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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (14 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Bebé Kochamma levantó la mirada del televisor.

—Ahí viene —le anunció a Rahel sin molestarse en bajar la voz—. Mira. No dirá nada. Irá
directamente
a su habitación. Ya verás.

El cachorro, aprovechando la oportunidad, intentó organizar una entrada conjunta. Pero Kochu Maria dio unas fuertes palmadas en el suelo con las manos y dijo: «En, eh,
poda pattil»
.

Así que el cachorro, prudentemente, desistió. Parecía estar acostumbrado.

—¡Mira, mira! —dijo Bebé Kochamma. Se la veía entusiasmada—. Ahora irá
directamente
a su habitación y se lavará la ropa. Es de un limpio exagerado… y no dirá ni
una sola palabra
.

Tenía el aire de un guardabosques señalando a un animal en medio de la hierba. Estaba orgullosa de su perspicacia para predecir sus movimientos. De lo bien que conocía sus gustos y costumbres.

El cabello mojado de Estha estaba agrupado en mechones que parecían los pétalos invertidos de una flor. Entre ellos brillaban hileras de blanco cuero cabelludo. Por la cara y el cuello le caían riachuelos de agua. Se dirigió a su habitación.

Un halo de satisfacción apareció alrededor de la cabeza de Bebé Kochamma.

—¿Lo ves? —dijo.

Kochu Maria aprovechó la oportunidad para cambiar de canal y ver un poco de
Prime Bodies
.

Rahel siguió a Estha a su habitación. La habitación de Ammu. En otra época.

La habitación guardaba sus secretos. No revelaba nada. No había desorden de sábanas revueltas, ni descuido de zapatos quitados de cualquier manera y dejados en medio, ni una toalla húmeda colgada en el respaldo de una silla. Ni un libro a medio leer. Era como la habitación de un hospital inmediatamente después de haber salido de ella la enfermera. El suelo, limpio. Las paredes, blancas. El armario, cerrado. Los zapatos, ordenados. La papelera, vacía.

La obsesiva limpieza de la habitación era la única señal positiva de voluntad por parte de Estha. La única leve insinuación de que, quizá, tuviese un Proyecto Vital. Una especie de susurro que revelaba que no estaba dispuesto a subsistir de las sobras que le ofrecieran otros. En la pared, junto a la ventana, había una plancha sobre una tabla de planchar. Una pila de ropa arrugada esperaba, doblada, a que la planchasen.

El silencio flotaba en el aire como una pérdida secreta.

Los terribles fantasmas de juguetes imposibles de olvidar se agrupaban en las aspas del ventilador del techo. Una catapulta. Un koala de propaganda de Qantas, las líneas aéreas australianas (regalo de la señorita Mitten) con ojos de cristal con agujeros, como los botones, que colgaban de sus hilos. Un pato hinchable (que había estallado, quemado por el cigarrillo de un policía). Dos bolígrafos con calles silenciosas y autobuses rojos típicamente londinenses que flotaban, calle arriba y calle abajo, en su interior.

Estha abrió el grifo y el agua tamborileó en un barreño de plástico. Se desvistió en aquel cuarto de baño reluciente. Se despojó de sus tejanos empapados. Rígidos. Azul oscuro. Difíciles de quitar. Cruzando los brazos suaves, delgados y musculosos por delante del cuerpo, se quitó la camiseta de color fresa aplastada por la cabeza. No oyó a su hermana, que estaba en la puerta.

Rahel observó cómo se le metía para adentro el estómago y cómo se le elevaba la caja torácica mientras la camiseta mojada se iba despegando de la piel, húmeda y de color miel. El rostro, el cuello y un triángulo en forma de uve debajo de la garganta estaban más oscuros que el resto de su cuerpo. También los brazos tenían dos colores. Eran más pálidos en la parte que cubrían las mangas de la camiseta. Un hombre de piel parda oscura con ropa de color miel clara. Una chocolatina con una lámina intercalada de café. Pómulos altos y ojos de animal acorralado. Un pescador en un cuarto de baño de azulejos blancos, con secretos marinos en la mirada.

¿La habría visto? ¿Estaría realmente loco? ¿Sabría que ella estaba allí?

Estar desnudos el uno frente al otro nunca les había causado vergüenza, pero cuando vivían juntos no eran lo bastante mayores para saber qué era aquello.

Ahora lo eran. Lo bastante mayores.

Mayores
.

Una edad en la que la muerte ya era un hecho posible.

Qué palabra tan divertida es
mayores
, pensó Rahel, y la repitió para sus adentros:
Mayores
.

Rahel en la puerta del cuarto de baño. Estrecha de caderas. («Con esas caderas, seguro que tendrán que hacerle una cesárea», le había dicho un ginecólogo borracho a su marido cuando estaban esperando el cambio en la gasolinera.) Con una camiseta descolorida con el dibujo de un lagarto sobre un mapa. El cabello, largo y rebelde, con un destello rojo oscuro de henna, le caía en mechones desordenados por la espalda. El diamante incrustado en la aleta de la nariz destellaba. A veces. No siempre. Un delgado brazalete, de oro, con cabezas de serpiente, brillaba, como un círculo de luz naranja, alrededor de su muñeca. Unas serpientes delgadas que se susurraban algo, cabeza contra cabeza. El anillo de boda de su madre fundido. El vello suavizaba las marcadas líneas de sus brazos delgados y angulosos. A primera vista parecía el vivo retrato de su madre. Pómulos altos. Hoyuelos profundos al sonreír. Pero era más alta, más fuerte, más delgada, más angulosa de lo que había sido Ammu. Menos atractiva, quizá, para aquellos a los que les gusta la redondez y la suavidad en las mujeres. Sólo sus ojos eran indudablemente más hermosos. Grandes. Luminosos. Uno podía
ahogarse
en ellos, como dijo Larry McCaslin y como descubrió que, para su desgracia, no era una metáfora.

En la desnudez de su hermano, Rahel buscó señales de sí misma. En la configuración de las rodillas. En el arco del empeine. En el descenso de los hombros. En el ángulo donde el brazo se encontraba con el codo. En el modo en que las uñas de los pies se levantaban al final. En los huecos esculpidos a los lados de ambas nalgas, tensas y hermosas. Ciruelas de carne firme. Los traseros de los hombres nunca crecen. Al igual que las carteras de colegial, evocan al instante la niñez. Dos marcas de vacunas le brillaban como monedas en el brazo. Ella las tenía en el muslo.

Las niñas siempre las tienen en los muslos, solía decir Ammu.

Rahel miraba a Estha con la curiosidad de una madre que mira a su hijo mojado. Una hermana a su hermano. Una mujer a un hombre. Un gemelo a otro gemelo.

Se le ocurrieron dos ideas al mismo tiempo:

Que era un desconocido desnudo con el que se había topado por casualidad. Que era alguien a quien había conocido antes de que la vida comenzara. Alguien que la había guiado (nadando) para salir del adorable vientre de su madre.

Ambas cosas insoportables en su polaridad. En su irreconciliable distanciamiento.

Una gota de lluvia relucía en el extremo inferior del lóbulo de la oreja de Estha. Gruesa, plateada a la luz, como una pesada gota de mercurio. Rahel alargó la mano. Se la tocó. La quitó.

Estha no la miró. Se replegó en un silencio aún mayor. Como si su cuerpo tuviera el poder de dirigir sus sentidos hacia el interior (apelotonados, ovoides), alejándolos de la superficie de la piel, hasta algún recoveco más profundo e inaccesible.

El silencio se recogió las faldas y, como la Mujer Araña, trepó ágilmente por la resbaladiza pared del cuarto de baño.

Estha colocó su ropa mojada en el barreño y empezó a lavarla con un pedazo de jabón azul brillante que se deshacía en pequeños fragmentos.

4

El cine Abhilash

El Cine Abhilash se anunciaba como la primera sala de Kerala con pantalla de cinemascope de 70 mm. Y, para que quedase aún más claro, el diseño de la fachada era una réplica en cemento de la pantalla curva del cinemascope. En la parte superior (letras de cemento, luces de neón) ponía
CINE ABHILASH
en inglés y malayalam.

En los lavabos ponía
ÉL
y
ELLA, ELLA
para Ammu, Rahel y Bebé Kochamma.
ÉL
sólo para Estha, porque Chacko se había ido a comprobar sus reservas en el Hotel Reina de los Mares.

—¿Sabrás ir solo? —preguntó Ammu, preocupada.

Estha asintió.

Rahel entró detrás de Ammu y Bebé Kochamma en
ELLA
por una puerta de formica roja que se cerraba sola lentamente. Se volvió sobre el suelo de mármol resbaladizo de grasa para decirles adiós con la mano a Estha el Solitario (con un peine) y a sus zapatos beige puntiagudos. Estha esperó en el vestíbulo de mármol, sucio y con espejos que lo observaban aburridos, hasta que la puerta roja se llevó a su hermana. Luego se volvió y se dirigió a
ÉL
.

En
ELLA
Ammu sugirió que, para hacer pipí, Rahel no se sentara en la taza. Dijo que los aseos públicos están sucios. Como el dinero. Nunca se sabe quién los ha usado. Leprosos. Carniceros. Mecánicos. (Pus. Sangre. Grasa. Sustancias que vuelven impuro a quien las toca.)

Una vez, Kochu Maria la llevó a la carnicería, y Rahel se dio cuenta de que el billete verde de cinco rupias que les devolvieron tenía una diminuta mota de carne roja. Kochu Maria la quitó con el pulgar. El jugo había dejado una mancha roja. Se guardó el dinero en el corpiño. Dinero sanguinolento con olor a carne.

Rahel era demasiado pequeña para mantenerse en equilibrio con las piernas abiertas sobre la taza, así que Ammu y Bebé Kochamma la sostuvieron con las piernas dobladas sobre sus brazos. Los pies, con las puntas hacia adentro, enfundados en unas sandalias Bata. Levantada por los aires con las bragas bajadas. Durante unos momentos no ocurrió nada, y Rahel levantó la mirada hacia su madre y su tía abuela bebé con picaros signos de interrogación (y ahora, ¿qué?) en los ojos.

—Venga —dijo Ammu—. Pssss..

Pssss era el sonido del pipí. Mmmm, el de la caca.

Rahel soltó una risita tonta. Ammu soltó una risita tonta. Bebé Kochamma soltó una risita tonta. Cuando empezó a salir el chorrito, corrigieron su postura aérea. A Rahel aquello no le daba vergüenza. Terminó y Ammu le pasó el papel higiénico.

—¿Quién va ahora, tú o yo? —le preguntó Bebé Kochamma a Ammu.

—Da igual —dijo Ammu—. Venga, ve tú.

Rahel le sostuvo el bolso. Bebé Kochamma se levantó el sari arrugado. Rahel estudió las enormes piernas de su tía abuela pequeña. (Años más tarde, durante una clase de historia en el colegio, al leer en voz alta
«El emperador Babur tenía la tez del color del trigo y unos muslos como pilares»
, aquella escena aparecería ante ella como iluminada por un flash: Bebé Kochamma balanceándose como un gran pájaro sobre un retrete público. Con unas venas azuladas, como una red entretejida de bultitos, que le trepaban por las pantorrillas translúcidas. Con hoyuelos en las gordas rodillas. Llenas de pelos. ¡Pobrecitos piececillos diminutos, que tenían que cargar con semejante peso!) Bebé Kochamma esperó un momentín. Con la cabeza inclinada hacia adelante. Con una sonrisa estúpida. Con los pechos colgando. Como melones dentro de la blusa. Echando el trasero, un poco levantado, hacia atrás. Cuando brotó el sonido, espumoso y borboteante, lo escuchó con los ojos. Un arroyo amarillo que corría rumoroso por un desfiladero entre montañas.

A Rahel le gustaba todo aquello. Sostener el bolso. Hacer pipí unas delante de otras. Como amigas. Entonces no podía comprender lo maravilloso que era sentir aquello.
Como amigas
. Nunca volverían a estar así, todas juntas. Ammu, Bebé Kochamma y ella.

Cuando Bebé Kochamma acabó, Rahel miró el reloj.

—¡Cuánto has tardado, Bebé Kochamma! —dijo—. Son las dos menos diez.

Friega, friega, estregadera (pensó Rahel),

tres mujeres en una bañera.

Espera un momento, dijo Lento.

Creía que Lento era una persona. Lento Kurien. Lento Kutty. Lenta Mol. Lenta Kochamma.

Lento Kutty. Rápido Verghese. Y Kuriakose. Tres hermanos con caspa
.

Ammu hizo un pipí como un susurro. Contra un lado de la taza, de modo que no se oyera el ruido. La dureza de su padre había abandonado sus ojos, y ahora volvían a ser los suyos. Al sonreír se le marcaban unos hoyuelos profundos, y ya no parecía enfadada. Ni por lo de Velutha ni por las pompas de saliva.

Era una Buena Señal.

En
ÉL,
Estha el Solitario tenía que hacer pipí sobre las bolitas de naftalina y las colillas de cigarrillo del urinario. Hacer pipí en la taza habría sido como aceptar la derrota sin luchar. Pero era demasiado bajo para hacer pipí en el urinario. Necesitaba Altura. Buscó Altura, y, en un rincón de
ÉL,
la encontró. Una escoba sucia, una botella aplastada medio llena con un líquido lechoso (fenol) en el que flotaban unas cosas negras. Una fregona fláccida y dos latas de no-se-sa-bía-qué oxidadas. Podían ser de productos de Conservas y Encurtidos Paraíso. De trozos de pina en almíbar. O de rodajas. Rodajas de piña. Salvado el honor gracias a las latas de su abuela, Estha el Solitario colocó las latas de no-se-sabía-qué frente al urinario. Se alzó sobre ellas, un pie en cada una, e hizo pipí con cuidado, de modo que sólo unas gotas cayeron fuera. Como un Hombre. Las colillas, antes húmedas, quedaron empapadas y girando en un remolino. Ahora sería difícil encenderlas. Cuando terminó, llevó las latas hasta el lavabo al pie del espejo. Se lavó las manos, se humedeció el pelo, y luego, dominado por el tamaño del peine de Ammu, que era demasiado grande para él, se reconstruyó el tupé con esmero. Se lo alisó peinándolo hacia atrás, después lo empujó hacia adelante y, finalmente, lo inclinó hacia un lado con un movimiento giratorio. Volvió a meterse el peine en el bolsillo, se bajó de las latas y las puso de nuevo con la botella, la fregona y la escoba. Las saludó a todas con una inclinación de cabeza. A todo el tinglado: botella, escoba, latas y fregona fláccida.

—Saludo —dijo y sonrió porque, cuando era más pequeño, tenía la impresión de que había que decir «Saludo» cuando se saludaba. Había que
decirlo
para hacerlo. «Saluda, Estha», le decían y él saludaba y decía «Saludo», y entonces la gente se miraba y se reía, y él se mosqueaba.

Estha el Solitario, el de dientes desiguales.

Una vez fuera, esperó a su madre, a su hermana y a su tía abuela. Cuando salieron, Ammu le preguntó: «¿Todo ha ido bien, Esthappen?».

Estha dijo: «Todo ha ido bien», y movió la cabeza con cuidado para no deshacerse el tupé.

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