Reunió sus pertenencias y las metió apresuradamente en una alforja. Sus ideas giraban en torno al pequeño Piccolino. El niño nunca había sido suyo y nunca lo sería, y en cuanto a su futuro, estaba en las mejores manos. Sin embargo, no era un asunto que concerniese a nadie más que al pequeño, y desde luego no a un estafador entrado en años, incapaz de pensar con claridad o precisión, pero que había llegado a esa edad en que sale la prudencia y entra el sentimentalismo.
—Pero he salvado la vida al niño, y el viejo chivo no va a estar más cerca de tener su propio cabrito. Y ¿qué puedo ofrecerá un rapaz de seis meses?
—Puedes enseñarle a abrir ataúdes. No seas tan modesto.
—Por favor…
—¿No era eso lo que tenías pensado? ¿Educar a un aprendiz? ¿Cómo aprende uno, si no, a ser ladrón de cadáveres?
—Quiero a ese niño, Rinaldo.
—Entonces, ¿no vas a venderlo? Tal vez se te haya olvidado.
—Lleva mi nombre. Lo sabe el río y lo saben las montañas. Y quiero a ese chico.
—¿Más que a ti mismo?
—Sí, más que a mí mismo.
—Lo que hay que oír.
—Pero es verdad.
—¿No estás a punto de salir? ¿Acaso no has hecho la alforja, preparado para salir corriendo? O ¿vas a llevarte contigo al pequeño? Ése al que quieres tanto. Ardo en deseos de oírlo.
—Eres la maldad personificada, Rinaldo.
—¿No es el viejo hipócrita el que habla? Me parece que sí.
Llamaron a la puerta.
Johannes asomó la cabeza.
—¿Giotto…? Ah, estás ahí.
Giuseppe le dio la espalda.
—¿En qué puedo ayudarte, hermano?
—¿Estás empaquetando tus cosas?
—En absoluto, estoy haciendo limpieza.
—Pero has llenado una alforja, y llevas un manto al hombro.
—Qué espabilado eres. Nada escapa a la mirada de mi hermano. El caso es que he de alimentar al animal.
—¿A qué animal, hermano?
—Al perro de Del Sarto. Fíjate, Johannes, sólo quiere comer entrañas.
El fraile lo miró con una mezcla de deleite y prevención.
—Pero tienes que acompañarme, Giotto. El señor desea hablar contigo. Ha dicho expresamente que desea hablar con el ayudante de cocina que entiende de hierbas y medicinas.
Giuseppe cerró la puerta y agarró al monje.
—¿Qué le has contado, Johannes?
—Nada, hermano, nada. Él sólo quería saber si estuvimos en las montañas la semana pasada.
—¿En las montañas?
—En casa de Monna Tesser.
Giuseppe soltó al regordete hombre.
—¿Le has contado que fuimos a su casa?
Una pequeña sonrisa asomó a los ojos de Johannes.
—¿Qué mal hay en decir la verdad, hermano?
—¿Mal? —repitió—. No veo ningún mal en decir la verdad. ¿De qué más habéis hablado?
—De ti, Giotto. Pero pierde cuidado, querido hermano: de mi boca sólo han salido alabanzas. He ensalzado tus virtudes.
—Ya me imagino.
«La maldad —pensó Giuseppe— habita en los lugares más extraños, pero la mayoría de las veces entre los mojigatos, porque tras el piadoso hábito se oculta todo tipo de intrigas, un gusto por lo escandaloso, un hambre insaciable de pesar, infamia y desgracia. Cierto es que existen monjes y curas que son más listos que los demás. Hermanos franciscanos que han estudiado Geometría y Álgebra en Egipto. Aunque es cosa sabida que la mayoría de los monjes son más vagos que un gato doméstico. La santidad se ha hinchado, se nota en la panza y en la papada de mi hermano.»
Giró sobre sí mismo. «Mi estancia en el convento ha terminado, he engordado, y la lengua se me ha desatado tanto que la sensatez ya no la oye. Hay que procurar no hacerse tan beato que uno pierda la maña. Prefiero andar con una pala en una tumba familiar que estar mendigando en el mercado.»
Se oyeron pasos en la escalera. Giuseppe sintió que el mareo le debilitaba las rodillas.
—Demasiado tarde —musitó.
Johannes lo asió del brazo. Sus ojos se movían como pececillos de plata.
—¿Puedo ayudarte en algo, hermano?
—Ya has hecho bastante, Johannes; te deseo todo lo mejor. En el lugar a donde vas a ir te hará falta.
Se apoyó en la mesa y vio la imagen del fraile sonriente yendo y viniendo. Los labios del monje se movían, pero era como si el sonido se transmitiera a través del agua.
Giuseppe cayó de rodillas y oyó que abrían la puerta. Alguien dijo su nombre. Probablemente el abad. No respondió y se quedó mirando las botas del umbral. No le hacía falta levantar la vista. «Pues este hombre —pensó— hiede como su profesión.»
Suenan risas en el infierno. Es su primer pensamiento. Pero por lo demás todo está en silencio. Se halla en el que llaman anexo al albergue de peregrinos. Fuera ha amanecido. La lluvia ha arreciado, pero es ese tipo de llovizna totalmente silenciosa. La celda tiene la mitad del tamaño de la de antes. Es la segunda vez que pasa la noche allí. La primera vez era un despreocupado día de otoño en que ni siquiera el tufo a orines de zorro podía estropear su optimismo. Qué alegría porque la suerte volvía a acompañarlo. Ahora era diferente.
Del Sarto lo había sacado al patio. El ojo de cristal azul adquirió un destello de vida al ver a Giuseppe en el fango.
—Nos encontramos de nuevo, Pagamino.
—Me llamo Giotto, señor.
—¿De verdad? Bueno, a los embusteros les pasa de todo. Tu cara no se olvida tan fácilmente. Debería arrancarte el hígado y dárselo a mi perro; pero temo que pueda sentarle mal. Además, su excelencia te quiere vivo. Para que regreses a Lucca. Creo que casi puedo prometerte que tu antigua habitación estará preparada para ti.
—Me llamo Giotto, señor, debe de tratarse de un error.
El ojo muerto se le acercó.
—O sea que has estado con Monna Tesser, viejo. No podías contenerte. Pero cuando se hurga en la herida, surge el dolor. Deberías saberlo. ¡Mírame, anciano! ¿A las órdenes de quién estás?
—A las mías propias, señor, y a las de Dios.
—No tomes el nombre de Dios en vano. —Estuvo a punto de darle una patada, pero se refrenó—. No; hay que armarse de paciencia. Esa boca, que dice cualquier cosa menos la verdad, no debe sufrir daño hasta que lleguemos a Lucca. —Del Sarto se volvió hacia el grupo de frailes asustados que miraban con horror a Giotto, quien estaba acurrucado y por lo visto no se llamaba así en absoluto—. ¡Habéis albergado a un enemigo de Lucca! —gritó el verdugo—. A un preso evadido. Ahora cumplid con vuestro deber y encerrad a este hombre con dos cerrojos en la puerta, porque es un demonio. —Echó la zarpa al pescuezo de Giuseppe y lo levantó como a un trapo—. Pagamino está confabulado con el Príncipe de las Tinieblas y merece el castigo más severo de Lucca.
Se pone en pie con dificultad y agarra la manilla de la puerta, que está cerrada con llave, naturalmente. Porque así lo han decidido. Pero no va a pasar mucho tiempo hasta que vuelvan a abrirla, y entonces empezará el viaje, el viaje de regreso a Lucca. De regreso al infierno.
—Y no sobreviviré. La locura va a matarme. Va a roerme por dentro.
Cae de bruces en el camastro y siente por primera vez el olor. Se mira el cuerpo para comprobar si se ha orinado, pero tiene la ropa seca, aunque el hedor a orines es tan fuerte que hiere el olfato.
—Zorros —murmura, dirigiendo la mirada al suelo.
El suelo de madera está sin barnizar, y la humedad ha hecho que las tablas se abarquillen hasta parecer olas de un mar agitado.
Agarra la primera que ve, que se suelta enseguida. En menos que canta un gallo ha dejado al descubierto las piedras sobre las que descansa el suelo. El tufo a orines es tan penetrante que habría hecho revolverse a muchos, pero no a un hombre que profana tumbas.
Está arrodillado, trabajando como un topo, llega debajo de las tablas y cava como un poseso.
De pronto la tierra se hunde. Giuseppe suelta un juramento. Está tumbado, con la mayor parte del cuerpo metida en un agujero estrecho donde hay un olor inconfundible a zorro.
—¿Será verdad que la suerte persigue al loco? —murmura—. Entonces me presentaré ante el mundo y reconoceré mis padecimientos. En mi caso, la suerte tiene cuatro patas, el morro puntiagudo y la cola espesa.
Avanza arrastrándose sobre el estómago y reza porque
Vulpes vulpes
no esté en casa. La madriguera es angosta, y tiene que agrandar constantemente la galería, que parece estrecharse más cuanto más se adentra en ella. Pero, por lo visto, la guarida es lo bastante antigua, y las paredes, estables. Ahora a trabajar, a no pensar y, sobre todo, a no emplear energías innecesarias. Una suerte de ese calibre hay que administrarla con cuidado.
Pero al rato le falta aire. Se ve poseído por esa locura que es efecto de los primeros síntomas de asfixia, porque la galería va en dirección equivocada, no hacia arriba, sino hacia abajo.
Desesperado, empieza a arañar el techo de la madriguera. Las uñas se le rompen contra la capa de tierra. Le entra arena en la boca, los ojos y los oídos, siente que le fallan las fuerzas, hace un descanso y cambia de idea, se dice que tiene que encontrar otro sitio. Cava trabajosamente para avanzar, y sujeta el techo con las puntas de los dedos. Le caen encima piedras y gravilla. Ha atravesado una capa helada de barro, y empuja con la espalda contra el techo de la galería. Suda y tirita, escupe tierra y sangre, nota las piedras, el barro y la tierra apretados en torno a su cuerpo. El pasadizo está cerrado, el techo se ha derrumbado, y los que tienen su guarida ahí abajo ya han ocupado su entrepierna y sus sobacos. Los moluscos ciegos se deslizan por su espalda y su cintura. Pronto se introducirán por su nariz y sus oídos, porque han ido a comer, y ahí tienen para todo el invierno. Yace en su propia tumba, pues así ha de terminar el embustero de Umbría; ni siquiera le han dado un ataúd, ni unos sepultureros… No; ha de hacer él mismo el trabajo y expirar en la madriguera de un zorro.
—Arturo —susurra—, tiéndeme la mano y cuéntame la historia de los días de la vida, cuya longitud y cantidad están medidas, y todos los cuales son infinitamente valiosos. Puede aprenderse mucho, puede perderse mucho, pero una vez que has perdido la ingenuidad, ésta ya no vuelve jamás. La historia de los días me emocionaba, y si puedes oírme, cretino, regálame un día más. Seguiré el sagrado catecismo y jamás hablaré mal de una carcoma.
Siente inmediatamente que le atraviesa el cuerpo un espasmo, un sobresalto epiléptico que parte del cerebro con instrucciones para los miembros. Una pierna está paralizada, pero la otra se endereza con tal vigor que parece un calambre. Grita con toda la fuerza de sus pulmones y siente que la garganta se le llena de fango. Jadea sofocado, agitando los brazos, siente el frío en los dedos de los pies y la lluvia en la frente, rueda sobre sí y se queda mirando a un viejo sauce cuyas raíces se han levantado del lodo. Haciendo un último esfuerzo, se desembaraza de las raíces y baja a cuatro patas por la pendiente, viendo abajo la abadía y el río. Calcula que en una hora se ha alejado menos de cincuenta metros. Aunque parte del trayecto ha sido haciendo círculos. Se echa boca abajo y sube por la pendiente, se adentra en el bosque y sale de la oscuridad del hoyo.
Inspirado en la conocida pieza en un acto de Caín y Abel,
Giuseppe comete el mismísimo crimen
y vuelve a la vida
«¿Cuánto me he llevado?»
La idea lo asedió mientras, apoyado en codos y rodillas, se deslizaba hacia el río. La pregunta no tenía sentido, porque no se había llevado nada.
Aterrizó en un matorral cuyas ramas afiladas lo arañaron hasta hacerle sangre.
—Estoy sangrando —murmuró, examinándose las heridas—, y ahora viene la primavera, con las aves de paso y la diarrea, y no llevo nada conmigo, porque el que renace en la madriguera de un zorro tiene que salir al mundo como
Vulpes vulpes
, lamerse las heridas, cuidar el reuma y aullar a la luna. ¡Aullar a la luna! —gritó, y oyó el eco de su voz más allá, donde se levantaba una espiral de humo gris.
Había vida en aquellos cerros tapizados de verde, gente con casas, familias con un techo encima y pan en la mesa. Los miembros de la familia reunidos en torno a la olla con la comida, la cuchara pasa de mano en mano, el mayor es el primero en comer, y el más pequeño relame el cazo. Cuando el patriarca levanta la voz, los más jóvenes escuchan, porque la vejez es sinónimo de respeto. Allí a los viejos no los echan a madrigueras de zorros, allí hay comida sobre la mesa, una cama para dormir y una mano con que calentarse cuando irrumpe la oscuridad. Hijos, nietos, una oreja torcida y una nariz ganchuda, un andar bamboleante, los signos de nobleza de la familia, el correo que pasa de mano en mano, de siglo en siglo.
Giuseppe chasqueó la lengua con envidia.
—Si hubiera formado una familia y cuidado ovejas, ahora estaría sentado a la cabecera de la mesa con una sonrisa satisfecha, pidiendo silencio antes de alzar la voz…
Una vez fue dueño de un asno.
—No hables mal del asno de otro, y menos aún del mío, porque me ha conducido por la muerte y la epidemia, y jamás me ha llevado la contraria. Raras veces lo he castigado, y siempre me he arrepentido de los golpes. Era un asno más bueno que un pan y tenía nombre de papa, aunque el cuadrúpedo no merecía tal humillación.
Bonifacio
—musitó—, ¿por qué caminos andarás en este momento? ¿Existe alguna memoria en la cabeza de un asno? ¿Una imagen de tu amo anterior? Sí, hombre, un icono con marco de oro.
Las cosas van mal cuando no se tiene más punto de apoyo que la añoranza por un asno.
Se estremeció y entornó los ojos; la imagen de Piccolino se impuso.
—Al que he abandonado por una madriguera de zorro. Ojalá no oiga nunca la historia. Que lo lleven al río y le hagan el favor de volver a bautizarlo. Que el agua del río borre el apellido Pagamino, porque es el apellido del deshonor. —Escondió el rostro entre las manos—. Que tengas dulces sueños con el reino de la bahía de Nápoles —susurró—, que tengas dulces sueños, Piccolino mío. El mundo te pertenece, amigo mío. Navegarás por el Nilo y conocerás la hermosura de El Cairo, el aroma de las especias de Oriente, los burdeles de la orilla occidental. Demonios, cómo me duele todo el cuerpo.
Trató de localizar las heridas de la espalda, pero se contentó con comprobar que estaban allí. Los codos estaban envueltos en una costra de sangre coagulada, y en las rodillas la tierra había establecido una alianza impía con hilachas de piel y una infección amarillenta. Pero si no dolía, tampoco podías saber que estabas vivo.