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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (31 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Algunas tenían periódicos. Otras, no. Algunas hacían pompas de saliva. Otras, no. Pero todas tenían el reflejo centelleante de una lámpara de aceite en los cristales de sus gafas.

Más allá del círculo de sillas plegables había una playa con la arena plagada de pedazos de botellas azules rotas. Las olas silenciosas traían más botellas azules, las cuales se rompían y ocupaban el lugar de los añicos de las anteriores, que eran arrastradas mar adentro por la ola en retirada. Se oía el ruido áspero de los vidrios al entrechocar. Sobre una roca, en medio del mar y envuelta por una luz púrpura, había una mecedora de caoba y mimbre, destrozada.

El mar era negro. La espuma, de color verde vómito.

Los peces se alimentaban de vidrios rotos.

Los codos de la noche se apoyaban sobre el agua, y las estrellas fugaces rebotaban en ella y se disolvían en miríadas de fragmentos.

Las mariposas nocturnas iluminaban el cielo. No había luna.

El podía nadar con un solo brazo. Ella nadaba con los dos.

La piel de él estaba salada. La de ella, también.

El no dejaba huellas en la arena, ni ondas en el agua, ni imágenes en los espejos.

Ella hubiera podido acariciarlo con los dedos, pero no lo hizo. Simplemente, permanecieron de pie, juntos.

Quietos.

Piel contra piel.

Una brisa oscura y polvorienta le levantó el pelo a ella y lo extendió como un chal rizado por encima del hombro sin brazo de él, un hombro que terminaba abruptamente, como un acantilado.

Apareció una vaca roja y flaca, con una pelvis prominente, y echó a nadar en línea recta mar adentro, sin mojarse los cuernos, sin mirar atrás.

En su sueño, Ammu voló sobre unas alas pesadas y temblorosas y se detuvo a descansar, acurrucada bajo la piel de aquel sueño.

En la mejilla tenía las marcas de las rosas bordadas con punto de cruz en la colcha azul.

Sentía los rostros de sus hijos suspendidos por encima de su sueño como dos lunas preocupadas y oscuras, a la espera de que los dejase entrar.

—¿Crees que se está muriendo? oyó que Rahel le susurraba a Estha.

—Es una pesadilla —respondió Estha el Preciso—. Siempre sueña mucho.

Si la tocaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar
.

¿Quién era el hombre con un solo brazo? ¿Quién
podía
ser? ¿El Dios de la Pérdida? ¿El Dios de las Pequeñas Cosas? ¿El Dios de la Piel Erizada y las Sonrisas Prontas? ¿El de los Olores Metálicos, como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el de las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos?

—¿La despertamos? —preguntó Estha.

Por entre las cortinas se filtraba la luz del final de la tarde e iluminaba la radio con forma de mandarina que Ammu siempre llevaba consigo cuando iba al río. (También tenía forma de mandarina la Cosa que Estha llevaba en su Otra Mano pegajosa cuando fueron a ver
Sonrisas
y
lágrimas
.)

Brillantes rayos de sol caían sobre el pelo enmarañado de Ammu y lo hacían resplandecer. Esperó bajo la piel del sueño, pues no quería dejar entrar a sus hijos.

—Ammu dice que no hay que despertar a la gente con brusquedad cuando sueñan —dijo Rahel—. Dice que puede darles un Ataque al Corazón.

Ambos decidieron que lo mejor sería
molestarla
discretamente, ya que no era conveniente despertarla con brusquedad. Así que abrieron cajones, se aclararon la garganta, susurraron en alto y tararearon una cancioncilla. Movieron algunos zapatos y descubrieron que una de las puertas del armario rechinaba.

Ammu, que descansaba bajo la piel del sueño, los observaba con un amor tan intenso que casi le dolía.

El hombre con un solo brazo apagó su lámpara y se alejó por la playa cubierta de trozos de vidrio hasta perderse entre las sombras que sólo él podía ver.

No dejó huellas en la orilla.

Se plegaron las sillas plegables. Se alisó el mar negro. Se allanaron las arrugadas olas. Se volvió a embotellar la espuma. Se tapó la botella con un corcho.

La noche se pospuso hasta nuevo aviso.

Ammu abrió los ojos.

Había hecho un largo viaje desde el abrazo del hombre con un solo brazo hasta llegar a sus gemelos heterocigóticos no idénticos.

—Tenías una pesadilla —le informó su hija.

—No era una pesadilla —dijo Ammu—. Era un sueño.

—Estha creía que te estabas muriendo.

—Parecías muy triste —dijo Estha.

—Me sentía feliz —dijo Ammu, y se dio cuenta de que sí, había sido feliz.

—Ammu, si eres feliz en un sueño, ¿cuenta? —preguntó Estha.

—¿Que si cuenta qué?

—La felicidad. ¿Cuenta?

Sabía perfectamente a lo que se refería aquel hijo suyo con el tupé deshecho.

Porque la verdad es que sólo cuenta lo que
cuenta
.

La sabiduría simple e inquebrantable de los niños.

Si comes pescado en un sueño, ¿cuenta? ¿Quiere decir que has comido pescado?

El hombre alegre que no dejaba huellas,
¿contaba?

Ammu buscó a tientas su radio de mandarina y la encendió. Estaba sonando una canción de una película llamada
Chemmeen
.

Era la historia de una chica pobre a la que obligan a casarse con un pescador de una playa cercana, aunque está enamorada de otro. Cuando el pescador se entera de que su flamante esposa ama a otro hombre, se hace a la mar en su barquita a pesar de saber que se avecina una tormenta. Está oscuro y se levanta viento. Se forma un remolino en el mar. Se oye una música de tormenta y el pescador se ahoga, succionado hacia el fondo del mar por el remolino.

Los amantes acuerdan suicidarse y, a la mañana siguiente, se encuentran sus cuerpos abrazados, arrastrados por las olas a la orilla. Así que todos mueren: el pescador, su mujer, el amante de ésta y un tiburón, que no forma parte de la historia, pero muere de todos modos. El mar los reclama a todos.

En la oscuridad azul, bordada con punto de cruz y surcada de encajes de luz, Ammu, con rosas de punto de cruz sobre la somnolienta mejilla, y sus gemelos (uno a cada lado) cantaban bajito al compás de la música de la radio de mandarina. Era la canción que las pescadoras le cantaban a la novia joven y triste mientras le trenzaban el pelo y la preparaban para casarse con un hombre al que no amaba.

Pandoru mukkuvan muthinu poyi
,

(Un pescador se hizo a la mar,)

padinjaran kattathu mungi poyi
,

(y el viento del oeste se levantó y se tragó su barca,)

Un vestido de Hada de Aeropuerto estaba de pie sobre el suelo, sostenido sólo por sus volantes y su propia rigidez. Fuera, en el
mittam
, los rígidos saris yacían en fila al sol poniéndose aún más rígidos. Color hueso y oro. Las arrugas almidonadas se llenaban de piedrecitas, así que siempre había que sacudirlos antes de doblarlos y llevarlos a planchar.

A rayathi pennu pizhachu poyi
,

(En la orilla, su mujer fue por mal camino,)

En Ettumanoor decidieron cremar
in situ
al elefante electrocutado (que no era Kochu Thomban). Hicieron una pira gigante en la carretera. Los técnicos del municipio correspondiente le cortaron los colmillos y los distribuyeron de forma extraoficial. Y desigual. Sobre el elefante se vertieron ochenta latas de grasa de búfalo para alimentar el fuego. El humo ascendió en densas volutas que formaron complicados dibujos sobre el cielo. La gente, que se apiñaba alrededor del elefante guardando una distancia prudencial, trataba de descubrir el significado de aquellos dibujos.

Había montones de moscas.

Avaney kadalamma kondu poyi
.

(Así que el océano se alzó y se lo llevó.)

Algunos milanos se posaron en los árboles próximos para supervisar la supervisión de los últimos ritos del elefante muerto. Esperaban, y no sin razón, hacerse con los restos de las entrañas gigantes. Quizá una vesícula biliar enorme. O un gigantesco bazo carbonizado.

No quedaron desilusionados. Pero tampoco totalmente satisfechos.

Ammu notó que sus dos hijos estaban cubiertos de un polvillo muy fino. Como dos trozos de tarta no idénticos cubiertos por una capa de azúcar. Entre los negros rizos de Rahel se había instalado uno de color rubio. Un rizo del patio trasero de Velutha. Ammu se lo quitó. —Ya os he dicho que no quiero que vayáis a su casa —les dijo—. Lo único que traerá son problemas.

No dijo qué clase de problemas. No lo sabía.

Sabía que, al no mencionar su nombre, lo había atraído, de algún modo, hacia la intimidad arrugada y despeinada de aquella tarde azul, bordada con punto de cruz, y de aquella canción que salía de la radio de mandarina. Al no mencionar su nombre, sintió que se había fraguado un pacto entre su Sueño y el Mundo. Y que las comadronas de aquel pacto eran, o serían, sus gemelos heterocigóticos cubiertos de serrín.

Sabía quién era él: el Dios de la Pérdida, el Dios de las Pequeñas Cosas.
Por supuesto
que lo sabía.

Apagó la radio de mandarina. En el silencio de la tarde (surcado de encajes de luz) sintió a sus hijos acurrucarse junto a su calor. A su olor. Le cogieron el cabello y se cubrieron con él las cabecitas. Sentían como si ella se hubiera ido muy lejos mientras dormía. Ahora la conjuraban a volver apoyando las palmas de sus manilas contra la piel desnuda de su vientre. Entre la combinación y la blusa. Les encantaba comprobar que el color moreno de sus manitas era exactamente igual que el de la piel del vientre de su madre.

—Mira, Estha —dijo Rahel señalando la suave línea que bajaba desde el ombligo de Ammu.

—Aquí es donde te dábamos pataditas.

Estha recorrió con el dedo una ondulante estría plateada.

—¿Fue en el autobús, Ammu?

—¿En la carretera llena de curvas de la plantación?

—¿Cuando Baba tuvo que sujetarte la barriga?

—¿Tuvisteis que comprar billete?

—¿Te hicimos daño?

Y después, como aquel que no quiere la cosa, Rahel preguntó:

—¿Crees que habrá perdido nuestra dirección?

Sólo un indicio de pausa en el ritmo de la respiración de Ammu hizo que Estha tocara el dedo medio de Rahel con el suyo. Y dedo medio contra dedo medio, sobre el vientre de su hermosa madre, abandonaron el cariz que estaba tomando aquel interrogatorio.

—Esa patada es de Estha y ésa es mía… —dijo Rahel—. Y ésa es de Estha y ésa es mía.

Entre ambos se repartieron las siete estrías plateadas de su madre. Después Rahel puso la boca sobre el vientre de Ammu y chupó, succionó la carne suave y retiró la cabeza para observar, admirada, el óvalo brillante de saliva y la leve marca roja de los dientes sobre la piel de su madre.

Ammu se quedó pensando en la transparencia de aquel beso. Era un beso claro como el cristal. Sin empañar por la pasión ni el deseo, esa pareja de sentimientos que, como perros dormidos, aguardan dentro de todos los niños hasta que se hagan mayores. Era un beso que no exigía otro a cambio.

No era un beso turbio lleno de preguntas que exigían respuestas. Como los besos de los hombres alegres con un solo brazo en los sueños.

Ammu se cansó del jugueteo de los niños y de que la manipulasen como si fuese de su propiedad. Quería recuperar su cuerpo. Le pertenecía. Apartó a sus hijos igual que una perra aparta a sus cachorros cuando ya está harta. Se sentó en la cama y se recogió el pelo sujetándolo con un nudo sobre la nuca. Después bajó las piernas de la cama, fue hacia la ventana y descorrió las cortinas.

La luz sesgada de la tarde inundó la habitación e iluminó a dos niños sobre la cama.

Los gemelos oyeron girar la llave de la puerta del baño de Ammu.

Clic.

Ammu se miró en el largo espejo de la puerta del cuarto de baño y vio reflejado el espectro de su futuro que se burlaba de ella. Avinagrado. Gris. Legañoso. Rosas de punto de cruz marcadas sobre una mejilla hundida y fláccida. Pechos marchitos que colgaban como pesados calcetines. El vello blanco del pubis, seco como un hueso entre las piernas. Ralo. Frágil como un helecho pisoteado.

La piel escamándose y deshaciéndose como la nieve.

Ammu se estremeció.

Con esa sensación de frío, en medio de una tarde calurosa, de que la vida ya ha sido vivida. De que su copa estaba llena de polvo. De que el aire, el cielo, los árboles, el sol, la lluvia, la luz y la oscuridad, todo, se estaba convirtiendo, lentamente, en arena. Que la arena le llenaría la nariz, los pulmones, la boca. La arrastraría hacia abajo y dejaría un remolino en la superficie como el que dejan los cangrejos cuando se hunden escarbando en la playa.

Ammu se desnudó y se colocó un cepillo de dientes rojo debajo de un pecho para ver si se sostenía. Se cayó. Allí donde tocara, su piel era tersa y suave. Bajo sus manos, los pezones se arrugaron y reaccionaron ante la presión como almendras oscuras que estiraran la piel tersa de los pechos. La delgada línea que partía del ombligo descendía atravesando la suave curva de la base del vientre hasta llegar al oscuro triángulo. Como una flecha que guiara a un viajero perdido. A un amante inexperto.

Se soltó el pelo y se volvió para ver cuan largo lo tenía. Le cayó en ondas, rizos y mechones desordenados (suaves en la parte de abajo, más ásperos en la de arriba) hasta justo por debajo del punto en que la cintura, pequeña y muy marcada, comenzaba a curvarse hacia las caderas. En el baño hacía calor. Unas gotitas de sudor le salpicaron la piel como diamantes. Después comenzaron a resbalar. El sudor le corrió por la columna. Miró con ojos críticos su trasero amplio y redondo. No era grande en sí. No era grande
per se
(como hubiera dicho, sin duda, Chacko el de Oxford). Parecía grande porque el resto de su cuerpo era muy delgado. Parecía pertenecer a otro cuerpo más voluptuoso.

Tenía que admitir que cada una de sus nalgas podría sostener, sin ningún problema, un cepillo de dientes. Quizá dos. Se rió en alto ante la idea de pasearse desnuda por Ayemenem con una serie de cepillos de dientes de todos los colores asomándole de cada nalga. Se calló de golpe. Le pareció percibir que un indicio de locura se había escapado de su botella y daba brincos triunfales alrededor del cuarto de baño.

A Ammu le preocupaba la locura.

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