero Rahel la había aprendido:
La Excitación Siempre Acaba en Llanto
. (Pim-pim.)

Llegaron al vestíbulo del anfiteatro. Pasaron por delante del mostrador de los refrescos, donde las naranjadas esperaban. Y las limonadas esperaban. Las naranjadas, de un naranja demasiado intenso. Las limonadas, de un amarillo limón demasiado intenso. Las chocolatinas, demasiado reblandecidas.

El Hombre de la Linterna abrió la pesada puerta del anfiteatro, que daba a una oscuridad donde zumbaban los ventiladores y crujían los cacahuetes. Olía a respiración humana y a aceite para el pelo. Y a alfombras viejas. Un olor mágico, a
Sonrisas y lágrimas
, que Rahel recordaba y atesoraba. Los olores, como la música, tienen el poder de evocar recuerdos. Inspiró profundamente y almacenó aquel olor para la posteridad.

Estha tenía las entradas.
Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy
. (Pim-pim.)

El Hombre de la Linterna iluminó con su luz las entradas. Fila J, asientos 17, 18, 19 y 20. Estha, Ammu, Rahel, Bebé Kochamma. Pasaron comprimiéndose por delante de gentes que, irritadas, movieron las piernas para acá y para allá a fin de hacerles sitio. Los asientos eran de esos que se levantan automáticamente. Bebé Kochamma sostuvo el de Rahel mientras se acomodaba. Como pesaba poco, el asiento se levantó y quedó encajada como si fuera el relleno de un bocadillo, de modo que miraba la pantalla entre las rodillas. Dos rodillas y una fuente. Estha, con más dignidad, se sentó al borde de su asiento.

Las sombras de los ventiladores se proyectaban a los lados de la pantalla en la zona que no ocupaba la película.

Se acabó la linterna. Que comience el Éxito Cinematográfico Mundial.

La cámara enfocó hacia arriba, al cielo austriaco azul cielo (del color del coche) inundado por el sonido claro y triste de las campanas de la iglesia.

Mucho más abajo, en el suelo del patio de la abadía, los adoquines brillaban. Unas monjas cruzaban el patio. Como lentos cigarros. Silenciosas monjas agrupadas en silencio alrededor de la Reverenda Madre, que nunca leía las cartas que escribían. Se apiñaban como hormigas alrededor de las migajas caídas de una tostada. Como cigarros alrededor de la Reina de los Cigarros. Sin pelos en las rodillas. Sin melones bajo las blusas. Y con aliento a menta. Tenían quejas que exponer a la reverenda madre. Quejas cantadas dulcemente sobre Julie Andrews, que seguía allá arriba, en las colinas, cantando
Las colinas cobran Vida al Son de la Música
y que volvería a llegar tarde a misa.

A un árbol trepa y se araña la rodilla

se chivaban cantarinamente las monjas.

El hábito se ha rasgado,

de camino a misa un vals ha bailado,

y en la escalera ha silbado.

Parte del público empezó a volverse.

—¡Chist! —decían. ¡Chist, chist, chist!

Y debajo de su toca

lleva el pelo rizado.

Había una voz que no salía de la película. Una voz que se oía con toda claridad y cortaba la oscuridad en que zumbaban los ventiladores y crujían los cacahuetes. Había una monja entre el público. Las cabezas giraron como tapones de botella. Las nucas con pelo negro se convirtieron en rostros con bocas y bigotes. Bocas silbantes con dientes como los de los tiburones. Muchas. Como sellos de correos en una tarjeta postal.

—¡Chist! —dijeron todas a la vez.

Era Estha el que cantaba. Una monja con tupé. Una monja a lo Elvis Pelvis. No podía evitarlo.

—¡Que se vaya! —dijeron las bocas cuando dieron con él.

Que se calle o que se vaya. Que se vaya o que se calle.

El público era un hombre hecho y derecho. Estha, un hombrecito con las entradas en la mano.

—¡Estha, por el amor de Dios,
cállate
! —susurró Ammu, furiosa.

Así que Estha se
calló
. Las bocas y los bigotes giraron y desaparecieron. Pero, luego, sin previo aviso, volvió la canción, y Estha no pudo evitar cantarla.

—Ammu, ¿puedo salir y cantarla fuera? —dijo Estha (antes de que su madre le diera una bofetada)—. Volveré cuando haya terminado la canción.

—Pero no esperes que vuelva a llevarte al cine —dijo Ammu—. Nos estás
avergonzando
.

Pero Estha no podía evitarlo. Se levantó para salir. Por delante de Ammu, enfadada. Por delante de Rahel, concentrada entre sus rodillas. Por delante de Bebé Kochamma. Por delante del público, que tuvo que mover las piernas de nuevo. Para acá y para allá. La señal roja que había sobre la puerta decía
SALIDA
con una luz roja. Estha
SALIÓ
.

En el vestíbulo, las naranjadas esperaban. Las limonadas esperaban. Las chocolatinas reblandecidas esperaban. Los sofás azul eléctrico de gomaespuma y cuero esperaban. Los carteles de
PRÓXIMAMENTE EN PANTALLA
esperaban.

Estha el Solitario se sentó en el sofá azul eléctrico de gomaespuma y cuero, en el vestíbulo del anfiteatro del Cine Abhilash, y se puso a cantar. Con una voz de monja tan clara como el agua clara.

¿Cómo hacer que se detenga

y lograr que a los consejos se atenga?

El hombre que estaba durmiendo sobre una fila de taburetes tras el Mostrador de los Refrescos, a la espera del intermedio, se despertó. Miró con ojos legañosos a Estha el Solitario, con sus zapatos beige puntiagudos y su tupé deshecho. Se puso a limpiar el mostrador de mármol con un trapo de color mugre. Y esperó. Y mientras esperaba, limpiaba. Y mientras limpiaba, esperaba. Y miraba a Estha, que cantaba:

¿Cómo detener una ola sobre la arena?

¿Cómo resolver un problema como Mariiía?

—¡Eh!
Eda cherukka!
—dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, con voz ronca y espesa por el sueño—-. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?

¿Cómo coger
un rayo de luna
con la mano?

cantaba Estha en inglés.

—¡Eh! —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. Oye, es mi Hora de Descanso. Dentro de un momento me tocaba despertarme y trabajar. Así que no deberías estar aquí cantando canciones en inglés. ¡Cállate!

El reloj de oro que llevaba en la muñeca estaba casi oculto por los pelos rizados de su antebrazo. La cadena de oro que le colgaba del cuello estaba casi oculta por los pelos de su pecho. Llevaba la camisa blanca de terylene desabrochada hasta el punto en que empezaba la protuberancia de su vientre. Tenía el aspecto de un oso enjoyado y con malas pulgas. Tras él había espejos para que la gente se mirara mientras compraba bebidas y refrescos fríos. Para recolocarse los tupés y arreglarse los moños.

Los espejos miraban a Estha.

—Podría presentar una Queja Por Escrito contra ti —le dijo el Hombre a Estha—. ¿Te gustaría que lo hiciera? ¿Que presentara una Queja Por Escrito?

Estha dejó de cantar y se puso de pie para volver a su sitio.

—Ahora que ya estoy levantado —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—, ahora que ya me has despertado en mi Hora de Descanso, ahora que ya me has
fastidiado
, por lo menos, ven a beberte algo. Es lo menos que puedes hacer.

Tenía el rostro fofo e iba sin afeitar. Sus dientes como teclas de piano amarillentas, miraban al pequeño Elvis la Pelvis.

—No, gracias —dijo Elvis educadamente—, mi familia me espera. Y se me ha acabado el dinero de la paga.


¿El dinero de la paga?
—dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con aquellos dientes que lo seguían mirando—. ¡Primero canciones en inglés y ahora
me sales con el dinero de la paga!
¿Tú dónde vives? ¿En la Luna?

Estha giró sobre sus talones para marcharse.

—¡Espera un momento! —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada con brusquedad—. Sólo un momento —repitió más amable—. Creo haberte hecho una pregunta.

Sus dientes amarillos eran como imanes. Miraban, sonreían, cantaban, olían, se movían. Hipnotizaban.

—Te he preguntado dónde vives —dijo tejiendo su sucia telaraña.

—En Ayemenem —dijo Estha—. Vivo en Ayemenem. Mi abuela es la dueña de Conservas y Encurtidos Paraíso. Es socia comanditaria.

—¿Ah, sí? —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. ¿Y también se acuesta en comandita? —Se rió con una risa pícara que Estha no pudo entender—. Bueno, da igual. Aún no lo entiendes. Ven y bebe algo. Toma un refresco gratis. Ven, ven aquí y cuéntame todo eso de tu abuela.

Estha se acercó. Atraído por los dientes amarillos.

—Ven aquí. Detrás del mostrador —le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Tiene que ser un secreto, porque no me está permitido servir bebidas antes del intermedio. Es una norma de la dirección. —Y, tras una pausa, añadió—: Una norma muy discutible.

Estha fue detrás del mostrador para que le diera el refresco gratis. Vio los tres taburetes altos que el Hombre de la Naranjada y la Limonada había colocado en fila para dormir. La madera estaba brillante de tanto uso.

—Ahora ten la amabilidad de cogerme esto —le dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada, y le puso en la mano su pene, que acababa de sacarse de debajo del
dhoti
[8]
de muselina blanca—. Te voy a dar el refresco. ¿De naranja o de limón?

Estha se lo sostuvo porque no podía hacer otra cosa.

—¿Naranja? ¿Limón? —dijo el Hombre—. ¿O naranja y limón?

—Limón, por favor —contestó Estha, muy educado.

Le alcanzó una fría botella y una pajita. Así que Estha cogía con una mano una botella y con la otra, un pene. Duro, caliente, venoso. No era un rayo de luna.

La mano del Hombre de la Naranjada y la Limonada se cerró sobre la de Estha. Tenía la uña del dedo gordo larga como la de una mujer. Movió la mano de Estha para arriba y para abajo. Al principio, despacio. Después, más deprisa.

El refresco de limón estaba frío y dulce. El pene, caliente y duro.

Las teclas de piano observaban.

—Así que tu abuela dirige una fábrica —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. ¿Y qué fabrica?

—Muchas cosas —dijo Estha sin mirarlo, con la pajita en la boca—. Zumos, conservas, encurtidos, mermeladas, curry en polvo, pina en rodajas.

—Muy bien —dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada—. Estupendo.

Su mano apretó con más fuerza la de Estha. Una mano fuerte y sudorosa. Y la movió más deprisa aún.

Rápido, rápido, rápido,

corren las ruedas del ferrocarril.

Erre con erre, cigarro,

erre con erre, carril

A través de la pajita de papel reblandecida (y casi aplastada por la saliva y el miedo) subía la dulzura líquida del limón. Al soplar por la pajita (mientras le movían la otra mano), Estha hacía pompas dentro de la botella. Pompas dulces de limón de una bebida que no podía beberse. Mentalmente, se puso a hacer una lista de los productos de su abuela:

ENCURTIDOS

ZUMOS

MERMELADAS

Mango

Naranja

Plátano

Pimientos verdes

Uva

Frutas variadas

Calabaza amarga

Piña

Pomelo

Ajo

Mango

Lima salada

Y entonces aquel rostro fofo y barbudo se contrajo en una mueca y Estha sintió la mano húmeda, caliente y pegajosa. Llena de clara de huevo. Clara de huevo blanca. Poco cocida.

Other books

Backyard by Norman Draper
Blind Spot by Terri Persons
The Black Opera by Mary Gentle
Rebellion Ebook Full by B. V. Larson
Dreaming in Dairyland by Kirsten Osbourne
No Perfect Secret by Weger, Jackie
Theodora Twist by Melissa Senate
Palace of the Peacock by Wilson Harris
The Secret Doctor by Joanna Neil