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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (13 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Había tantas manchas en la carretera…

Manchas con forma de señorita Mitten aplastada en el universo.

Manchas con forma de rana aplastada en el universo.

Cuervos aplastados que habían intentado comerse las marcas con forma de rana aplastada en el universo.

Perros aplastados que se comían las manchas con forma de cuervos aplastados en el universo.

Plumas. Mangos. Escupitajos.

Durante todo el camino a Cochín.

El brillo del sol le daba directamente a Rahel a través de la ventanilla del Plymouth. Cerró los ojos y le devolvió su brillo. Incluso tras sus párpados cerrados la luz era brillante y caliente. El cielo era naranja y los cocoteros eran anémonas de mar que agitaban sus tentáculos e intentaban atrapar a una nube desprevenida y comérsela. Una serpiente transparente con motas y lengua bífida cruzaba flotando el cielo. Después un soldado romano transparente, sobre un caballo moteado. Lo que resultaba raro en los soldados romanos de los cómics, según Rahel, era que se tomaran tanto trabajo para ponerse armaduras y cascos y, sin embargo, fueran con las piernas desnudas. No tenía ningún sentido. Aunque les permitiera predecir los cambios de tiempo, o lo que fuera.

Ammu les había contado la historia de Julio César y de cómo fue apuñalado en el Senado por Bruto, su mejor amigo. Y de cómo cayó al suelo con cuchillos clavados en la espalda y dijo:
«Et tu, Brute?
Entonces, ¡muere, César!».

—Lo cual demuestra —decía Ammu— que no se puede confiar en nadie. Ni en la madre, ni en el padre, ni en el hermano, ni en el marido, ni en el mejor amigo. En nadie.

En cuanto a los niños, dijo (cuando se lo preguntaron) que había que esperar para saberlo. Dijo que era totalmente posible, por ejemplo, que Estha, al crecer, se convirtiera en un Cerdo Machista.

Por las noches, Estha se ponía de pie sobre su cama, envuelto en una sábana, y decía:
«Et tu, Brute?
Entonces, ¡muere, César!», y se dejaba caer sobre la cama sin doblar las rodillas, como si fuese un cadáver apuñalado. Kochu Maria, que dormía sobre una estera en el suelo, dijo que se iba a quejar a Mammachi.

—Decidle a vuestra madre que os lleve a casa de vuestro padre —dijo—. Allí podéis romper todas las camas que queráis. Estas no son vuestras camas. Esta no es
vuestra
casa.

Estha resucitaba de entre los muertos, se ponía de pie sobre la cama y decía:
«Et tu, Kochu Maria?
Entonces, ¡muere, Estha!», y volvía a morirse.

Kochu Maria estaba convencida de que
Et tu
era una obscenidad en inglés y esperaba el momento adecuado para quejarse de Estha a Mammachi.

La señora del coche de al lado tenía migas de bizcocho en la boca. Su marido encendió un cigarrillo torcido después de comerse el bizcocho. Soltó dos colmillos de humo por los agujeros de la nariz que le hicieron parecerse, durante un brevísimo instante, a un jabalí. La señora Jabalí le preguntó a Rahel cómo se llamaba, con una vocecita aniñada.

Rahel no le hizo caso e, inadvertidamente, hizo una pompa de saliva.

Ammu odiaba que hicieran pompas de saliva. Decía que le recordaban a Baba, su padre. Decía que solía hacer pompas de saliva y balancear las piernas. Según Ammu, así se comportaban los oficinistas, no los aristócratas.

Los aristócratas eran gente que no hacía pompas de saliva ni balanceaba las piernas. Ni hacían ruido al tragar la comida.

Aunque Baba no era oficinista, Ammu decía que a veces se comportaba como si lo fuera.

A veces, cuando estaban solos, Estha y Rahel jugaban a que eran oficinistas. Hacían pompas de saliva, balanceaban las piernas y fingían comer glugluteando como pavos. Se acordaban de su padre, al que habían conocido en el periodo de entreguerras, la de China y la del Paquistán. Una vez les había permitido dar unas caladas a su cigarrillo y después se molestó porque lo habían chupeteado y le dejaron el filtro húmedo de saliva.

—¡No es un maldito caramelo! —dijo, enfadado de verdad.

Se acordaban de sus enfados. Y de los de Ammu. Se acordaban de una vez en que sus padres los habían zarandeado de un lado a otro de la habitación, de Ammu a Baba y de Baba a Ammu, como bolas de billar. Ammu no paraba de empujar a Estha lejos de ella, diciendo: «Ahí lo tienes. Tú te quedas con uno, yo no puedo ocuparme de los dos». Tiempo después, cuando Estha le preguntó a Ammu sobre lo ocurrido, ella lo abrazó y le dijo que habían sido figuraciones suyas.

En la única foto que habían visto de su padre (y que Ammu sólo les enseñó una vez), llevaba gafas y una camisa blanca. Parecía un jugador de criquet, estudioso y guapo. Con un brazo sostenía sobre sus hombros a Estha, que sonreía y apoyaba la barbilla sobre la cabeza de su padre. Con el otro brazo sostenía en vilo a Rahel, apretada contra su cuerpo. Las piernas le colgaban, y parecía enfurruñada y de mal humor. Alguien les había pintado unos parches rosados en las mejillas.

Ammu dijo que sólo los había cogido en brazos para la foto y que, incluso en aquella ocasión, estaba tan borracho que tenía miedo de que se le cayesen. Ammu dijo que estaba a unos pasos de él, lista para atraparlos en el aire si los dejaba caer. De todos modos, y a no ser por las mejillas, Estha y Rahel pensaron que era una foto bonita.

—¡Para ya de hacer eso! —dijo Ammu tan alto que Murlidharan, que se había bajado del mojón para asomarse a mirar dentro del Plymouth, retrocedió sacudiendo los muñones, alarmado.

—¿Qué? —preguntó Rahel, pero inmediatamente se dio cuenta de qué. Su pompa de saliva—. Lo siento, Ammu.

—Con decir lo siento no se resucita a un muerto —dijo Estha.

—Pero, ¡bueno! —dijo Chacko—. ¡No le vas a ordenar qué tiene que hacer con su propia
saliva!

—¡Tú métete en tus asuntos! —le contestó Ammu.

—Es que le trae recuerdos —le explicó Estha, el sabiondo, a Chacko.

Rahel se puso las gafas de sol. El mundo se tiñó de un color furioso.

—¡Quítate esas gafas ridículas! —dijo Ammu.

Rahel se quitó aquellas gafas ridículas.

—Los tratas de un modo fascista —dijo Chacko—. ¡Hasta los niños tienen sus derechos, por el amor de Dios!

—No uses el nombre de Dios en vano —dijo Bebé Kochamma.

—¡Si no es en vano! —dijo Chacko—. Lo uso para una buena causa.

—¡Deja de hacerte pasar por el Gran Salvador de los niños! —dijo Ammu—. A la hora de la verdad, no te importan nada. Ni ellos ni yo.

—¿Es que soy yo quien tiene que ocuparse de ellos? —dijo Chacko—. ¿Acaso son responsabilidad mía?

Dijo que, para él, Ammu, Estha y Rahel eran como llevar una piedra atada al cuello.

A Rahel le sudaba la parte posterior de las piernas. Le resbalaba la piel sobre el tapizado de cuero del asiento del coche. Estha y ella conocían lo de las piedras atadas al cuello. En
Rebelión a bordo
, cuando alguien moría en alta mar, lo envolvían en una sábana blanca y lo tiraban por la borda con una piedra atada al cuello, para que el cadáver no flotara. Estha no acababa de comprender cómo podían saber cuántas piedras tenían que cargar a bordo antes de zarpar.

Apoyó la cabeza sobre las rodillas.

Y se deshizo el tupé.

El traqueteo distante de un tren emergió de la carretera manchada de ranas. Las hojas de las batatas que crecían a ambos lados de la vía del tren empezaron a moverse, asintiendo en masa.
Sísísísísí
.

Los peregrinos calvos del autobús Beena Mol empezaron otro
bhajan
.

—Hay que ver a los hindúes estos… —dijo Bebé Kochamma con tono devoto—. No tienen ningún sentido de la
intimidad
.

—Tienen cuernos y el cuerpo lleno de escamas —dijo Chacko con sorna—. Y he oído decir que sus niños nacen de huevos.

Rahel tenía dos chichones en la frente, y Estha le dijo que le estaban saliendo cuernos. O por lo menos uno, ya que era medio hindú. No fue lo suficientemente rápida para preguntarle qué pasaba con
sus
cuernos. Porque todo lo que tuviera uno también lo tenía el otro.

El tren pasó a toda velocidad bajo una columna de denso humo negro. Lo formaban treinta y dos vagones de carga, cuyas puertas estaban llenas de hombres jóvenes, con el pelo cortado como si fuera un casco, que se dirigían a los confines de la Tierra para ver qué le pasaba a la gente que se caía desde allí. Los que se asomaran al borde y estiraran demasiado el cuello, también se precipitarían al vacío. Hacia la palpitante oscuridad, con sus cortes de pelo vueltos del revés.

El tren desapareció con tanta rapidez que era difícil creer que hubieran esperado tanto para tan poco. Las hojas de las batatas continuaron asintiendo mucho rato después de que el tren hubiese desaparecido, como si estuvieran totalmente de acuerdo con él y no les cupiera ninguna duda.

Una tenue capa de polvillo de carbón bajó flotando como una bendición sucia y se posó suavemente sobre el tráfico.

Chacko puso el Plymouth en marcha. Bebé Kochamma intentó mostrarse alegre. Comenzó a cantar.

El reloj del vestíbulo

suena tristemente

y también las campanas

del campanario, talán, talán

y en el cuarto de los niños

un absurdo pajarito

se asoma para decir…

Miró a Estha y a Rahel, esperando que contestaran
cucú
.

Pero no lo hicieron.

Se levantó una brisa automovilística. Árboles verdes y postes telefónicos pasaron velozmente por las ventanillas. Sobre los cables que pasaban se deslizaban pájaros inmóviles como si fueran maletas que nadie recogiera en la cinta transportadora de un aeropuerto.

Una pálida luna diurna colgaba enorme del cielo e iba en la misma dirección que ellos. Era tan grande como la panza de un bebedor de cerveza.

3

Las lámparas son para los ricos,
y las velas de sebo, para los pobres

La suciedad había cercado la casa de Ayemenem como un ejército medieval que avanzase sobre un castillo enemigo. Tapaba las grietas y se aferraba a los cristales de las ventanas.

Alrededor de las teteras zumbaban moscas enanas. En los floreros vacíos yacían insectos muertos.

El suelo estaba pegajoso. Las paredes, antaño blancas, se habían vuelto de un gris irregular. Las bisagras y los tiradores de latón de las puertas habían perdido el brillo y estaban grasientos. Los enchufes que no se usaban con frecuencia estaban atascados por la mugre. Las bombillas estaban cubiertas por una película aceitosa. Lo único que relucía eran las cucarachas gigantes, que iban raudas de acá para allá como los pasteles en una comedia de tartazos.

Bebé Kochamma había dejado de notar esas cosas hacía tiempo. Kochu Maria, que lo notaba todo, había dejado de preocuparse.

La
chaise longue
en la que se recostaba Bebé Kochamma tenía cáscaras de cacahuete incrustadas en los sietes de la raída tapicería.

En una manifestación inconsciente de democracia, impuesta por la televisión, señora y criada cogían inadvertidamente cacahuetes del mismo cuenco. Kochu Maria los engullía. Bebé Kochamma se los
llevaba a la boca
educadamente.

En el programa
Lo mejor de Donahue
el público presente en el estudio estaba viendo un reportaje en el que un músico callejero negro cantaba
Somewhere Over the Rainbow
en una estación de metro. Cantaba con convicción, como si realmente se creyera la letra de la canción. Bebé Kochamma lo acompañaba con su voz fina y trémula espesada por la pasta de los cacahuetes. Sonreía al recordar la letra. Kochu Maria la miraba como si se hubiera vuelto loca y cogía más cacahuetes de los que le correspondían. Al atacar las notas más altas (el
where de somewhere
), el músico callejero echaba la cabeza hacia atrás y su paladar ondulado de color rosa llenaba la pantalla del televisor. Iba tan andrajoso como una estrella de rock, pero la falta de dientes y la palidez enfermiza de su piel hablaban claramente de una vida de privaciones y sin esperanzas. Cada vez que un tren llegaba o se iba, cosa que sucedía a menudo, tenía que dejar de cantar.

Luego se encendieron las luces del estudio y Donahue presentó en directo a aquel hombre que, a una indicación convenida, retomó la canción exactamente en el mismo punto en que la había dejado (por el tren) y logró una conmovedora victoria de la Canción frente al Metro.

La siguiente interrupción, en mitad de su canción, fue cuando Phil Donahue le pasó un brazo por encima y le dijo: «Gracias. Muchas gracias».

Ser interrumpido por Phil Donahue era, por supuesto, totalmente diferente a ser interrumpido por el estruendo de un metro. Era un placer. Un honor.

El público del estudio aplaudió y lo miró con compasión.

El músico callejero estaba rebosante de Felicidad de Máxima Audiencia, y durante unos instantes las privaciones quedaron en segundo plano. Su sueño había sido cantar en el espectáculo de Donahue, dijo, sin darse cuenta de que también eso le había sido arrebatado.

Hay sueños grandes y sueños pequeños. «Las lámparas son para los ricos, y las velas de sebo, para los pobres», solía decir de los sueños un viejo
culi
de Bihar con el que se topaba Estha (indefectiblemente, año tras año) en la estación de ferrocarril cuando iba de excursión con el colegio.

Las lámparas son para los ricos, y las velas de sebo, para los pobres.

«Los focos intermitentes son para los afortunados, y las estaciones del metro, para los desgraciados», hubiera podido decir también.

Los maestros regateaban con él, que iba tras ellos, penosamente cargado con el equipaje de los chicos, con sus piernas arqueadas más arqueadas todavía, mientras los estudiantes imitaban, crueles, sus andares. Lo llamaban «Huevos entre paréntesis».

Y cuando se alejaba, tambaleándose, con menos de la mitad del dinero, lo que no era ni la décima parte de lo que se merecía, hubiera podido añadir, finalmente: «Y, para el más desgraciado de todos, las venas varicosas».

Fuera la lluvia había cesado. El cielo gris comenzó a abrirse y las nubes se desgajaron en fragmentos apelotonados, como el relleno de un colchón de mala calidad.

Estha apareció en la puerta de la cocina calado hasta los huesos (y con aspecto de ser más sabio de lo que realmente era). Tras él refulgía el césped sin cortar. El cachorro estaba a su lado en los escalones. Las gotas de lluvia se deslizaban por el fondo curvo del oxidado canalón del tejado como las brillantes cuentas de un ábaco.

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