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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

El dios de las pequeñas cosas (30 page)

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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La locura revoloteaba a su alrededor, a corta distancia, como un camarero servicial en un restaurante caro (encendiendo los cigarrillos, volviendo a llenar las copas). Kuttappen pensó con envidia en los locos que podían andar. No tenía ninguna duda sobre la ventaja de aquel trato: su cordura a cambio de unas piernas que le respondieran.

Los gemelos pusieron la barca en el suelo y el ruido provocó un súbito silencio en el interior de la choza.

Kuttappen no esperaba a nadie.

Estha y Rahel empujaron la puerta y entraron. Aunque eran pequeños tuvieron que agacharse un poquito para entrar. La avispa los esperó fuera, posada sobre la lámpara.

—Somos nosotros.

La habitación estaba oscura y limpia. Olía a curry de pescado y a humo de leña. El calor se pegaba a las cosas como una ligera fiebre. Pero el suelo de barro estaba fresco bajo los pies descalzos de Rahel. Las esteras sobre las que dormían Velutha y Vellya Paapen estaban enrolladas y apoyadas contra la pared. La ropa colgaba de una cuerda. Había un estante bajo de cocina hecho de madera, sobre el que estaban colocados en orden unos cacharros de barro con tapa, cucharones hechos de cáscara de coco y tres platos de esmalte descascarillado con el borde azul marino. Un hombre adulto podía estar de pie justo en el centro de la habitación, pero no en los extremos. Otra puerta baja conducía al patio trasero, donde había más bananos, entre cuyas hojas se veía brillar el río que estaba detrás. En el patio trasero había un taller de carpintería.

No había llaves ni armarios que cerrar.

La gallina negra salió por la puerta trasera y escarbó distraídamente el suelo sobre el que volaban las virutas de madera como rizos rubios. A juzgar por su carácter, parecía que la habían criado con una dieta ferretera: cierres y pestillos y clavos y tornillos viejos.


Aiyyo, Moni Mol!
¡Qué debéis pensar de mí! ¡Que Kuttappen es un maleducado porque no se levanta! —dijo una voz cortada e incorpórea.

Los ojos de los gemelos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Después la oscuridad se disolvió y apareció Kuttappen en su cama, un genio que brillaba en la penumbra. Tenía el blanco del ojo de un color amarillo oscuro. Por debajo de la tela que le cubría las piernas le asomaban las plantas de los pies (suaves de tanto estar tumbado). Aún tenían un ligero tinte naranja pálido por haber andado descalzo sobre el barro rojo durante tantos años. Tenía callos grises en los tobillos a causa del roce de la cuerda que los paravanes solían atarse alrededor de los pies para trepar a los cocoteros.

Sobre la pared, a su espalda, había un calendario con un Jesús benigno, de cabellos castaños, con los labios pintados y colorete en las mejillas, y un corazón chillón y enjoyado que refulgía a través de su ropa. La mitad inferior del calendario (la parte en la que están los días y los meses) parecía una faldita de volantes. Jesús en minifalda. Doce capas de enaguas para los doce meses del año. No habían arrancado ninguna.

Había más cosas que procedían de la casa de Ayemenem, regaladas o rescatadas del cubo de la basura. Cosas de ricos en una casa de pobres. Un reloj que no funcionaba, una papelera de metal floreada. Unas botas de montar viejas de Pappachi (marrones, cubiertas de moho) con las hormas todavía puestas. Latas de galletitas con suntuosas imágenes de castillos ingleses y damas con rizos y polisones.

Junto al Jesús había un póster pequeño (que había sido de Bebé Kochamma, pero que ésta había regalado porque tenía una mancha de humedad). Era una foto de una niña rubia escribiendo una carta con las mejillas bañadas en lágrimas. Debajo decía:
Te escribo para decirte que te echo mucho de menos
. Parecía como si acabaran de cortarle el pelo y sus rizos fueran lo que volaba por el patio trasero de Velutha.

De debajo de la gastada tela de algodón que cubría a Kuttappen salía un tubo de plástico transparente que iba hasta una botella de líquido amarillo bañada por el haz de luz que entraba por la puerta y que resolvía una pregunta que Rahel se había planteado más dé una vez. La niña le alcanzó un poco de agua del jarro de barro en un vaso de metal. Parecía saber perfectamente dónde se encontraban todas las cosas. Kuttappen levantó la cabeza y bebió. Un poco de agua le resbaló por el mentón.

Los gemelos se pusieron en cuclillas como si fueran dos adultos chismorreando en el mercado de Ayemenem.

Se quedaron sentados en silencio durante un rato. Kuttappen, mortificado, los gemelos, preocupados pensando en barcas.

—¿Ya llegó la
mol
de Chacko Saar? —preguntó Kuttappen.

—Supongo que sí —dijo Rahel con aire lacónico.

—¿Y dónde está?

—Quién sabe… Debe de andar por ahí. Nosotros no lo sabemos.

—¿Me la traeréis para que la vea?

—No podemos —dijo Rahel.

—¿Y por qué no?

—Porque no puede salir de casa. Es muy delicada. Si se ensucia, se muere.

—Ah, ya.

—No nos dejan traerla aquí… y, además, no hay nada que
ver
—le aseguró Rahel a Kuttappen—. Tiene pelo, piernas, dientes, ya sabes, lo de siempre… Sólo que es un poquito alta.

Y aquélla era la única concesión que estaba dispuesta a hacerle a Sophie Mol.

—¿Eso es todo? —dijo Kuttappen, que había captado la situación al instante—. Entonces, ¿para qué quiero verla?

—Para nada —dijo Rahel.

—Kuttappa, si un botecito hace agua, ¿es muy difícil arreglarlo? —preguntó Estha.

—No tiene por qué serlo —dijo Kuttappen—. Depende. ¿Por qué? ¿De quién es ese botecito que hace agua?

—Nuestro. Lo hemos encontrado. ¿Quieres verlo?

Salieron y regresaron con la barca blanquecina para que el hombre paralítico la examinara. La sostuvieron por encima de él como si fuese un techo. El agua le caía encima.

—Primero tendremos que encontrar por dónde entra el agua —dijo Kuttappen—. Y después tendremos que tapar los agujeros.

—Y después lijar —dijo Estha—. Y después barnizar.

—Y después buscar unos remos —dijo Rahel.

—Y después buscar unos remos —asintió Estha.

—Y después nos vamos —dijo Rahel.

—¿Adonde? —preguntó Kuttappen.

—Por aquí, por allá —contestó Estha quitándole importancia al tema.

—Debéis tener cuidado —dijo Kuttappen—. Este río nuestro no es lo que aparenta.

—¿Y qué es lo que aparenta? —preguntó Rahel.

—Ah… Aparenta ser una vieja
ammooma
que va a misa todos los domingos, calladita y limpita… Que come
idi appams
en el desayuno,
kanji
y
meen
en el almuerzo. Que no se mete en la vida de nadie. Que no vive pendiente de lo que pasa por aquí ni de lo que pasa por allá.

—¿Y en realidad es…?

—En realidad, es un salvaje… Por las noches lo oigo correr como un loco a la luz de la luna, siempre con prisa. Debéis tener mucho cuidado.

—¿Y qué es lo que come en realidad?

—¿Lo que come en realidad? Pues… estofado… y…

Buscaba en su cabeza alguna cosa inglesa que el malvado río pudiese comer.

—Rodajas de piña… —sugirió Rahel.

—¡Exacto! Rodajas de piña y estofado. Y bebe. Whisky.

—Y brandy.

—Y brandy. Es verdad.

—Y siempre vive pendiente de lo que pasa por aquí y por allá.

—Es verdad.

—Y se mete en la vida de los
demás

Esthappen estabilizó la barquita sobre el suelo irregular de tierra con unos tacos de madera que encontró en el taller del patio trasero de Velutha. Le dio a Rahel un cucharón hecho con media cascara de coco pulida y un mango de madera.

Los gemelos se encaramaron a la barquita y remaron a través de aguas turbulentas e infinitas.

Con un
Thaiy thaiy thaka thaiy thaiy thome
. Y un Jesús todo enjoyado que los observaba.

Él caminó sobre las aguas. Puede ser. Pero ¿habría podido
navegar
sobre la tierra?

¿Con braguitas a juego y gafas de sol? ¿Con una fuente cogida con un «amor-en-Tokio»? ¿Con zapatos puntiagudos y un tupé? ¿Habría tenido Él tanta imaginación?

Velutha regresó a ver si Kuttappen necesitaba algo. Desde lejos oyó los cantos estridentes. Las vocecitas infantiles recalcaban encantadas la parte escatológica de la canción.

¿Eh, señor Hombre Mono,

por qué tienes el
OJETE ROJO?

¡Porque me fui a
CAGAR
a Madrás

y me
LO LIMPIÉ
con un rastrojo!

Durante un rato, durante unos pocos momentos felices, el Hombre de la Naranjada y la Limonada y su sonrisa de dientes amarillos desaparecieron. El miedo se sumergió y se asentó en el fondo de las aguas profundas. Donde durmió un sueño de perros. Dispuesto a alzarse y a enturbiar las cosas en el momento menos pensado.

Velutha sonrió cuando vio la bandera comunista resplandeciendo como un árbol florido junto a la puerta de su casa. Tuvo que agacharse mucho para entrar en su choza. Un esquimal tropical. Cuando vio a los niños, sintió un íntimo estremecimiento. Y no entendió el porqué. Los veía todos los días. Los quería sin saberlo. Pero, de repente, algo había cambiado. Ahora. Después de la metedura de pata de la Historia. Nunca antes había sentido un estremecimiento tan íntimo.

Son
sus
niños, le susurró un susurro malvado.

Sus
ojos,
su
boca.
Sus
dientes.

Su piel suave y brillante.

Desechó aquel pensamiento con furia. Pero regresó y se sentó junto a su cráneo. Como un perro.

—¡Aja! —dijo a sus jóvenes visitantes—. ¿Y quiénes son estos Pescadores, si es que puede saberse?

—Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon. El señor y la señora Encantadosdeconocerle.

Rahel le alargó su cucharón para que lo estrechara a modo de saludo.

Fue estrechado a modo de saludo. Para saludarla y saludar a Estha.

—¿Y adonde se dirigen en su barca, si es que puede saberse?

—¡A África! —gritó Rahel.

—¡No
grites
tanto! —dijo Estha.

Velutha se puso a dar vueltas alrededor de la barca. Le contaron dónde la habían encontrado.

—Así que no es de nadie —dijo Rahel, no muy segura, porque, de pronto, se le ocurrió que podía tener dueño—. ¿Se lo hemos de decir a la policía?

—¡No seas tonta! —dijo Estha.

Velutha golpeó la madera y después arrancó un pedacito con la uña.

—Buena madera —dijo.

—Se hunde —dijo Estha—. Hace agua.

—¿Puedes arreglárnosla, Veluthapappychachen Peter Mon? —preguntó Rahel.

—Tendré que pensármelo —dijo Velutha—. No quiero que os pongáis a hacer tonterías en el río.

—No haremos ninguna tontería. Te lo prometemos. Sólo la usaremos cuando tú estés con nosotros.

—Primero tendremos que ver por dónde entra el agua… —dijo Velutha.

—¡Después tendremos que tapar los agujeros! —gritaron los gemelos, como si se tratase del segundo verso de un poema muy conocido.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Estha.

—Un día —dijo Velutha.

—¡Un
día
! ¡Temía que dijeras un mes!

Estha se subió encima de Velutha de un salto, le pasó las piernas por la cintura y lo besó.

El papel de lija fue repartido en dos mitades exactamente iguales y los gemelos se pusieron a trabajar con una concentración extraña e inquietante, que excluía cualquier otra cosa.

La habitación se llenó de polvillo de barca que iba asentándose en pelos y cejas. En Kuttappen, como una nube, y en Jesús, como una ofrenda. Velutha tuvo que arrancarles el papel de lija de las manos.

—Aquí no —dijo con firmeza—. Vamos fuera.

Levantó la barca y la sacó de la casa. Los gemelos lo siguieron con los ojos fijos en su barca, sin perder ni un ápice de su concentración, como dos cachorros hambrientos siguiendo su comida.

Velutha colocó la barca para que pudieran trabajar. La barca sobre la que estaba sentado Estha y que Rahel encontró. Velutha les enseñó a seguir el sentido de la veta de la madera. Los inició en el uso del papel de lija. Cuando volvió a entrar en la casa, la gallina negra le siguió, decidida a estar en cualquier sitio menos en aquel donde estuviera la barca.

Velutha metió una toalla fina de algodón en una vasija de barro con agua. La retorció para escurrir el agua (con brusquedad, como si fuese un pensamiento incómodo) y se la dio a Kuttappen para que se limpiara la suciedad de la cara y el cuello.

—¿Han dicho algo sobre si te vieron en la manifestación? —preguntó Kuttappen.

—No —dijo Velutha—. Todavía no. Pero ya lo harán. Lo saben.

—¿Seguro?

Velutha se encogió de hombros y cogió la toalla para lavarla y aclararla. Y golpearla y retorcerla. Como si se tratase de su propia cabeza, ridícula y desobediente.

Intentó odiarla.

Es una de ellos
, se dijo.
Una de ellos y nada más
.

No pudo.

Se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía. Sus ojos estaban siempre en otro lugar
.

La locura entró furtivamente por una grieta de la Historia. Duró sólo un instante.

Después de lijar durante una hora, Rahel se acordó de su siesta. Se levantó y echó a correr. Cruzó a trompicones el calor verdoso de la tarde. Seguida por su hermano y una avispa amarilla.

Con la esperanza de que Ammu no se hubiera despertado. Rezando para que no hubiera descubierto que se había escapado.

11

El Dios de las pequeñas cosas

Aquella tarde, Ammu se sintió llevar, como si la auparan, por un sueño en el que un hombre alegre con un solo brazo la abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite. Le faltaba el otro brazo para poder luchar contra las sombras que se retorcían a su alrededor en el suelo.

Sombras que sólo él podía ver.

Las cadenas de músculos de su estómago se elevaban bajo la piel como las divisiones de una tableta de chocolate.

La abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite y brillaba como si lo hubieran lustrado con una cera para cuerpos de gran calidad.

No podía hacer dos cosas a la vez.

Si la abrazaba, no podía besarla. Si la besaba, no podía mirarla. Si la miraba, no podía sentirla.

Ella hubiera podido acariciar su cuerpo ligeramente con los dedos y sentir cómo se le erizaba la piel. Hubiera podido deslizar sus dedos hasta la base de aquel estómago plano. Hubiera podido pasarlos de un modo despreocupado por encima de aquellas cadenas de chocolate barnizado. Y haber dejado una estela de bultitos erizados sobre su cuerpo, como una tiza sobre la pizarra, como un soplo de brisa sobre los arrozales, como la estela de un reactor sobre un cielo azul de iglesia. Hubiera podido hacerlo sin dificultad, pero no lo hizo. Él, a su vez, hubiera podido tocarla, pero no lo hizo. Porque en la penumbra que había más allá de la lámpara de aceite, entre las sombras, se veían sillas plegables de metal colocadas en círculo, y en ellas estaban sentadas personas que llevaban gafas oscuras de montura puntiaguda con falsos brillantitos incrustados y los observaban. Todas sostenían un reluciente violín bajo el mentón y sus arcos estaban inclinados en idéntico ángulo. Todas tenían las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha, y todas balanceaban la pierna izquierda.

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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